Los que me conocen saben que a pesar de haber nacido en Cartagena mi alma es de los Montes de María.

Los vínculos más fuertes que tuve con la música al crecer fueron las parrandas con Carmelo Torres en los cumpleaños de mi papá, el cd “16 canciones de Andrés Landero”[1] sonando cuando íbamos para El Guamo en el carro y las amanecidas escuchando vallenato con los amigos de por la casa. Cuando era pelao, la música electrónica se reducía a la discoteca de los coletos en el centro, los festivales que hacían en Cartagena a los que iban los primos paisas wanna be nea de mis primas caleñas y a los piticos que poníamos en los ringtones de los celulares como “I fly with you” y “Satisfaction”.

En el comienzo de mi adultez, la vaina no fue muy diferente.

Se amplió el espectro con el reggaetón, la música que necesitaba para encajar en la educación pública y el rock en español – que me había quedado de mi época de músico frustrado. Ni por el putas se me habría ocurrido parcharme en una fiesta de 24 horas de electrónica en un estado de concentración cuasimonástico, mientras en el fondo sonaba la música que se convertiría en el soundtrack de una época de mi vida.

A pesar de todo, pasó y fue la verga herida.

Mi amigo “El Duque” me dijo un día de julio de 2018 que era imposible que él ya se hubiera gozado una rumba de estos manes y que yo no perteneciera, porque más o menos hemos sido del mismo grupo demográfico toda la vida. Fuimos al Salesiano juntos, ambos tocamos guitarra y pertenecimos a la Barba de Eparkio, estudiamos una ciencia humana[2] y nacimos a solo meses de diferencia. En la época del cuento, él cursaba una maestría en estudios culturales – que era, básicamente, la paja[3] que habíamos hablado toda la vida pero enrazada con mulo – y acababa de volver a Bogotá luego de una breve y aletosa estadía en Cartagena. Yo cumplía dos años de haberme mudado a esa misma nevera, trabajaba en una alta corte, como me había propuesto en tercer semestre y mi mejor amigo era él.

Nunca creí el cuento de que yo era un doctor que no podía hacer tal o cual vaina, porque “afectaría su imagen”. La confianza para hacer lo que se me daba la gana provenía del hecho de ser bueno en lo que hacía y de que mis superiores me lo permitieran en el contexto profesional.

Un día estábamos en la casa de Moni, que para mí era un personaje etéreo, una presencia ausente que existía como locación y no como personaje, pues nunca parchó con nosotros, mis encuentros con ella se reducían a un “hola” azaroso al encontrarnos por accidente en la cocina. Weno, estando ahí “El Pinky” me dijo “papi, es imposible que te pierdas esta mondá, yo fui con Mike al lanzamiento del último álbum de ellos y fue la mejor fiesta de mi vida”.

Les digo, mi alma no es solo de los Montes de María, sino de El Guamo -el asiento histórico de la familia de mi padre- un pueblo de Bolívar escondido a 16 kilómetros de la carretera nacional, al que Alejo Durán menciona en dos canciones por sus constantes visitas.

Además, yo había crecido en un hogar regido por valores rurales – mi mamá es de Arjona, Bolívar- y estos se habían probado eficaces, porque me habían llevado al lugar en el que estaba en ese momento, o sea, hacer lo que me daba la gana.

Era la primera vez que iría a una fiesta a padecer una alteración severa en mis niveles de serotonina. Todo pasó por mi cabeza: “erda, que cule viaje. Yo nunca he metido vainas makia”, “daaaaa, qué pensará el Viejo Ne si se entera en las que ando” y otros 64 pensamientos en contra de la decisión de ir a rumbiar como los hacen los monos[4].

Ninguno salió de mi boca.

Ya yo sabía todo lo que significaba ir.

La logística implicaba que habría de consumir una droga psicodélica y como mi masculinidad tóxica no me permite mostrar ignorancia en este tipo de circunstancias – o en cualquiera- lo único que le dije a Sebastián fue “eso va, no se nos puede olvidar la grasa”.

