Luis Salazar Berrío (Pereira, 1979) es escritor, autor de la Saga detective Mario Cifuentes que tiene los títulos Pasado clandestino, que recibió Mención especial en el Concurso anual de novela «Aniversario Ciudad de Pereira» en el año 2015 y Los cadáveres del convento, autoeditados en Amazon.com. Recibió el Premio Nacional de Novela “Aniversario Ciudad de Pereira” en 2017 con la tercera obra de la saga titulada Loveland. Acaba de publicar Las órdenes tiran del gatillo, su incursión en la novela histórica alternativa, que obtuvo Mención de honor en el Concurso Anual de Novela Aniversario Ciudad de Pereira 2020.

Las órdenes tiran del gatillo es una obra que se enmarca en la ucronía. Propone una reconstrucción alternativa de la historia de Colombia basándose en eventos que si bien, nunca sucedieron, pudieron haber ocurrido.

Corre el año 2035. La Nueva Colombia es gobernada por un capitalismo de vigilancia que está en manos de dos poderosos hombres: el Caudillo, quien tomó las riendas de la nación rebautizándola quince años atrás, y el jefe del Servicio de Vigilancia Nacional, también conocido como el Ojo, el general Julio Paredes, el hombre más temido del régimen y el responsable de que toda la mentira tecnológica que controla la vida de cada uno de los ciudadanos permanezca incólume. Una humilde mujer llegará hasta la oficina del temido general Paredes solicitando saber el paradero de su hijo, desaparecido meses atrás mientras prestaba el servicio militar obligatorio en el sur del país. ¿Podrá el SVN seguir ocultando la verdad? ¿Continuarán los ciudadanos de la Nueva Colombia sumidos en la mentira fabricada por el Caudillo y su lugarteniente? Esta novela escrita en clave de thriller, presenta un país en ruinas gobernados por unos ególatras sin piedad. Un futuro que muy bien pudiera ocurrir si los actuales ciudadanos de Colombia no tienen cuidado.


Prólogo

Medellinópolis, Nueva Colombia

Septiembre de 2035

La mujer permanecía con las manos sobre el regazo y la mirada baja. En minutos estaría por fin ante el segundo hombre más poderoso del régimen luego de meses de trámites, humillaciones, de escribir cartas y mensajes a todos aquellos conocidos y amigos que podrían ayudarle a que el director del Servicio de Vigilancia Nacional (SVN) en persona le recibiera. Pero, contrario a lo que había pensado, había recreado por cerca de cuatro meses el encuentro con el poderoso hombre y memorizado cada una de las palabras que le diría, cuidando de no sonar a reproche, ni mucho menos como una desagradecida, ahora que sentía el aroma a lejía de la habitación, y que había visto de soslayo, nunca demostrando interés o enfocándose en los detalles, lo sabía muy bien, lo austero de la oficina del hombre que tenía a su cargo el trabajo sucio de la nación, sintió que todo lo que había pasado, el sufrimiento que había padecido, las horas sin sueño y el dolor de la pérdida, no podría recuperarlos allí.

Sintió que todo había sido un error, que posiblemente su hijo llegaría a casa justo ese día y ella no estaría allí para recibirlo, que se demoraría también muchísimo en salir del complejo, tanto como había tenido que esperar para pasar los estrictos controles de seguridad que los hombres del SVN tenían en aquella mole gris y sin nombre que todos los ciudadanos del régimen temían y evitaban, ubicada en uno de los costados de la Plaza Central, justo en frente de El Palacio de la Paz.

Añoró un cigarro, pero no vio entre los austeros elementos del sólido y amplio escritorio de roble ninguno que sugiriera que el general fumara. Así, descartó de inmediato el deseo, lo había aprendido a hacer muy bien hacía casi dos décadas, y esperó con la firme convicción de que el hombre que llegaría en cualquier momento no podría ayudarla. Repasó el guion otra vez en su mente, cada línea, cada palabra, cada gesto, la manera en que movería las manos, algunos de los más cercanos colaboradores del general, como Daniel, le habían advertido que no las moviera en absoluto, mientras, otros, las versiones eran en ocasiones contradictorias e interminables, que solo demostrara su preocupación y dolor. No podría evitar las lágrimas, siempre la asaltaban cuando hablaba de él, y le suplicaría, le habían advertido que tendría que decir esa palabra una y otra vez con convicción, que le ayudara a saber del paradero de su único hijo, quien se había alistado en el Glorioso Ejército Nacional hacía medio año y del que no había recibido noticias desde entonces.

