Los países más avanzados están conduciendo al mundo al desastre mientras que los pueblos hasta ahora considerados primitivos están tratando de salvar al planeta entero. Y a menos que los países ricos aprendan de los indígenas estaremos condenados todos a la destrucción.

Noam Chomsky.

 

En el Rgveda (entre 1500 y 900 a. de C.), X, 129, se describen los orígenes del universo con estas fórmulas que corresponden a los nueve primeros Sutra de  dicha estrofa: Cuando no había existencia, ni siquiera había nada, / y no había aire, ni había detrás del cielo. / ¿Qué es lo que se movía? ¿Dónde estaba? ¿Quién lo guardaba? / ¿Había entonces agua en el mundo, en insondables profundidades? //  Entonces no había muerte ni había inmortalidad, / Ni existía entonces la antorcha del día ni la noche. /  El uno respiraba sin aliento, autosuficiente. / Entonces había el Uno, y no había otro alguno. //  Al principio solo había oscuridad envuelta en oscuridad… 

La idea básica es la duda sobre la identidad de un creador (¿dios?), de su existencia misma. Más adelante se propone la interacción entre los cuatro elementos, fuego, aire, agua, y tierra, que tendrá una posterior aclimatación en la filosofía griega. Existen tantas distancias como cercanías entre las tradiciones filosóficas y sapienciales de oriente y occidente. Una de las más significativas del segundo grupo (por lo menos hasta el S. V. a. de C.) fue considerar la naturaleza del cosmos, como resultado de una mezcla de azares y necesidades que al interactuar habrían generado el universo que habitamos: de la más insignificante bacteria a las galaxias más distantes. Se trata de una especie de software, pero de naturaleza cósmica. En dicho ‘programa’ estaría preestablecido el ciclo completo: nacimiento-muerte de todo ser: vivo o inerte; desde un virus o una microscópica partícula subatómica, hasta una remotísima estrella. El tiempo de presencia de la especie humana inscrito cronológicamente en el decurso correspondiente al origen y evolución de la vida, en este minúsculo planeta llamado Tierra es breve en comparación con los centenares de millones de años que precedieron su emergencia. La datación más actualizada apunta a que hace 4.2 millones de años vivieron en Kenia los primeros homínidos definitivamente bípedos: los Australopithecus anamensis. Antes de eso es discutible, aunque no improbable la bipedación. Posteriormente, entre 3.8 y 3.0 millones; más exactamente, en 3.18 millones de años, vivieron en Etiopía y Tanzania, los Austrlopithecus afarensis; la especie de Lucy. De modo que nuestros más remotos antepasados advienen a la existencia en una época en que lo que podríamos llamar el equilibrio natural ya estaba establecido. Decir ‘equilibrio’ y ‘establecido’, no significa una situación exenta de fracturas, de alteraciones climáticas, ctónicas y de otro tipo, de grandes proporciones; es más, esos fenómenos formaban parte del equilibrio como tal. Debieron ser muchos los sismos y maremotos, que modificaron la geografía y el ambiente planetario tal vez con más frecuencia y reiteración de las que podemos imaginar, pero todo eso ocurría siguiendo el ‘patrón orgánico’ (la expresión es de Alan Watts) de una naturaleza simultáneamente auto-generativa y auto-destructiva. Piénsese solo en las glaciaciones. Es decir, no había un violentamiento externo, diferente a la dinámica que determinaba ese orden. Nada hacía peligrar el estado físico de lo existente, ni a las especies que lo habitaban y disfrutaban en ese singular momento de la progresión del “Uno”. Es inconcebible que ‘Lucy’, y mucho menos los Austrlopithecus anamensis dispusieran de instrumentos y mecanismos nocivos y degradantes que lo dañaran; ni siquiera al medio ambiente, uno de los componentes biológicos del “Uno”. Esa naturaleza deslumbrante que entusiasmara a Hölderlin para invitarnos a habitar poéticamente la tierra. No es nada descabellado imaginar a esos apenas homínidos como seres naturales; iguales a las demás especies que los acompañaban, aun cuando ya dispusieran de una protoconciencia que es precisamente uno de los tópicos a tratar en este escrito.

