A Jair Buelvas,
Para él que todavía cree en la redención.

“Un nuevo orden musical
De colores de cuerpos excedentes”,
Alejandra Pizarnik, 1936-1972.

 

descarga(Una pista de baile, iluminada. En el centro, parado en una baldosa, un anciano de contextura enjuta, observa el rincón donde un árbol de ramaje pelado se alza a la oscuridad. En la esquina, un sendero conduce a un joven a la pista de baile. Un ave planea adelante, guiándolo, y entrando a un nido en la horcadura del árbol, lanza un ríspido gorjeo que saca al anciano de su arrobamiento: se voltea con lasitud y espera su llegada.)

Anciano: – ¿Qué te ha atraído hasta aquí?

Joven: – Quisiera decir que el ave, pero fue la música.

Anciano: – ¿Qué música? (Pensativo.) ¿Te refieres a…? (El anciano inhala profundo, aguantando la respiración. Un mecanismo se ilumina en su costillar: cuchillas pequeñas, filosas, surgiendo como aletas, cortan la piel seca del anciano. Luego exhala, el costillar se apaga aunque la superficie sangra, todavía no se escucha la música, y las cuchillas vuelven a esconderse.) ¿Fue esta?

Joven: – (Aturdido, vomitivo.) Cómo puede salir esa grandeza de tu cuerpo (Vomita.) ¡Sanguinario!

Anciano: – ¡Es un sistema nervioso sofisticado! ¡Ten más respeto!

Joven: – A no ser por la melodía diría que es una carnicería digna de un cuervo. Mejor, y perdone, una autoflagelación despiadada.

Anciano. – Mi cuerpo es mi instrumento, como el acordeón o la guitarra puede ser el de otro hombre. Cada registro, articulación, vacilación corporal produce un acorde diferente.

Joven. – (Corrigiendo.) ¿Cada paso, trote, respiración, cualquier movimiento le produce un daño semejante?

Anciano. – ¿Daño? ¿Acaso me ves sufrir?

Joven. –No faltaba más, a pesar que… La corporeidad asume su propio juego.

Anciano. – ¿Viniste a lanzar esas palabrotas?

Joven. – No confié en mis palabras, lo siento de verdad (Con cortesía) Es la mejor música que he escuchado; en absoluto, lo es.

Anciano. – ¿La de hace rato?

Joven. – ¡La misma!

Anciano. – ¡Te maravillas con tan poco! (Triunfante) Una contorsión de pescuezo no puede ser lo mejor que has escuchado.

Joven. – ¡¿Es una broma?!

Anciano. – No importa lo que creas. Cada vez que me muevo el engranaje ejecuta una melodía determinada. Depende del cuerpo; siempre ejecutará una diferente.

Joven. – Eres tu propio instrumento (Determinándolo.) En cada fibra se producen los acordes. Como si cada músculo fuera la tecla indicada de un piano extraordinario.

Anciano. – ¡Por qué no dejas de balbucear! (Niega.) Hace mucho me acostumbré con estar conforme en que el mecanismo responde a mis propias y especiales necesidades (Niega.) Me prometí olvidarlo si funciona correctamente.

Joven. – Mira, anciano, no quiero parecer entrometido, pero confío en que es la música perfecta (Con ansias.) ¿Te imaginas tocándola para un teatro?

Anciano. – (Ríe.) Estoy en él.

Joven. – ¿Cuál?

Anciano. – La pista es mi teatro. Mi lugar de creación.

Joven. – ¿No deseas un concierto mundial? Con teloneros, orquestas abriendo para ti, ¿llenar un estadio de espectadores?

Anciano. – No. Permanezco a esta pista; el sendero de vez en cuando trae a uno que otro maravillado por la música.

Joven. – (Fuera de sí) ¡Soy un privilegiado! ¡Vuelve a tocar!

Anciano. – Ya te dije que no era nada.

Joven. – ¿Tienes límites?

Anciano. – Digamos que no es el colmo de mis posibilidades.

Joven. – (Estupefacto.) ¿Puedes llegar a grados más altos?

Anciano. – (Gritándolo) ¡Es potencia física! ¡No guarda límites! Las palabras sobran. (Furioso.) ¿Te mueves? ¡Él se mueve contigo!

