En el marco del Paro Nacional en Colombia, y ante la más reciente propuesta de una nueva constituyente, Camilo Espinosa nos invita a reflexionar sobre la necesidad de pensar nuestras instituciones democráticas a partir de un paradigma político y jurídico que se corresponda con nuestras necesidades históricas y sociales, y en esa medida, preguntarnos, ¿es este el momento para una nueva Constitución?


 

En los últimos días se ha hablado mucho sobre la posibilidad de convocar a una constituyente. Así, se han planteado argumentos a favor y en contra, incluso la propuesta se ha manifestado desde orillas políticas diferentes y, en algunos casos, contradictorias. Lo cierto es que se trata de un tema delicado, aún más si se tiene en cuenta que por regla general los colombianos destacamos lo bien escrita que está nuestra Constitución Política de 1991 y las tendencias de avanzada que en ella se recogieron. Sin duda alguna, como profesional del derecho debo decir que soy de esos colombianos y no tengo dificultad en reconocer toda su magnificencia.

Sin embargo, como estudiante entusiasmado por la filosofía del derecho y orientado hacia el positivismo jurídico, he tenido una obsesión en los últimos años con un aspecto que, a mi modo de ver, resulta muy importante. Incluso, considero que es el más trascendental en la teoría jurídica. Se trata de la “eficacia” como condición de la “validez” de las normas y de los ordenamientos jurídicos. Esto tiene que ver con un fenómeno social muy simple: ¿las normas se cumplen o no se cumplen? ¿Cuál es su grado de aceptabilidad en la sociedad? ¿Cuáles normas se corresponden con los hechos sociales que pretenden regular y cuáles no? mucho se ha escrito sobre el tema, aunque, les puedo decir con tranquilidad, que no es el propósito de estos párrafos exponer el estado del arte sobre el particular.

Mi objetivo es reflexionar acerca del por qué, a pesar de tener una constitución de avanzada y con un catálogo de garantías y derechos tan generoso, la mayoría de los colombianos sentimos que no se cumple. Esto, muy a pesar de los esfuerzos de la Jurisdicción Constitucional y de los valiosos aportes de la acción de tutela (y otras acciones constitucionales) como mecanismo para hacer eficaces los derechos. Derechos que, dicho sea de paso, deberían garantizarse de antemano, sin necesidad de colapsar el sistema judicial con los reclamos de la ciudadanía. Y en todo caso, tal situación nos lleva a la misma pregunta: ¿por qué no se cumple la Constitución? Cualquier intento de respuesta posible nos dibuja un mismo panorama: la existencia de unas mismas condiciones estructurales en donde el grueso de la población no accede a condiciones materiales e inmateriales de existencia que les permita vivir con dignidad. Y ese, además, parece ser el origen del paro nacional: la falta de oportunidades, el hambre, la impotencia de no poder realizar nuestros proyectos de vida, y un largo etcétera. (También puede leer: El paro nacional en Colombia y la violencia de la equidistancia)

El problema es estructural: el amplio catálogo de derechos y garantías no se cumple, especialmente, porque el diseño institucional del Estado no lo permite. Acá se evidencia otro problema de la filosofía del derecho contemporánea: “los trasplantes jurídicos”, que son inevitables en la era de la globalización y que no necesariamente son perjudiciales. Este término se asocia con la práctica de importar modelos normativos e instituciones jurídicas, de manera tal, que un sistema jurídico recibe de otro “tendencias”, “conceptos” e “instituciones” que termina interiorizando. Generalmente el ordenamiento jurídico receptor es de aquellos países denominados “en vía de desarrollo” o “democracias emergentes”, mientras que el país de origen suele ser una “potencia cultural hegemónica”. En todo caso, lo que quiero resaltar es que cuando las instituciones jurídicas y políticas se trasladan de una sociedad a otra, sin más, el resultado seguro es un típico evento de “ineficacia” de las normas.

Ese es el caso de nuestra Constitución Política, contiene una carta de derechos muy generosa, acorde con los tiempos, circunscrita a un sistema político-económico liberal y capitalista. Occidental si se quiere. Pero, ¿qué tan «occidentales» somos las sociedades con democracias emergentes? ¿Acaso la democracia funcional no es un presupuesto de la “occidentalidad”? No es mi intención responder a esas preguntas en estas líneas, pero si quiero sentar mi posición: efectivamente somos una democracia emergente y nuestras instituciones políticas, así como el diseño institucional del Estado, deberían pensarse de cara a esa realidad.