Era sábado y estábamos a 6 minutos caminando del lugar en el que tocaría Mitú: la banda sonora de nuestras vidas en el segundo semestre de 2018.

Al concierto irían dos amigas de Sebastián que casi desde el principio dejaron claro que no les interesaba ser vales mías o si quiera parcharse reposadamente ese día, quizá porque en los cálculos de la grasa no las habíamos incluido o porque yo era abogado y no tenía ningún tipo de vínculo con el mundillo en el que ellas eran unas Petty officers. Aunque lo más probable era que tenían que mostrar su poder simbólico como las delegadas para entregarle boleta a mi vale el Pinky.

Yo no sabía cuál era la vestimenta.

En la universidad había usado camisa, yin y mocasines; con un manpurse para mis libros y documentos. Desde que me había mudado a Bogotá, periodo inmediatamente posterior, sólo había podido comprar la ropa que me servía para ir al trabajo: blazers, trajes, camisas y zapatos de cuero. Tenía 48 días de haber empezado en un trabajo muy bien remunerado, luego de tres meses en los que mi jefa – una abogada fifí- no quería pagarme y un año de judicatura ad honorem, sobreviviendo con moñas y los rescates del FMI: el Viejo Ne.

La ropa para mí es súper importante.

De niño comprarla era un ritual familiar entre mi hermano, mi papá y yo. Podíamos durar horas dialogando sobre por qué este o aquel pantalón combinaba con tal o cual camisa, porque los tres éramos profesionales serios y “a uno lo tratan como lo ven”. Antes de eso íbamos a donde “el Gigante” a comprar ropa gringa de contrabando: los pantalones anchos ecko unlimited que le gustaban a Néstor (que mi mamá llamaba cagaos); mis pantalonetas O’neil o Quiksilver y; los yines traídos de las fábricas de Medellín con desperfectos que nos vendían a precio de paca.

Amo comprar ropa y pensar cómo se me vería para la ocasión que me preparo.

Esa vez no estaba listo.

No tenía ni idea de los códigos, estaba desnudo… bueno, no era que hubiera ido encuero a la vaina, sino que ajá, ustedes me entienden. Yo dije “jugaré rela”: Camisita, yincito, un busito abierto que tenía por ahí malparquiao y sale.

Ya en la puerta, las amigas del Pinky hicieron comentarios incómodos hasta que él me defendió, se dieron cuenta que no me vendería para pertenecer a su grupo o no por lo menos ese día.

Entramos.

La discoteca no estaba tan llena.

Las luces eran increíbles.

El sonido era de otro mundo.

El sitio era una suerte de templo de la movida alternativa de la ciudad y solo había escuchado de él ese día:

“Boogaloop”.

Yo estaba preparado para mi primer ritual de electrónica, porque ya me había metido mi cuartico de pepa[5], la sustancia que me dejaría escuchando la música más rico para la fiesta y por varios días; aunque desnivelaría la secreción de neurotransmisores en mi sistema nervioso central por aún más tiempo.

Sin embargo, el mundo no es lo que uno tiene en la cabeza sino lo que aparece.

No iba a tocar Mitú, no sería mi primera rumba electrónica… Era casi que lo contrario (¿?), bullerengue. La música que había bailado en los eventos culturales del colegio y que retumbaba en mis entrañas sin yo tener ni puta idea del por qué. A pesar de todo, ya yo estaba listo para la rumba, mi cerebro ya tenía los niveles de serotonina propios del ritual, entonces no había vuelta atrás…

¡La mejor fiesta de mi vida!

Para “Tu Vale el Yeyo” ir a fiestas había sido una carga durante su adolescencia.

