La mujer estaba sentaba a su lado. Él observaba las palomas en el centro de la plaza. Era junio, mediodía, y el calor ascendía. La mujer cruzó las piernas, alzó la cabeza hacia la copa de los árboles, y luego se dirigió a él, mirándolo fijamente.
—Javier, ¿me amas? —dijo.
Un niño corría al centro de la plaza con las manos llenas de maíz. Quería alimentar a las palomas. Tropezó y cayó de bruces en el adoquinado. El maíz se esparció por la plaza. El niño se incorporó de prisa, levantándose y recogiendo los granos, pero ya las palomas habían volado despavoridas.
—Dije si me amas, Javier —repitió la mujer.
Javier siguió con la vista el rumbo de las palomas.
—¿Cómo puedes estar segura, Liz? —comentó.
—¿De qué cosa?
—Que tú en verdad sí me amas, Liz.
—Esa no era la pregunta, Javier. Fue: ¿me amas? —y afianzó la última sílaba.
Él se volteó, la miró y sonrió. Liz tenía la frente sudada, y en su rostro se reflejaba la palidez del acaloramiento. Javier acarició su cabello, apartó las briznas esparcidas por su frente, y enjugó el sudor con el dorso de la mano.
—Si te soy sincero —dijo Javier—, no lo sé. No sé si te amo, Liz. Lo que digo es que…
Antes que acabara la frase, Liz lo apartó con el brazo. Javier se rodó en la banca, juntándose nuevamente a ella, agarró su cara y la besó, pero los labios de Liz no se abrieron. Javier se apartó y siguió mirando al niño en el centro de la plaza. Había recogido una parte del maíz. Lanzó un puñado de los granos, después el otro, limpiándose las palmas en su camisa. Las palomas no se acercaron a comer. Liz y Javier guardaban en silencio. Ahora ambos miraban al niño. La escena significaba algo para los dos. Solo que, en ese momento caluroso del día, no alcanzaron a imaginar si era o no indispensable saberlo.
Cartagena de Indias, junio 2019.