Y así, las arengas y los grafitis que se escuchan y ven en las calles en cada marcha, y cientos de memes y posts en redes que mandan a leer y a estudiar a quien no entiende la lucha que ahora enciende cada rincón de Colombia.

 Y entiendo a qué va el mensaje. En un pueblo sin memoria donde nos han enseñado a admirar a los ejecutores y odiar a los pisoteados, en un pueblo sin educación ni cultura, el saber sigue siendo necesario para abrir los ojos y decidir nuestro futuro con la cabeza y no con el estómago. Necesitamos el saber. Lo requerimos. Lo anhelamos. Y probablemente si todos fuéramos tan bien educados, leyéramos y nos cultiváramos sin que nadie quedara excluido, tomaríamos mejores decisiones y no estaríamos matándonos entre pobres para satisfacer las estrategias de los que están allá arriba.

Pero no me deja de hacer ruido eso de decirle a los adversarios, a los uribistas de bien, «vayan, cojan un libro, lean». Porque, aunque sea una ligereza, el otro mensaje que le clava una puñalada al conocimiento está allí, entre líneas.

Leer no hace mejor a nadie. Ni más noble ni más tolerante. Los que nos oprimen, los que desangran este país a diario, los que vacían las arcas nacionales y nos quitan el pan de la boca a cuotas, esos también son estudiados, incluso más que nosotros, y leen bastante también, hasta en dos o más idiomas. Han viajado. Se han cultivado. Se han instruido en las mejores academias del mundo. Y aun con eso, han decidido destruir al país que los parió, con todo y pueblo.

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Y los libros, que históricamente en Colombia han sido relegados a los ricos o privilegiados que tienen el tiempo y el dinero para disfrutarlos, ahora son la vara con la que se mide la vileza o la nobleza de los que padecen esta oscura realidad. El que se ufana de no ser tombo por leerse un par de libros ahora humilla con su sabiduría —escasa, porque nunca se sabe lo suficiente— a quien nunca ha tenido un libro en sus manos, o al menos una tabla de multiplicar, como si no leer y no estudiar fuera en este país una elección sencilla. Y en ese ejercicio, transforma el libro —herramienta liberadora— en una barrera inconsciente e invisible que sigue excluyendo a quien no sabe más que lo elemental.

Al sol del hoy, el libro sigue cargando con el peso muerto de la exclusión acomodaticia que han puesto sobre él las minorías intelectuales de esta sociedad. Y soporta, también, una cantidad de estigmas ejemplarizantes en un territorio que la cultura no puede cubrir porque así lo han impedido quienes saben de su poder transformador. Y no es justo que ahora el libro también sean el foco de estas arengas iracundas pero ingenuas.

Aquí el que no quiere leer, no lee, pero no por eso se puede decir que el que no lee es porque no quiere. Los políticos saben que para seguir hundiendo a su pueblo, nadie debe poder leer. Y cuando vemos más allá de nuestras ciudades capitales (en donde la misma cultura no sobrepasa unas cuantas calles bonitas o céntricas), nos damos cuenta de la compleja realidad.

En Colombia, el tombo lee tan poco como el campesino, pero su falta de conocimiento no los hace ser harina del mismo costal. A veces al adolescente, humillado por su propio Gobierno, no le queda de otra que convertirse en su lacayo uniformado, solo para impedir que el hambre toque a su puerta y a la de su familia, sin prever que en el proceso se convertirá en otro eslabón que esparce la miseria dentro de su propio pueblo. Y el campesino, a quien también le cierran las puertas en la cara, debe relegarse a extraer de la tierra la comida con la que sus opresores se alimentan mientras pisotean a quienes se la proveen. Y allí, la cultura no fue para nadie, porque en este país, durante más de 200 años, la cultura es un privilegio de clase, aunque digan que es un derecho.

«No sea tombo, lea», le dirán al uniformado, que hasta quizás haya elegido levantar su arma hacia su propia gente de manera deliberada (porque los hay), y allí la arenga parece encontrar sentido. Pero no sé si con la misma soberbia serían capaces de culpar de su miseria al pobre viejo que jamás pudo pisar un salón de clases para aprender a leer o, por lo menos, estampar su nombre en un papel. ¿Viviría mejor el pobre si leyera más? Probablemente no, porque vivir con la cabeza llena mientras el estómago está vacío es muy complicado, y aquí primero debemos calmar el hambre antes que acabar con la «ignorancia», esa palabra con la que se descalifica descuidadamente y con soberbia a quien no es «tan inteligente» como uno. Apartar, estigmatizar, señalar desde un privilegio intelectual infundado… mandar a estudiar al otro, no se diferencia mucho de María Fernanda Cabal gritando a los manifestantes «¡Estudien, vagos!», sí a esos mismos vagos que leyeron un par de cosas y mandan a estudiar al que no se ha leído ninguna.

¿En eso consiste el papel de la cultura ahora? ¿En definir quién es quién según tu tasa de lectura? No seamos tan esnobs. Si es así, nos estamos equivocando grandemente, porque quienes nos tienen gritando esas arengas son los que también han monopolizado el saber, y allá están, con sus cerebros rebosantes de conocimiento, con sus bibliotecas repletas y sus estómagos llenos, ocultando con su oratoria —que la lectura les ha permitido perfeccionar— la barbarie que están perpetuando.

No le hagan ese mal a los libros. No conviertan el precioso acto de leer en rasero de una sociedad desigual, porque los grandes males de la humanidad también han venido de las mentes más brillantes. Si algo nos ha enseñado la lectura es que la condición humana es mucho más compleja de lo que parece, y desde allí deberíamos empezar a pensar.

Muchos dicen que no conocer nuestra historia nos condena a repetirla, pero créanme que quienes nos condenan a la miseria como un ciclo infalible conocen la historia mucho mejor que nosotros.

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(Cali, 1992). Reside en Bogotá hace 17 años. Profesional en Estudios Literarios y tecnólogo en escritura para medios audiovisuales. Director del sello editorial La Plena Noche. Hijo de la televisión enlatada, salsero hasta la médula, coleccionista de libros de terror y defensor de la cultura pop.

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