En Cartagena, bailar es una actividad heteronormativa a la que nos vinculamos para cumplir con nuestras obligaciones sociales. La salsa requiere del conocimiento de unos pasos atados a cierta habilidad en el movimiento de hombros, cadera, pies y brazos. El vallenato implica un conocimiento aperceptual de tu pareja, lo único libre era el reggaetón, que básicamente consistía (e) en arrecostar la porquería con el beat sencillo de la pista y aún para eso hay un tipo de técnica.

Yo por mi parte valía mondá, como con todo lo que tuviera que ver con el cuerpo.

En la época del colegio, Natalia se sentaba luego de bailar 30 segundos conmigo, porque yo no le daba la talla a su meke, me tocaba aceptarlo, era cierto. Cuando no conseguía pareja de baile duraba cule rato pillando qué hacían las personas que sí sabían: “Que mueven el pie con el sonido de la clave”; “la cadera es como una suerte de antena de comunicaciones que avisa a la contraparte del siguiente movimiento”; “los hombros se mueven con la técnica Hiten Mitsurugi”.

Tuvieron que pasar 8 años de intentos y 2 años de entrenamiento de boxeo para medio entender por donde era que le entraba el agua al coco.

Bueno, bullerengue ¡Era Bullerengue!

En octavo, yo había sido el antagonista de un show musicalizado con la “rama del tamarindo” cantada por Petrona Martínez. “Tu Vale” bailaba como si tuviera una varilla atravesada en la columna. A pesar de ello, Yuber, el coordinador de la vainita, dijo “deberían aprender de él, que quizá no tiene swing, pero lo hace con todas las ganas”.

Sin saberlo, él resumió la relación que yo tengo con mi cuerpo en 3 oraciones.

Toda una vida de lucha violenta.

Primero para jugar basquetbol, luego para aprender a tocar guitarra y, por último, para entrenar boxeo. Era como si mi mente tuviera 12 niveles de diferencia con su nave. Yo podía entender a la perfección la implicación de cada movimiento respecto a la tarea asignada, empero, al momento de ejecutar no podía materializar lo que mi cabeza concebía.

Sentía como si mi cuero no fuera mío.

Casi como si estuviera prestado de otra persona a la que tenía que enseñarle lo que mi alma ya había entendido en otro plano de existencia.

Total, la rama del tamarindo y el baile que hice en el que quedé tirando pases solo en la mitad de El Coliseo ante 1200 personas, sólo porque era el que más ganas tenía. También presión, también normas y pasos preconcebidos. Todo para mí es (¿era?) símbolo que convierto en acto con un fin ulterior.

El día de mi primera fiesta electrónica fui libre.

A esa altura ya yo había aprendido a bailar makia, mi constancia había pagado el precio del swing y, a pesar de todo, no salía a usarlo. Sencillamente no era lo que me interesaba en esa época.

Otra constante de mi vida: lo que aprendo me aburre.

Mis fines de semana se reducían a ir a hablar copa con Sebastián o Elkin, fachar y arreglar el mundo con las embustes que nos echábamos.

Eeeerdaaaa, welve y juega. La fiesta de bullerengue de hace 8.2 párrafos jajajaja.

Yo era libre, bailaba y no pensaba en hacerlo bien o en entender lo que mi pareja quería decir con el sutil mover de su cadera.

Estaba yo solo ahí.

Mi espíritu tomaba el control para callar a mi mente y mover a mi cuerpo. No sabía si los pasos que estaba haciendo eran acordes con las clases que había recibido para la coreografía y no me importaba, nunca me importó.

Estaba haciendo algo por fuera de la norma y se sentía la mondá[6].

Percibía la frecuencia de la música hacer vibrar hasta el más mínimo ápice de mi cuerpo.

Cerraba mis ojos y no había nadie allí, a menos que algune me tocara, cuando eso pasaba, buscaba la manera de alejarme de la fuente de interrupción de mi vínculo con el no hacer.

La voz de Yessi, el tambor alegre de Franklin, los coros, el llamador, la tambora…

Me quería morir ahí y que ese fuera mi último recuerdo.