Joven. – Aunque es una música increíble, hay que pagar un precio muy elevado.

Anciano. – (Para sí mismo) ¿Un precio elevado? (Recapacitando.) No me he movido; hablo demasiado cuando estoy quieto.

Joven. – (Adulador.) Y en contra de eso, todavía se percibe la música.

Anciano. – Son los estertores de mi respiración. Vibraciones en la garganta… (Levanta la cabeza, tensando el cuello: de los anillos que forman el esófago, y que resaltan por el relieve cadavérico del anciano, virutas de acero lo recorren de arriba abajo girando en espiral; si bien no desgarran los tejidos por completo, es evidente, aquí y allá, minúsculas fisuras sangrantes.) Hasta una sonrisa puede fascinarte (Los labios flácidos del anciano se estiran perezosamente dando una sonrisa fingida, pero marcan los pliegues sobre las mejillas y por donde una cuchilla aparece, cortando desde el borde superior, bajando y atascándose en la dentadura. El anciano escupe dientes cortados a tajos desiguales, al tiempo vuelve a sonreír, y la carne de la mejilla cuelga.) Debe ser lo mejor que has escuchado.

Joven. – (Perplejo.) Eres un mal dolor (Gratificado.) Y sin duda es magnífica.

Anciano. – Puedes sentir los temblores, el estruendo de los instrumentos.

Joven. – (Viniendo en sí) También es terrorífico (Compasivo.) Creo que te has hecho daño.

Anciano. – Una pizca de dolor.

Joven. – (Conforme.) Sigue deleitándome y pensaré en otra cosa que sea únicamente tu grandeza.

Anciano. – ¡Los aplausos los merece el cuerpo!

Joven. – ¡Tu arte es tu cuerpo!

Anciano. – Suena como una chanza filosófica. El engranaje es la forma absoluta de sacar al cuerpo las sensaciones indicadas.

Joven. – ¿También puedo ser creador?

Anciano. – Con un poco de trabajo, sí; además tienes un cuerpo.

Joven. – ¿Cualquiera puede hacerlo?

Anciano. – Todo peso que aplaste su existencia en la tierra puede hacer la melodía que quiera.

Joven. – Te refieres a…

Anciano. – El ruido del Mundo (Señala al ave.) Ese pájaro tiene en su silencio, en cada pluma un acorde, una suspensión específica, que al volar unifica una especial y unánime melodía. Sin embargo, te será imposible oírlo. Te conformaste en verla volar; es suficiente.

Joven. – (No se encuentra muy convencido que digamos. Agrega con aspavientos:) El árbol deshojado, cada rama seca dará en la tecla justa (Reacio.) ¡Quiero escucharte! ¡¿Qué esperamos?!

Anciano. – (Aprovechando.) ¡Qué alguien empiece a bailar!

Joven. – ¿No sabes bailar?

Anciano. – No sé bailar (Sollozando.) Falta el baile para… Hasta ahora todo lo que he realizado son movimientos monótonos; fruslerías de un cuerpo corriente y común. ¡Quiero ir más lejos! El baile completará la obra (En voz alta aunque para sí mismo.) Si hubiera un modo de saberlo. ¡Pudiera irme!

Joven. – ¿Irte?, ¿a dónde?

Anciano. – (Recapitulando.) No, no digo eso; digo bailar. ¿Sabes bailar?

Joven. – Un poco, sí.

Anciano. – Esto no se presenta todos los años (Desemperezándose.) ¡Es hora que bailes! (El anciano abre los brazos, dejando los dedos muy estirados y separados. De inmediato empieza una secuencia coordinada: baja y sube los pulgares, luego los índices, así hasta llegar a los meñiques y retroceder con la misma secuencia. Parece tocar un teclado invisible. Este movimiento adquiere una velocidad cada vez más rápida. El engranaje empieza a triturar la carne de los dedos; desprenden las uñas, se descarnan las manos. El joven inicia una coreografía de baile; demasiado descoordinada, aunque fluye el ritmo y convence al anciano del baile. Queda maravillado.) ¡Bailar! (Frena el movimiento de los dedos.) ¡Cómo pude fallar en algo tan básico!

