El director argentino Adolfo Aristaraín fue uno de los primeros cineastas que se planteó adaptar al cine la saga posapocalíptica El Eternauta (1957), escrita por su paisano Héctor Germán Oesterheld y dibujada en su primera época por Francisco Solano López, consolidada entonces en símbolo y casi obsesión cultural nacional. Le precedió un meritorio e inconcluso proyecto concebido durante los años sesenta con variadas técnicas de animación como la rotoscopía, bajo el auspicio de la productora publicitaria Gil & Bertolini.
Sobre sus fracasados intentos de finales de los setenta y principios de los ochenta, el realizador de Tiempo de revancha (1981) y Los últimos días de la víctima (1982) declaró al diario argentino La Nación en 1998 que era “una película muy cara y donde no hay plata en serio no se puede hacer. Y terminarás haciéndola con los yanquis, con lo cual hacés una película de ellos y la base de El Eternauta es muy porteña. Cuando me metí con el proyecto, mandé una traducción a los Estados Unidos. Era el momento en que había salido [la serie] V: Invasión extraterrestre y de allí me contestaron que era igual a V”.
Estas palabras de Aristaraín resuenan como campanazos alarmantes cuando se termina de visionar la finalmente concretada adaptación audiovisual de la saga de Juan Salvo, de la mano del argentino Bruno Stagnaro (Pizza, birra, faso) y bajo la producción de la major del streaming Netflix, que por desgracia terminó “transformando” la historia en otra de sus tantas producciones. Es apenas otra serie estadounidense más, que se asemeja demasiado a demasiadas series, a demasiadas películas. Y no solo a V. Sino a toda la contemporaneidad más comercial y difundida del cine posapocalíptico, distópico y de invasiones extraterrestres.
Se pierde en una maraña de propuestas, y muchas significativamente superiores. El Eternauta de Stagnaro apenas termina descollando del nutrido conjunto por su referente impreso original, reducido casi a la mera nostalgia. Queda diluida en una irregular marisma de lugares comunes, planos casi clonados, diseños escenográficos que emanan el tufillo de lo muy conocido, tanto que por momentos parece experimentarse una cascada de puros deja vu.
Le preceden todas esas obras audiovisuales que directa o indirectamente bebieron de la historia elucubrada por Oesterheld, y no pasa de replicar sus prolegómenos, tropos, conflictos, pavuras y sucesos; en absoluto sacrificio de cualquier despunte de autenticidad y de identidad, tanto creativa como nacional.
Los inevitables condicionantes comerciales de Netflix, que determinan a su vez el espectro limitado de fórmulas estéticas a seguir al pie de la letra, sin desviarse un milímetro, para garantizar la recuperación de las inversiones y las correspondientes ganancias, dio al traste con la esperanzada posibilidad de que El Eternauta consiguiera una identidad expresiva propia que trascendiera la anécdota. Desmarcándose así formalmente —puesta en escena, ritmo, tiempo, tono, estructura— de dicha miríada de obras de las que la novela gráfica deviene un precedente contundente; consciente o no, pero inevitable.
La novela gráfica puede considerarse una obra tan seminal como La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968) de George A. Romero, que determinara desde su estreno todo el cine contemporáneo de “muertos vivientes”, cuya proliferación sume al planeta en un caos post civilizatorio en el que la vida consciente es una rareza frente a las hordas de cuerpos movidos por un apetito instintivo y eterno.
El relato de Oesterheld se erige como una de las más grandes pesadillas de la Guerra Fría, y una terrible alegoría del totalitarismo. Mira a los ojos a pilares literarios como Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley y 1984 (1949) de George Orwell. Incluso dialoga con la desconocida y subvalorada obra maestra de la ciencia ficción literaria latinoamericana Espiral (1982), firmada por el cubano Agustín de Rojas —cuya obra permanece a la espera de una merecida jerarquización entre los grandes del género a escala global. Lo mismo sucede con películas como Invasion of the Body Snatchers (Don Siegel, 1956) y su remake homónimo de 1978 dirigido por Philip Kaufman.
Los relatos de estas tres novelas y dos películas se asientan en la supresión del albedrío como clave de la dominación totalitaria. El control absoluto necesita extinguir la condición humana. También lo hace El Eternauta, con su espiral infinita de opresores que inducen a otros opresores a oprimir, expandiéndose en una infinita y fractal mente única; como los depredadores borg de la saga Star Trek: Next Generation, que absorben todas las especies a su gran “comunidad”. Demasiadas semejanzas con los conquistadores que invaden el mundo de Juan Salvo.
Pero Stagnaro y su equipo —creo que a Netflix no le importa mucho— perdieron la oportunidad de ser consecuentes con la tonante monumentalidad de la novela gráfica original y sumergirse en los estratos más complejos de la dominación y el poder, en consecuencia con la propia historia de Argentina y Latinoamérica, terrenos fértiles para las dictaduras. Remontaron la más simple senda del estereotipo probo más de mil veces, en el que las obras se atrofian en “contenidos”, destinados apenas a sobrepoblar una abrumadora parrilla de ofertas.
La alegoría sucumbe a la anécdota predecible, que se esfuerza poco no nada en sumergir al espectador en un dédalo de especulaciones y extrañezas, o generar siquiera una atmósfera claustrofóbica, inundada por la ansiedad, la paranoia y el pánico. A pesar de distar menos de un lustro de una Pandemia que inspiró y propició películas como Ceros y unos (Zeros and Ones, Abel Ferrara, 2021), o que fuera predicha poco tiempo antes por La bruma (Dans le brume, Daniel Roby, 2018) y La nube rosada (A nuvem rosa, Iuli Gerbase, 2021).
La indagación en el impacto psicológico de la reclusión forzosa bajo amenazas externas incomprensibles, y el consecuente hervidero de conflictos que hace colapsar la civilidad cortés de los seres humanos a favor de la desesperación depredadora —tómense como ejemplos El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), The Haunting (Robert Wise, 1963) y la propia Noche de los muertos vivientes— es sacrificada aquí a favor de la débil recontextualización epocal y la reformulación del propio protagonista, Juan Salvo, para que su perfil se sincronice con la edad del actor Ricardo Darín, mucho mayor que la del personaje original.
El pasado soldadesco de esta versión de Salvo, veterano de la Guerra de Las Malvinas (1982), tampoco trasciende la mera connotación traumática individual. Se desaprovecha por completo la posibilidad de hacer dialogar a El Eternauta con el pasado totalitario de Argentina, que punza ardiente la memoria colectiva y determina el presente del país. Más cuando la novela gráfica fue una predicción indirecta de la terrible suerte de su autor, que fuera desaparecido en 1977 por los esbirros de la Junta Militar.
Las Malvinas fue un intento desesperado del poder totalitario para mantener su estatus, y la derrota a manos de las tropas británicas marcó la final decadencia de esta panda de dictadores. Es un punto álgido de inflexión en la historia nacional argentina, un epicentro aun vibrante y doloroso. Pero aquí no supera su tímida función accesoria.
La serie parece apuntar a una “universalidad” que le abra camino entre públicos no argentinos ni latinoamericanos, que ante la conservadora perspectiva de Netflix no comprenderían ni se identificarían con la historia del país. El relato parece en todo momento concentrado en deslocalizarse, desdibujarse en una “globalidad inteligible” que impugna los signos nacionales. Es esta quizás su única constante: despojar al original de su base contextual e histórica a favor de una comprensión simplista de su conflicto. En esta operación de pulimentado banal, El Eternauta pierde gran parte de lo que lo singulariza, y deviene relato genérico más o menos entretenido pero olvidable. Casi una segunda muerte de Oesterheld.