Yo estaba con otras tres personas ¿ah? Jum, ya ni sabía. Éramos la música y yo. Según, había ido a una rumba electrónica y me encontré con otra cosa, era bullerengue. Una memoria grabada en lo más profundo de mi alma montemariana.

Cuando dejaron de tocar y volví a la tierra Sebastián me dijo “marica, estos manes están parchando ahí rela, vamos a preguntarles cuándo van a tocar que tú viniste a conocer a Mitú y cómo así que barbúo pa ti”. Llegamos y Franklin nos dijo “muchachos mañana tocamos en un evento de Budweiser, yo no sé cómo es la vaina de las boletas ni nada, pero confirmao”.

Nosotros como “YERDAAAAAA”.

Todos los foros de internet que habíamos leído decían que el ritual psicodélico debía practicarse mínimo con 6 semanas de diferencia para que no afectara de forma permanente nuestro sistema nervioso central[7].

El Duque me dijo dizque “marica esa vaina sale gratis, sólo nos tenemos que inscribir en una página y ya”.

La única regla que nos habíamos impuesto al empezar nuestro nuevo camino la decidimos romper al día siguiente que lo habíamos emprendido: Fuimos a la fiesta.

Mitú era todo lo que había dicho El Pinky que era. La experiencia de conexión con mi cuerpo manejado directamente por la percusión de Franklin, mientras mi mente se sometía a los sintetizadores análogos de Julián y mi espíritu volaba en el mundo de sus colegas.

Para mí, la música había cambiado para siempre ese día.

Una parte de mi cerebro, que hasta ese día había estado desconectada, ahora utilizaba un enchufe de 220. Estábamos cerca al parque de la 93 y llegamos a donde Moni – en la 67 con Séptima- como si el camino le aplicaran las leyes temporales de la habitación del tiempo de Kamisama. Hablamos de la música del parche, de la vida y de cómo nos habíamos convertido en miembros de la iglesia mitusiana de los santos de los últimos días.

Mitú fue nuestra puerta de entrada. A las 6 semanas estábamos rumbiando otra vez. Fuimos con dos amigas de la universidad del Pinky a “Armando”[8] a un toque de un productor de tropical-house, que luego del ritual nos pareció poca cosa, un ruidito fresita para parcharse relajao. Las compañeras no estaban en la misma nuestra lo que no les impidió disfrutar del show. Nosotros dos estábamos en otra, no veíamos la hora de irnos a “Videoclub”, el mejor rumbiadero de electrónica de esta verga.

En esa época, no había nada en la puerta que indicara de qué tipo de establecimiento se trataba.

Abajo había un estanco en el que ponían rancheras. Alrededor señoras con chazas de dulces y hasta una panadería con arepas de huevo heterodoxas[9] atendiendo hasta la hora de cierre del lugar de ensueño.

Entramos.

Desde la calle, unas escaleras nos llevaban a un segundo piso de aspecto industrial, con un pequeño cuartico para las chaquetas, una barra, un piso de concreto pulido y música que luego sabríamos que era un señuelo puesto a los que no estaban listos para el meke. Luego, otras escaleras que se acababan en una cortina de terciopelo gruesa cuya función consistía en ser una barrera material del sonido, la entrada al nuevo mundo, nuestro nuevo mundo: El techno duro y juerte.

El piso de la terraza del sitio se me convertía en una civilización, la música lograba apagar a mi cabeza que aspiraba con adueñarse del mundo, aunque en las pausas llegaba la pensadera.

Ahora no quiero hablar de la pensadera.

Otras once semanas pasaron y probamos el amor en fórmula. No en compuestos como las veces anteriores, sino dippiada: MDMA. Droga en polvo como ese meke que desde el colegio decíamos que jamás probaríamos, que todavía es la hora y no hemos tocado.

Recuerdo que nos encontramos con un vale del Duque por casualidad, Hobeth.

