Lo primero por decir es que, en términos generales, considero que la reciente reforma a la justicia se quedó corta en relación con los problemas más profundos que atacan a ese sector del Poder Público, sobre los que reflexionaré en otra oportunidad. Sin embargo, quiero rescatar la utilidad de unos de sus aspectos más polémicos y controvertidos, con el riesgo de sentar una posición incómoda e impopular. Se trata del texto del artículo 67 del proyecto de reforma a la Ley Estatutaria de Administración de Justicia, que tiene la pretensión de modificar el artículo 128 de esa normativa, relativo a los requisitos que se exigen para ser juez, magistrado, defensor del Pueblo, Fiscal General de la Nación, Procurador General la Nación, y Registrador Nacional del Estado Civil.

De conformidad con la norma, a efectos de certificar la experiencia exigida por el ordenamiento jurídico para ser titular de los referidos empleos públicos, los abogados que cuenten con títulos adicionales de educación superior “podrán acreditar como experiencia profesional aquella adquirida en ejercicio de profesiones [como] ciencia política, gobierno, finanzas, relaciones internacionales, economía, administración de empresas y administración pública”.

Como era de esperarse, el proyecto de norma no ha sido bien recibido por un sector considerable de estudiantes y profesionales del derecho. Esto no debería extrañarnos, pues, históricamente, los abogados hemos tenido la pretensión de mantener el monopolio de las leyes y, por esa vía, el de la justicia. De ahí que nos esforcemos por escribir y hablar el derecho de la manera más incomprensible posible para “los mortales”, haciendo del objeto de nuestra disciplina un tabú que se encuentra vedado para los demás. 

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Sin embargo, los tiempos cambian y, a pesar de los esfuerzos de algunos, la profesión jurídica no es la excepción. De un lado, existe un movimiento que está tomando fuerza en las Cortes y en otras corporaciones que propende por la sencillez del lenguaje utilizado en las decisiones judiciales. Así, las palabras en latín y el lenguaje rimbombante y exacerbado parecen ir en vía de extinción. De otro lado, la formación académica en las facultades de derecho tiende cada vez más hacia la interdisciplinariedad. Incluso, el valor agregado de los diferentes programas de especialización y de maestría que ofertan las grandes universidades se muestra desde un abordaje interdisciplinar de los problemas que ocupan al derecho.

Entonces, ¿por qué nadar en contra de la corriente? ¿De verdad estamos tan convencidos de que la justicia se reduce al derecho? ¿Acaso las normas sobre hacienda pública o regulación bursátil las redactan los abogados? ¿Las normas no contienen lineamientos de políticas públicas? Las respuestas a estos interrogantes podrían sorprender a más de uno, pues, si bien los profesionales del derecho intervenimos en la formación de normas de regulación especializada para sectores como el energético, educativo, tributario, ordenamiento territorial, etc., lo cierto es que detrás de estas regulaciones están equipos interdisciplinarios que cuentan con conocimientos técnicos que no son propios del derecho (como estructura normativa). Lo propio ocurre con la formulación de políticas públicas que, vale decirlo, resultan contenidas en compendios normativos, pero que en modo alguno se reducen a una cuestión jurídica. El derecho, muchas veces, es solo la forma, pero el contenido va mucho más allá. En otros eventos, el derecho lo es todo, como ocurre con las normas de carácter procedimental.

Explicado lo anterior, desde mi punto de vista resulta muy valioso que el juez administrativo, como juez de la administración pública, cuente con experiencia en ese sector o que, en tanto encargado de interpretar y aplicar a casos concretos normas de hacienda pública, además de su formación jurídica, esté capacitado para comprender asuntos económicos y cuente con experiencia para ello, incluso, existe un poderoso movimiento que propende por el análisis económico del derecho. Igualmente, al juez de tutela, que en variadas ocasiones impacta con sus decisiones en la formulación de políticas públicas, la experiencia en ciencia política y gobierno le resultaría muy útil. En un mismo sentido, al juez civil que decide sobre asuntos financieros y bursátiles no le sobraría experiencia en estos temas.

En todo caso, sobre lo que quiero reflexionar es que muchas veces el derecho se queda corto en la comprensión de los asuntos que pretende regular.  En ese sentido, quiero reiterar la frase que leí en una columna de opinión hace años en cuanto a que “aquel abogado que sólo sabe derecho, sabe muy poco de derecho”.

En ese orden de ideas, mi invitación es a abandonar esa anticuada percepción sobre el rol de los jueces que, además, puede resultar perjudicial en casos en los que se adoptan decisiones que, dadas las limitadas capacidades de comprensión de quienes las toman, no cuentan con el suficiente nivel de reflexión sobre sus consecuencias, amparadas en una interpretación desproporcional de aquel principio según el cual “los jueces solo deciden en derecho”.

Para concluir, me parece apenas razonable que aquellos profesionales del derecho que tengan la pretensión de dirigir entidades con presupuestos tan generosos y con estrategias que requieren de un posicionamiento a nivel internacional, como lo son la Fiscalía General de la Nación, la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría General de la Nación y la Registraduría Nacional del Estado Civil, cuenten con formación y experiencia en administración de empresas, administración pública, economía y relaciones internacionales.

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Es cartagenero, abogado, especialista en derecho administrativo y magíster en derecho, gobierno y gestión de la justicia, con estudios avanzados en filosofía del derecho y teoría jurídica. Interesado por asuntos constitucionales y la filosofía política.

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