Joven. – (Deja abruptamente de bailar.) ¡Un rytnme intuitif très basique! Sí puedes bailar. ¡Serás el hombre orquesta! (El anciano prueba con un ritmo torpe que va desarrollándose en una danza exaltada; indica saltos, arquea los brazos, agita las piernas. El baile adquiere un nivel superlativo, a tal grado que el engranaje de nervios filosos surge a flor de piel, dejando todo su cuerpo cuarteado de heridas insanias. El joven desboca por la música, acercándose, lo toma de los brazos, manteniendo la distancia para hacerse el menor daño con el engranaje, y juntos bailan. Sigue sin escucharse la música. La pista de baile tirita con el arsenal de luces.) ¡Qué música tan conmovedora!

Anciano. – ¡Es la historia de mi vida! (Sin dejar de bailar.) ¡La única fe! (Con mayor ritmo.) ¡Qué grandeza! (El joven sigue abstraído en el baile.) Ahora sí, seré libre (El baile llega a una destreza y perfección admirable. El cuerpo topa con los límites del desgarramiento: todo cuarteado, mellado, respirando a carne viva, desangrándose, que es imposible resistir por más tiempo el engranaje, y como quien rechaza un organismo inservible –deleznable por acabar con la fisionomía del anciano–, surge una red de nervios, venas, la estructura filiforme del sistema circulatorio con terminaciones aguzadas, puntiagudas, cuchillas como flecos; todo esto abandona el cuerpo ya inservible del anciano. Flota en el aire como un sistema de vida propio, atormentadora. Mientras que el anciano se desploma vuelto una masa gelatinosa de piel pesimamente cortada, sin huesos o soporte alguno.) ¡Redención! (Grita con una voz temblorosa.) ¡Redención!

Joven. – ¡Aléjate! ¡No, espera! (Grita. El engranaje de nervios avanza hacia él, atraído voraz y despiadadamente por los contornos del cuerpo terso del joven; lo transgrede, dominándolo.) ¡Nada de esto es real! ¡Es una pesadilla!

Anciano. – (La masa gelatinosa tiembla) ¡Deja de gritar! ¡Baila!

Joven. – ¿Bailar? (Como un subterfugio para retomar una venganza, levanta la piel del anciano, echándosela encima como un abrigo. Empieza a bailar por lo que el engranaje lo inicia.) ¡Qué me has hecho! (Baila.) ¡¿Qué demonios crees que haré con este cuerpo mutilado?!

Anciano. – ¡Bailar imbécil! Escucho la música; eres un genio.

Joven. – (Sin dejar de bailar.) Debe ser cierto, viendo de ti.

Anciano. – ¡Es un cumplido! (El pellejo de carne es tomada por el ave, quien se lo lleva a la horcadura del árbol.) Mereces una exhibición acorde a tus posibilidades.

Joven. – Espera, anciano (Deja de bailar.)Alguien vendrá, ¿cierto?

Anciano. – Es probable; con esa clase de música nadie se resistirá (El ave vuela hacia la oscuridad abismal. La voz del anciano se vuelve un eco.) Te buscaré un sitio para exhibirte… Tal vez una plaza de toros. Habrá espectadores por todos lados; como te gusta.

Joven. – ¿Le hallaré gusto? (Adquiriendo una solidez escalofriante. Parado en una sola baldosa. El engranaje se detiene.) Seguro alguien vendrá (Se escucha el gorjeo del ave.) ¿Sigues allí? (Silencio.) Nadie vendrá… A menos que baile (Continua sin moverse.) ¿Será posible bailar? (La pista de baile poco a poco se va apagando, quedando la única baldosa donde el joven está, iluminada.) ¡Si no bailo…! (La baldosa se apaga.) ¡Sí, nadie vendrá!

Hernán Grey Z.
Ciudad de Panamá
Mayo 2014

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(Cartagena de Indias, 1988) Vive en Cartagena de Indias con breves accesos al mundo ulterior. Egresado de Filosofía de la Universidad de Cartagena. Maestrante en Humanidades Contemporáneas. Docente de Literatura & Filosofía en Educación Secundaria. Narrador de corazón y entrañas descarnadas.

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