Había tenido que dejar su móvil abajo en el sótano, por donde había ingresado, ya que por la puerta principal solo lo hacían los empleados del edificio, y había gastado todos sus créditos, su precioso y juiciosamente ganado score, para poder solventar aquella entrevista. Su jefe en la fábrica, donde trabajaba desde hacía ya quince años, le había asegurado que todo le iría muy bien. ¿No era la Nueva Colombia un país pacífico y justo? ¿No había logrado el Presidente Eterno, en sus cuatro décadas de poder ininterrumpido, hacer de esa nación de campesinos e ignorantes una patria para que todos sus ciudadanos se sintieran felices y gozaran de lo mejor que la vida les podría ofrecer?

Seguro, había dicho el hombre henchido de orgullo ante la imagen del Caudillo que se alzaba en su oficina, que todo le iría bien a ella, una ciudadana ejemplar, una trabajadora modelo que cumplía siempre con las cuotas que se le exigían en la factoría y que tenía uno de los scores más fuertes de toda su comuna. ¿No seguía ella las alocuciones de su Excelencia cada noche a las siete en punto y no comentaba con profundo interés cada una de sus palabras en las redes sociales? ¿No las reproducía dos, tres y hasta cuatro veces de nuevo justo en la noche al llegar de su trabajo? ¿No tenía miles de seguidores tan entusiastas como ella del Caudillo? ¿Qué podría salir mal?

Un ruido de pasos firmes hizo eco en el pasillo desierto y la mujer ajustó lo mejor que pudo su postura, entrelazó las manos y preparó el repertorio que había aprendido de memoria. Un hombre alto pero enjuto que frisaba los setenta años apareció enfundado en un traje militar del que no pendía insignia alguna. Ella reconoció la fragancia, la misma del Caudillo, la recordaba muy bien porque él era un modelo para todos los ciudadanos quienes debían seguir el prototipo que este promulgaba, y poco antes de bajar la mirada, era muy importante que lo hiciera y esto lo sabía desde el inicio mismo de la Transformación, alcanzó a confirmar lo que todos los que habían estado en frente del general Paredes solían decir: que “Careculo”, como lo llamaban ellos, los innombrables de la nación, los enemigos de la vida que la Nueva Colombia les había proporcionado gracias al liderazgo del Caudillo, se afeitaba dos veces al día porque su tupida barba no daba tregua, como su talante al frente del todopoderoso SVN, pilar fundamental del régimen que tenía ojos y oídos en todas partes, dejando al descubierto la cicatriz que marcaba su cara y que le había costado el despreciable mote.

El general Paredes tomó asiento en silencio y puso el móvil sobre el amplio escritorio. Se repantigó en la silla y esta crujió bajo su peso mientras él sacaba algo de uno de los cajones. Era una carpeta plástica cuidadosamente ordenada pero profusamente llena, que abrió en la primera página en la que se encontraba la fotografía de un joven que vestía el uniforme militar. Entrelazó las manos a la altura de su mentón, miró con frialdad a la mujer y abrió los labios lentamente.

—¿Qué es lo que busca aquí, ciudadana? —La voz del hombre más temido del régimen era áspera, firme y demostraba premura.

—General —comenzó la mujer sin levantar la mirada, las manos entrelazadas, los dedos comenzaban a ponerse morados por la presión que estaba ejerciendo sobre ellos para evitar movimientos bruscos—, no sé nada de mi hijo desde hace seis meses. Se enlistó en las filas, pero no he recibido ni un solo mensaje en todo este tiempo. Ni un correo electrónico, ni un mensaje de texto, ni algo por las redes oficiales. No ha compartido sus banners, no hay felicitaciones, nada. Quisiera saber si usted podría brindarme alguna información —concluyó.