Me encanta esa teoría según la cual la aparición de la conciencia fue el resultado de un accidente bioquímico imprevisto en los vericuetos transformacionales de la cadena evolutiva; una especie de virus en el software cósmico. ¿Cómo viviría el ser humano si careciera de conciencia? Basta con observar a un perro o a un gato para responder la pregunta. Quienes no gusten de estos animales piensen entonces en el sapo o la gallina; tan perfectos como los mencionados… Y sigan por ahí. Si no existiera sencillamente no lo sabríamos, pues ¡no seríamos conscientes! Es decir, llevaríamos una existencia “normal”, puramente óntica como la de los delfines y leones; insectos, aves y lagartos… Pero ella existe, sin importar que sea la de un Buda, un Hitler, o de un obrero de la construcción. La tara es la misma. De ella provienen todas las religiones, todas las ideologías. Tanto las ‘buenas’ como las ‘malas’. Y lo peor de todo: el cambio científico imponiendo a sangre y fuego una tecnología destructiva cuyo uso anómalo provoca la “devastación de la tierra” de la que habla Heidegger.

No es descabellado creer que como anomalía, la conciencia solo puede desencadenar enfermedades. ¿O es más bien ella misma la manifestación de alguna que nunca conoceremos? ¿De ser así, cuál? Imposible nombrarla: nos habita, es parte esencial de nuestro ser, de nuestra condición, como la dureza para la piedra o la liquidez para el agua. No se halla en los demás seres que sin poseerla viven bien. La única especie depredadora en el nivel de violencia consciente hasta la demencia cruel contra todo: el medio ambiente, las demás especies sin excepciones, sus mismos congéneres, es el hombre. Su ‘civilización’ es la fuente del mal y la muerte en sus versiones modernas. No ha acontecido otra cosa durante el transcurso de la historia humana. Ni siquiera en nombre de las grandes creaciones artísticas y de pensamiento, mucho menos del “desarrollo económico”, se puede justificar la destrucción del planeta. Es un precio muy alto a pagar. Si para que la naturaleza recuperara su armonía fuera necesaria la desaparición de todo el arte, de las magníficas ciudades e inventos de los hombres, de él mismo, votaría afirmativamente. Es la más fácil y mejor solución. Es impensable la esperanza de que haya un cambio en él. Su inmanencia más íntima es la destructividad y la autoaniquilación; extremos imposibles en las llamadas especies inferiores. No existe nada que el hombre reconozca como superior a él; ni siquiera los dioses que ha inventado. Voy a hacer una comparación de mal gusto con el cáncer. Es muy desagradable porque no creo que exista una sola persona que sepa de él y no le tema. Eso lo hace un asunto muy chocante, todo un tabú. Por tanto mi alusión será episódica y nada profesional. El cáncer es provocado por células que se niegan a morir. Para alcanzar su propósito contaminan con su creciente podredumbre   a las demás células vivas antes de que estas mueran naturalmente, volviéndolas cancerígenas también. El resultado lo conoce cualquier persona (y son muchas) que haya visto morir de cáncer a un amigo, a un familiar… A un perro. Pero, ¿qué tiene que ver la conciencia con esa patología? A partir del momento en que la conciencia emerge, la relación del sujeto consciente con la naturaleza se modifica. Irrumpe un antagonismo que no es causado por esta, que ni piensa ni tiene propósitos, sino por el sujeto consciente. Consciencia/hombre y naturaleza son como agua y aceite. El aceite contaminante. La célula cancerígena destruyendo la vida con sus venenos; comenzando por los excrementos (se producen billones de toneladas al año en el planeta. ¿Adónde va a parar toda esa mierda?), pasando por los desechos químicos y la destrucción del ecosistema. Ni siquiera es necesario pensar en nuestra más inmediata tragedia: la ‘devastación’ actual del planeta. Hay valiosos testimonios antiguos que ya se referían a fenómenos semejantes provocados por la conciencia bajo la forma de ideas políticas, religiosas, y particularmente por el uso de la técnica en el momento en que empezó a desaparecer su adecuación y correspondencia con la naturaleza y sus fuerzas. Uno de los mejores ejemplos para ilustrar lo anterior es el primer estásimo del Coro en Antígona: Muchos son los misterios; nada más misterioso que el hombre. Él cruza la extensión del espumoso Ponto, en alas del noto proceloso y lo surca oculto entre olas que braman en su derredor y a la más venerada de las diosas, a la Tierra, a la incorruptible, a la infatigable la va fatigando con el ir y venir de los arados, año tras año, trabajándola con la raza caballar.