Él también era abogado, trabajaba para unos manes que yo conocía, pero que no valoraba porque repetían exactamente los mismos patrones que decían subvertir. Por casi una hora hablamos mondá, olvidando la existencia de la chica con la que él estaba, que llegó a amenazarnos con su celular diciendo que se iría. Yo la miré a los ojos, como buscando en ellos lo que me había prometido “Tú viniste aquí a bailar, la rumba no es para ninguna otra cosa” y le dije “discúlpame, esto que estamos haciendo él y yo está bien peye, vamos a bailar ya”. Como si la hubiera embrujado cerró Uber, soltó su celular y fuimos a la X[10] los tres.

Adentro con la música, yo estaba solo con ella o en ella.

No recuerdo quién tocó, qué tocó, nada.

Recuerdo la sensación de plenitud que da encontrar el punto exacto en el que las ondas del sonido izquierdo y derecho llegan con la misma amplitud de onda a tu cuerpo. Recuerdo bailar sin que nadie te toque e imaginar que estás en el vacío.

O mejor, que tú y el vacío son una sola cosa.

Que ese o, más bien, eso que llamamos yo es la forma en la que la materia reflexiona sobre sí misma, empero, lo que uno es no reflexiona, existe.

En ese no tan breve momento solo era y no estaba.

Jueputa, acabo de entender porque en inglés el verbo to be es uno y en español son dos.

Esta columna la escribo, según yo, para echar el cuento del «Yeyo eléctrico», la playlist del género que me hizo amar al universo de la electrónica.

Lo que pasa es que yo no la reflexioné, la expulsé.

Salió de mí como una expresión de lo que soy, que no se limita al alma que me fue asignada en los Montes de María, sino que está integrada también por las historias que decidí vivir para contar. Hablando con el Duque pillé que mi labor creadora consiste en mucho más que poner una canción detrás de otra, se trata de una parte de mí queriendo someterse a la dialéctica del devenir.  

El género mayoritario de la playlist fue llamado jopéricamente Pitos tropicaribes por Sebastián, consiste en una mezcla de percusiones afrodescendientes con melodías electrónicas producidas con sintetizadores análogos o generadas digitalmente, creadas por músicos del sur global; valiéndose de los modos musicales utilizados en el Caribe y en los Andes. Sin embargo, las categorías estéticas utilizadas por los productores perfectamente podrían caber en cualquiera de los chorrocientosmil géneros que tiene la electrónica.

A los Tropipitícos los amo profundamente, porque siento que son como yo: triétnicos.

Justo 3 semanas antes de la casa por cárcel que purgó los pecados de la humanidad fui a un baile de monos[11] con Andrea; ella me presentó a una chica increíble. En la tarde de ese mismo día, unos wobos me habían hecho una entrevista y me trataron como hijo de menos mae, ni siquiera me brindaron agua o me mostraron su apartamento, por lo que mi seguridad estaba en el piso. Surfer, por su parte, portaba una belleza universal. Me dio un beso en el cachete cuando nos presentaron que me hizo ir a la luna, luego, me habría de enterar que es filósofa y una Dj súper makia; ese día lo único que ella sabría de mí es que valgo mondá.

Total, es que esa reencarnación de la virtud quedó siendo mi amiguita en el DM de Instagram -porque ni siquiera me gané el followback. Así, durante el confinamiento preventivo obligatorio tu m*ldit* m*dr* me pude enterar del lanzamiento de su podcast que amalgamaba las dos potencias más fuertes de su yo: la filosofía y la electrónica. El primer capítulo -que ya no pueden escuchar, porque se lo bajaron– fue una entrevista a un artista de tropipitícos que es talentoso, aunque un poco woó. El pobre fue invitado a una pelea de tigre con burro amarrao. En pocas palabras, el capítulo trataba de demostrar que mi género favorito de electrónica era neocolonial, lo cual, para el caso concreto de la música de mi compae no era un peñón en sentido estricto, pero sí para el universo del género.