El general Paredes miró de soslayo el móvil al que llegaban de manera ininterrumpida mensajes todo el tiempo.

—¿Qué le hace creer que yo pueda saber algo de su hijo? —Indagó, mirando la cara ajada de la mujer en donde las lágrimas comenzaban a caer, raudas, por las mejillas.

—Es usted el hombre más poderoso después de su Excelencia —se atrevió a responder ella, aunque después de decirlo supo que sus palabras tendrían consecuencias. Algunas, incluso, que no podría prever en ese momento.

—No crea todo lo que dicen por ahí —rugió el jefe del SVN haciendo una mueca de desprecio—. Solo sé lo que tengo que saber. Y sé que el Filtro de Parentesco de su hijo no le permitiría hacer parte de las Gloriosas Fuerzas Militares. Creo que ha desperdiciado tanto el tiempo de la fábrica en donde trabaja viniendo aquí como todo su score en este trámite innecesario. Podría haber consultado a las autoridades a través de nuestros canales digitales. El gobierno siempre está atento a los requerimientos de todos sus ciudadanos —finalizó el general, haciendo hincapié en la última palabra y cerrando el archivo que aún permanecía abierto sobre su escritorio.

—General —apuró la mujer, presa del dolor, la incertidumbre y el sufrimiento acumulado durante las noches sin sueño del último año—. Estoy desesperada. Soy una madre que lo ha dado todo por nuestra nación, he seguido sin dilación al Caudillo. Le suplico una explicación —concluyó, ahogada en sollozos.

—Cada uno de nosotros aquí lo hemos entregado todo —corrigió a la mujer con firmeza el general Paredes—. Todos hemos hecho lo que teníamos que hacer. ¿Está usted segura que hizo lo que debía? No es usted la única madre que ha perdido a su hijo. Millones de familias han perdido a los suyos por culpa de ellos —el general bajó el tono cuando usó esa expresión— ¡Millones! Nuestra paz y prosperidad tienen un precio y debemos pagarlo. No se crea especial, en la Nueva Colombia, todos somos iguales —concluyó, poniéndose de pie, dando por terminada la conversación.

La mujer imitó al hombre. Pensó que aquella entrevista había sido un error. Los contactos, las personas, los permisos, todo el score que había gastado para llegar hasta allí e irse sin una respuesta habían sido un desperdicio. Antes de dar la vuelta y salir de la habitación, levantó el rostro y clavó la mirada en los ojos del hombre más odiado del régimen.

—Parece que usted no hubiera tenido madre —rugió, y sus palabras se expandieron como ecos por todo el pasillo que aún continuaba desierto.

Era verdad. Si ella hubiese sabido la historia de vida del general Paredes, el hombre tras el poder en toda la Nueva Colombia, no habría apelado a sus sentimientos. Pero eso no podría saberlo, ni lo sabría porque ahora las cosas estaban peores que cuando había decidido saber por todos los medios qué le había pasado a su hijo y venir ante el jefe del SVN. Todo estaba peor por la torpeza que había cometido al buscar al verdadero padre de su hijo. Y aquella tarde de mediados de septiembre al recibir el móvil de manos del guardia y al salir de nuevo a la calle, con la mole gris del edificio a su espalda, recordó aquellas palabras pronunciadas más de quince años atrás y descubrió, con arrepentimiento, que eran verdad. «El régimen alienta lo peor de cada uno de los ciudadanos». ¿Cómo podría haberlo sabido entonces? Lo intuía, pero ella, como millones en medio de la conmoción provocada por la pandemia, había permitido que se estableciera un nuevo sistema de gobierno.

Un viento frío sacudió la calle sin transeúntes. Ella intentó cubrirse con el abrigo mientras recuperaba el aliento pero de inmediato todo se convirtió en oscuridad. «¿Cómo había sido tan tonta y esperar que podría escapar del régimen?», fue lo último que pensó porque una fuerte explosión lo absorbió todo.

Portada de Las órdenes tiran del gatillo

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