Llegó a su casa con el alma colgada del culo. Los espasmos iniciaron en el bus, y ahora tiraba la ropa por el apartamento, mientras corría hacia el baño. Siempre ir al retrete se había vuelto un acto de pulcritud y desnudez completa. Se sentó sobre el retrete y ni siquiera tuvo la oportunidad de forzar el momento. Fue una propulsión y descomprensión que lo tendió a un alivio parecido a un estado de iluminación perpetua. Lo más cercano a Dios o cualquier deidad arcana corría por los vellos erizados de las piernas y de los brazos. Se quedó sentado, y cerró los ojos con la cabeza gacha, como si oliera su propia beatificación, y ahora reconociera el horror que tuvo que pasar para alcanzarla. El ruido en la papelera del baño fue el que lo sacó de su arrobamiento. Los residuos de papel higiénico se movían como las placas tectónicas se abren para dar paso a una criatura terremotófica. El hocico apareció olisqueando el baño y cegándose por la luz blanca de la bombilla. Luego fue el cuerpo gordo y peludo de la rata que cayó en el piso, y se aproximó hacia el retrete a una velocidad instantánea. Él se levantó, se pegó a la pared, empinándose y apretando tanto el trasero cómo pudo, a punto de gritar. La rata se sumergió por el retrete, como si escarbara en una superficie lodosa, salpicando la taza y su estómago y su tórax. Observó los papeles higiénicos esparcidos por el suelo. También el interior de la papelera, roída, y ahí mismo el fondo del retrete, por donde la rata se escabulló. Tanto trabajo le costaba poder asimilar, que para poder alcanzar la verdadera paz de cuerpo y alma, debía volver a sentarse.

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(Cartagena de Indias, 1988) Vive en Cartagena de Indias con breves accesos al mundo ulterior. Egresado de Filosofía de la Universidad de Cartagena. Maestrante en Humanidades Contemporáneas. Docente de Literatura & Filosofía en Educación Secundaria. Narrador de corazón y entrañas descarnadas.

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