Yo escuché varias veces la vainita, porque las fuentes y argumentos de Surfer eran muy sólidos, sin embargo, la conclusión le pegaba en la pechera a la gente mía y eso no lo podía permitir. Le comenté que estaba elegante, que me parecía que ella quedaba como una bárbara, mientras mi compae como un balurdo y que ajá, uno no puede cortarle la cara así a un invitado que puso su nombre y tiempo al servicio de los intereses de uno.

A ella no le gustó la vaina.

Me lo hizo saber en la forma elegante que tienen las señoras[12] de hacer saber las cosas.

Yo por mi parte sabía que lo que quería decirle no me saldría en palabras, entonces, me dispuse durante dos semanas a meditar sin hablar escuchando el sonido de los tropipitícos de fondo.

Conocí artistas de todos los orígenes sin consultar su biografía, solo sus temas, le daba me gusta al que cumplía mis estándares y seguía la trilla. Una vez tuve la cantidad suficiente de canciones como para poder descartar el 66 %, me detuve a repetir el segmento de mis me gusta de Spotify que había quedado de mi meditación y, poco a poco, fui apilando en una playlist el 33% que serviría para el wa. Luego, cuando había seleccionado los disquitos que me gustaban, procedí a repetirlos ellos solos con el propósito de determinar el orden.

Tenía claras tres cosas cuando arranqué a hacer la vainita: i) Que a eso que estaba ahí le faltaban los temas de Mitú; ii) que duraría lo que dura un DJ-set corto y; iii) que el final tendría una suave transición de salida. Esto último, porque en el Corona Sunset de Barú el pobre Pinky sintió que lo habían tirado de un tren bala en movimiento cuando se acabó el set de la pareja makia y mi misión era evitar esa sensación en mis oyentes.

Cuando hice la playlist tuve que quitar unos temas y poner otros para que se lograra percibir los tres actos que mi corazón sentía que llevaba el todo, el vacile era escuchar los finales y comienzos de las canciones para encontrar elementos amalgamadores como el tono de los pitos y los rpm de cada canción. De esa manera, el cambio entre un tema y otro sería poco perceptible, se sentiría una transición adecuada usando el Crossfade integrado a la app de Spotify, sin necesidad de usar los efectos que tienen los tornamesas.

Obviamente, la primera persona que la escuchó jue el Pinky y se quería morir. Gritamos como coletos cuando hablamos por teléfono del resultado final.

Entonces, terminado el proceso de control de calidad seguía lo más importante: mostrársela a la musa.

Luego de nuestro casual y valeverguista primer encuentro yo había parchado en dos rumbas en las que ella tocó. A una fui sólo porque la vida me pesaba y quería de verdad saber si estaba poniendo mis ojos en una humana marcada con la gracia y no me decepcioné. La otra vez fui al sitio con un amigo a quien no quería dejar solo y ella estaba en la zona dispuesta para los artistas por el establecimiento, ni siquiera nos pudimos cruzar las miradas.

Lo cierto era que ya estaba listo para enviarle a ella mi hijo.

Ya yo había hecho 2 playlist antes y estaba más o menos orgulloso de ellas. En ese orden, si mi pensamiento mágico considera que uno aprende de verdad a hacer algo la tercera vez que lo ejecuta, “El Yeyo Eléctrico” sería mi primera playlist iwepeta.

Cuando se la envié sentí que algo hizo click, de alguna manera ella estaba dando su I see you a los tropipitícos y yo era el representante del género con el que ella debía hablar.

Se me había olvidado decirles, mientras pasaba todo esto, ella le regaló al mundo un monólogo de 24 minutos sobre la dicotomía productor-Dj y en cómo ambas actividades eran de naturaleza creadora. Esa fue la última señal del destino para proceder, sus palabras me habían estimulado a expresar el impulso divino a través del regalo que preparaba para ella. Pero como siempre, la cagué y nunca más nos volvimos a ver en persona de la forma aquella o de ninguna otra. Tu vale el ponchao, sí señor.