Aclarado lo anterior, aunque no cambiaría nada de la carta de derechos de la Constitución Política de 1991, sí considero que es un imperativo modificar la parte orgánica de la Constitución, que contiene el diseño institucional del Estado, inspirado en el sistema de frenos y contrapesos occidental. Me explico: ese sistema está pensado idealmente para sociedades donde las instituciones democráticas funcionan, sin embargo, esta premisa no se cumple en sociedades con “democracias emergentes”, en la medida en que, como resulta evidente, aún no hemos alcanzado ese estadio histórico social. En ese sentido, las garantías que supone nuestro sistema de frenos y contrapesos se repiten en las aulas universitarias y en las decisiones de nuestras altas cortes como una leguleyada más, como conceptos sin referente semántico, como abstracciones de las que nos hemos convencido, a pesar de que la realidad social nos restriega en la cara lo contrario. De otra manera, no estaríamos viviendo este estallido de inconformidad social que parece incontenible y que, a mi modo de ver, tiene un único origen: la corrupción.

Es por ello que estimo necesaria una reforma estructural del diseño institucional del Estado que implique la completa despolitización de los órganos de control y de la justicia. Una reforma que conciba al concurso de méritos como la única vía para elegir al defensor del Pueblo, al Procurador General de la Nación, al Fiscal General de la Nación, al Contralor General de la República y a los magistrados de las cortes. Una visión de Estado en la que el Congreso de la República no tenga la función de investigar y juzgar a los aforados, tampoco la de elegir las cabezas de los organismos de control, pues, es en estos organismos donde reposa la verdadera garantía de la democracia, concretada en el control efectivo al ejercicio del Poder Público. También es importante una reforma a la justicia que centre sus recursos y sus esfuerzos en los jueces de instancia y que desburocratice a las cortes, limitando su función a ser verdaderos tribunales de cierre.

La única manera de que una reforma de esas magnitudes sea realizable, es a través de una Asamblea Constitucional, convocada principalmente para reformar el diseño institucional del Estado. De lo contrario, una reforma en ese sentido, mediante acto legislativo, jamás va a salir del Congreso de la República. Primero porque requiere de voluntad política, y es claro que no existe voluntad para reducir su poder de elección, que se traduce en poder burocrático y, ¿por qué no?, en impunidad. En caso tal, la Corte Constitucional tampoco avalaría la reforma por esa vía, porque, de acuerdo a su precedente más próximo, cuando analizó la constitucionalidad del Acto Legislativo 02 de 2015 (que de cierta manera proponía cambios estructurales y audaces en la parte orgánica de la Constitución), concluyó que se trataba de una sustitución constitucional y no de una reforma a la Constitución, por lo que el Congreso no tenía competencia. En esos términos, una sustitución parcial de la constitución como la propuesta en estas líneas, solo puede ser lograda a través de una Asamblea constitucional o constituyente.

Por eso, mi invitación es a aprovechar este momento sin precedentes en el que los colombianos, cansados de que nunca suceda nada con la corrupción que nos desborda, hemos despertado de la apatía política y estamos decididos a cambiar nuestra historia, a superar “La Patria Boba”. Pero, aunque soy consciente de que las normas no resuelven por sí solas los problemas de la sociedad, sí ayudaría mucho un cambio de aquellas que no funcionan y que no se cumplen, en la medida en que no se corresponden con nuestra realidad social y política, porque nos fueron trasplantadas por una elite intelectual sin mayor comprensión de nuestras necesidades políticas y de nuestra historia. Normas e instituciones idealizadas y sobrevaloradas que, al no ser eficaces, no son validas y, en consecuencia, solo representan la pretensión moral de un intelectualismo trasnochado al que le ha costado reflexionar a partir de un paradigma epistemológico propio. En ese orden de ideas, no son derecho positivo. Así lo habría considerado el positivismo jurídico recalcitrante personalizado en el filosofo austriaco Hans Kelsen y su tesis según la cual “la eficacia de un ordenamiento jurídico es condición necesaria para su validez”. Esta tesis fue reformulada por el positivismo “soft” contemporáneo, sintetizado en la teoría expuesta por el filósofo ingles Herbert L. A. Hart y su famosa “regla de reconocimiento”, conforme a la cual, en últimas, la validez de un ordenamiento jurídico reposa en su aceptación y en el reconocimiento por parte de sus destinatarios.

¡VIVA EL PARO NACIONAL!

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Es cartagenero, abogado, especialista en derecho administrativo y magíster en derecho, gobierno y gestión de la justicia, con estudios avanzados en filosofía del derecho y teoría jurídica. Interesado por asuntos constitucionales y la filosofía política.

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