Las bandadas de aves de tornadiza cabeza, él las envuelve y apresa, y al tropel también de las fieras montaraces, y a los seres que pueblan el hondo mar en la mallas de sus labradas redes, ¡hombre ingenioso por demás! El domeña con su industria a la fiera que se pasea salvaje, en las montañas, y enfrenta al corcel de hirsuta cerviz sujetándolo al yugo domador y no menos al toro montaraz, indómito. Él se ha procurado el lenguaje y los alados pensamientos que regulan las naciones, y sabe esquivar los dardos de los hielos insufribles, la intemperie, y el azote de las lluvias. ¡Inexhausto en recursos! Sin recurso no le sorprende azar alguno. Solo para la muerte no ha inventado evasión. Y sabe escapar de las enfermedades, aún de las más rebeldes… Como pudo verse Sófocles lo visualizó: él no podía hablar de energía nuclear ni de destrucción contaminante del medio ambiente. Mucho menos de descompensación ecológica. Pero lo que quiero enfatizar de la cita es la alusión a la conciencia. Ocurre cuando se afirma: Él se ha procurado el lenguaje y los alados pensamientos, y los sentimientos que regulan las naciones. No puede ser mejor ni más agudo el sentido por cuanto introduce la relación del lenguaje con la manipulación utilitaria, totalitaria y destructiva de la incipiente “tecnología” de entonces. Simultáneamente (‘él’) trazaba y recorría los caminos de pensamientos y sentimientos que regulan las naciones. Razón y emotividad: la más explosiva de todas las mezclas. Es el sendero que hemos recorrido para desembocar en la imparable ‘desertización’ del planeta. La idea es de Nietzsche. La propone al final de Así hablaba Zarathústra. ‘El desierto crece: ¡ay de aquel que esconde desiertos!’, fueron sus proféticas palabras. Heidegger les sacaría bastante punta casi un siglo después.