Luego del nacimiento del “Yeyo Eléctrico” mi vínculo con la música de clubes se volvió eterno. Yo pensaba que esa relación había muerto el día que decidí no volver a consumir psicodélicos, porque los había conocido por y para la electrónica, pero esa música no es solo drogas. Este año fui a “Pa la Calle Music Fest” a escuchar tocar a CostaNoise – un dueto que produce temas de los géneros de electrónica que a Surfer le gusta pinchar. Fue en la Casa de Cooperación Española a las 7 de la noche, con niños y familias; sin rituales ni sustancias, lo que no impidió que fuera maravilloso.

Es cierto que yo llegué a la electrónica con la droga, pero puedo seguirla viviendo sin ella.


El segundo draft de esta columna fue revisado en la plenaria del “Colmillo de la Esfinge” la sociedad de escritura que tengo con mi vale José Covo. Gracias a Henrique y a Mauricio por su retroalimentación honesta. Sin las opiniones de todos esto seguiría siendo balurdo.

Aquí pueden escuchar el Yeyo Eléctrico 1.1., recibió refacciones en el camino, así que no es la versión original. https://open.spotify.com/playlist/33apZ9uHWBlaR6cpR8aLyv?si=ba7ea0e6a2e24cf1

Posdata: No haré más el glosario, porque cuando escuché las palabras coletas en la calle nadie me dijo su significado en el diccionario, sino que tuve que entender por el contexto.


[1] Americana de Discos G.A. Ltda.

[2] Él estudió Comunicación Social y yo derecho.

[3] Al crecer hablábamos de política, historia, filosofía, psicoanálisis, pero solo de parche.

[4] Me refiero a las personas rubias y, en general, a los miembros del norte global, por nacimiento o filiación estética.

[5] Una cuarta parte de Éxtasis: compuesto de MDMA.

[6] ¿Eche?

[7] Consultado un médico investigador científico y a otro con experiencia tratando a adictos a las drogas manifestaron que el grado de afectación del sistema nervioso central por el consumo de psicodélicos depende de muchos factores individuales, por lo que resulta imposible afirmar que restringir el consumo de psicodélicos en lapsos predeterminados pueda ser mejor o peor para la salud. Alguien podría convertirse en un adicto en su primera experiencia o no mostrar degeneraciones neurológicas permanentes luego de varios años de consumo.  

[8] “Armando” la vacila, en diciembre de 2018 me dio mi fiesta favorita de Mitú, pero ajá, “al mejor cazador se le va la liebre”.

[9] La forma ortodoxa de preparar una arepa de huevo consiste en fritar un pequeño disco de masa de maíz hasta que se infle, luego de sacarlo, abrir una hendidura con un cuchillo en la “boca” superior e insertar el relleno, para por último volver a fritar lanzando con cuidado de que no se salga la carne y el huevo – que es echado de último para fungir como sello de la arepa. En Bogotá, se acostumbra a rellenar la arepa antes de fritar, utilizando dos discos separados, al primero se le coloca el relleno y luego se pone el otro arriba, los bordes son moldeados para sellar herméticamente, a esto lo llamo técnica heterodoxa.

[10] La decoración del Dj Booth de “Videoclub” tiene una X.

[11] Un baile se le llama a una fiesta con un gran equipo de sonido en los barrios de Cartagena y aquí sigo usando el sustantivo impropio monos como más arriba.

[12] En el significado medieval del vocablo.

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Tu vale el Yeyo es un Hablador de Mondá nacido en Cartagena, que le preocupa que la vida sea determinada por unos valores impuestos por el pasado y no por el parche. Su profesor de música del colegio estuvo nominado al Grammy y luego estudió en la escuela de Patricia Ojeda. Es autor del Podcast "El machete".

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