Gracias a la conciencia el hombre se ha enseñoreado de la naturaleza y de las demás especies vivas con ánimo depredador, criminal y de suicidio colectivo. No somos todos, podría decirse; menos mal. El problema es que la conciencia de los buenos no sirve ante la fuerza destructiva que posee la conciencia de quienes detentan el poder en todas sus formas. Las células sanas del organismo cósmico están inermes ante las enfermas: aquellas que debiendo morir, se niegan biológicamente produciendo así un verdadero desastre orgánico que las lleva a consumir a su paso todo lo que las rodea, el resto del cuerpo. Al final del camino aguarda un planeta ‘desertizado’. Sin agua, sin alimentos, sin árboles, sin “especies inferiores”, sin aire respirable, con temperaturas calcinantes que desde ahora empiezan a sentirse. El hombre ya habita el cementerio que empezó a construir hace siglos. Ni siquiera él podrá vivir mucho tiempo así. ¿Habrá bases en Marte para esa época? ¿O en Europa, la luna de Júpiter? La mala conciencia contra el resto del universo. Es la marca distintiva de la parte depredadora y autodestructiva de una especie que ha convertido a la Tierra (y quiere hacer lo mismo con otros planetas) en una enorme fuente de energía por beneficio; no por la utilidad. Desde la mínima necesaria para activar un bombillo hasta la que se requiere para una planta nuclear. Todo ello desconectado del “patrón orgánico”; cósmico, agregaría yo. Desde el trabajo de la raza caballar hasta la bomba atómica y el acelerador de partículas, se ha tratado de una tecnología violenta que fracturó al “Uno” natural del Rgveda colocándolo al borde de la muerte. Como una plaga voraz e indestructible. Ese espectro se amplía abarcando todo: ríos y mares; bosques, selvas y valles; desiertos, páramos y polos… En fin, el desequilibrio del fuego, el aire, la tierra y el agua de los antiguos arios e indoeuropeos, de Heráclito, y de quienes seguimos creyendo en sus enseñanzas. Su ser natural generativo-destructivo, fue alterado por la intromisión de un agente externo con capacidad para manipularlo y convertirlo en una bomba de tiempo a causa de la violencia con que ha sido intervenido. Su potencial auto-aniquilador se incrementa día a día. Que haya sido al modo de la Grecia del siglo V a. de C., o corresponda al de los reactores atómicos, al constreñimiento “regulado” impuesto, las fuerzas naturales responderán desatando una potencia devastadora que arrasará las talanqueras que han pretendido someterlas, “dominarlas”. Eso podría ser, a futuro, el inicio de un nuevo inicio. Pero en este presente de pesadilla comienzan a verse las consecuencias del daño, que no podían ser distintas de lo que son y ocurre ahora, está sucediendo en este momento: un desastre incontrolable, sin reversa, diseñado y construido como una máquina de muerte bien aceitada y articulada por eslabones que forman una red de engranajes cuyo funcionamiento nadie puede detener. Un monstruo cuyos tentáculos se extienden incontrolados hacia el espacio interestelar: ‘el viajero’, el Hubble. ¡Qué gran cosa ellos! Pero también  están Hiroshima y la “solución final”: todos, objetivaciones de la conciencia. El camino recorrido por ella como emotividad (los pensamientos y sentimientos que regulan las naciones), es el mismo transitado como ‘racionalidad instrumental’ (su hija mayor), y desemboca en todas las formas de sometimiento, desde la sociedad tribal hasta el nazismo. Las cuales, a su vez, van de la mano con el desarrollo de las ciencias y las tecnologías, partiendo del arado, hasta llegar a los hornos crematorios, la manipulación genética, Chernobyl, y la cibernética. Sueño con un cataclismo planetario natural que, como ocurrió con los pobres dinosaurios, borre de la faz de la vida a los humanos. ¿Acaso otra especie no merece una oportunidad? ¿Qué tal los delfines? Una civilización acuática sin jerarquías, sin religiones ni dioses, sin ciencia ni tecnología; sin nada que hacer salvo alimentarse, nadar y romper olas. ¿Por qué no las abejas? Me imagino la tierra como un inmenso redondo panal viajando hacia el infinito: una monolítica autosuficiente monarquía de enormes abejas fabricando y rebosando una cultura de la miel, escurriéndola con generosidad apícola por todo el espacio intergaláctico. Podrían pasar muchas cosas buenas en el universo si no existiera el hombre. Si no existiera Dios.

*** Raymundo Gomezcásseres. Escritor. Ganador de algunos premios nacionales de literatura. Entre ellos: de cuento Jorge Zalamea de Medellín; de novela: Asociación de Escritores de la Costa Atlántica, y de poesía José Félix Fuenmayor, de Santa Marta. Realizó estudios de Filología, y Derecho y Ciencias Sociales en la Universidad Libre de Bogotá; profesional en pedagogía de la Universidad Javeriana. Ha publicado: Reflexiones críticas (ensayos); Metástasis y Días así (novelas), ambas, con dos ediciones, integran la trilogía titulada Todos los demonios, cuya tercera parte, Svástica, permanece inédita. El resto de su producción está formada por varios libros de cuento, la novela Espejismos, y otros trabajos, incluido un poemario. Todos inéditos. Actualmente es profesor catedrático del Programa de Lingüística y Literatura de la Facultad de Ciencias humanas de la Universidad de Cartagena.

***Ilustración de la obra de JOSÉ LUIS LOPEZ GALVÁN titulada «LECCIÓN  DE ARTE DEL PROFESOR SABAÑÓN»

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Natural de Ciénaga de Oro (Córdoba). Fue profesor del Programa de Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena durante veinte años. Autor de la trilogía novelística Todos los demonios conformada por Días así, Metástasis (ambas publicadas), y Proyecto burbuja (inédita). El resto de su obra se encuentra inédita, y está formada por otra novela, varios libros de cuento y de ensayo, un poemario, y otros escritos.

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