Hace 40 años (26 de mayo de 1976) falleció Martín Heidegger, considerado con sobradas razones el más grande filósofo de los tiempos modernos. Uno de los episodios más polémicos y oscuros de su existencia fue su fugaz militancia, (1933-1934) en el nacionalsocialismo.
Me referiré a Heidegger movido por lo que creo y siento sobre su militancia en el nacionalsocialismo en relación con la Shoah judía. Pienso a Heidegger como el más grande filósofo del siglo XX, me estremece la densidad de su discurso; tanto la poesía que habita su ‘pensar meditante, o meditativo’, como el logos que yace en el ‘decir poetizante’. Es un verdadero filósofo poeta y viceversa. Difícilmente se encuentra en la historia de la filosofía una inteligencia más deslumbrante. No existen muchas palabras que puedan cubrir su grandeza. Por lo anterior es que mi desconcierto es mayúsculo. Sé que nunca llegaré a una conclusión satisfactoria sobre la prácticamente inexplicable vinculación del filósofo al nacionalsocialismo y su mutismo ante la Solución Final. Jamás condenó, ni in situ, ni en tiempo histórico/real, ni posteriormente, las vox pópuli masacres de judíos cometidas por las SS en toda Europa. Los niveles de barbarie de esta carnicería fueron ‘innombrables’. El calificativo lo utilizó Churchill… Claro, para nunca nombrarla. Jamás lo hizo. Tampoco Roosvelt, ni Truman, ni de Gaulle, ni Stalin. Incluso, se ha comprobado que fueron cómplices y favorecedores de la aniquilación. Por ejemplo, Churchill decía que no podían salvar a los judíos a menos que los aliados ganaran la guerra. Preguntado sobre si tan siquiera lo habían intentado, no respondió. Que políticos como esos actúen así no es de extrañar. Que lo haga la más lúcida inteligencia del pensamiento contemporáneo es desconcertante. En verdad, toda una aberración. Su alusión más directa acerca del asunto es realmente grotesca: comparó la función de los hornos crematorios con la tecnificación y el desarrollo agrícola. Estas fueron sus terroríficas palabras, en una de sus Conferencias de Bremen (1949), titulada El dis-positivo: La agricultura es hoy una industria de la alimentación motorizada, en su esencia es la misma cosa que la fabricación de cadáveres en las cámaras de gas y en los campos de exterminio, la misma cosa que el bloqueo y la reducción del país al hambre, la misma cosa que la fabricación de las bombas de hidrógeno. (Tomado de Emmanuel Faye: Heidegger. La introducción del nazismo en la filosofía). Sin embargo, ¿por qué no considerar razonables sus actitudes y discursos? Tal vez llegó a la conclusión (¿justificada?) de que el mundo era rabiosamente antisemita de vez en cuando. Siendo una constante histórica de la humanidad a él simplemente le habría tocado vivir uno de aquellos momentos. Es más, Europa siempre ha sido antisemita. Si casi nada dijo es obvio que nunca hiciera algo. Lo que dicen que hizo es nimio en comparación con lo que hubiera podido hacer. No sé si se deba considerar una gran cosa el que no hubiera permitido declaraciones antisemitas, que no se quemaran las obras de los “artistas degenerados” (Kafka, uno de ellos según Goebbles), o que se sacara de la biblioteca a los autores judíos; todo eso en la Universidad de Friburgo durante su rectorado. A contrapelo con lo anterior, sí puede tomarse como una ‘gran cosa’ el que ni siquiera parpadeara cuando, en 1933, amigos y colegas (Elisabeth Blochmann, Karl Löwith y Hannah Arendt; los dos últimos habían sido brillantes alumnos suyos) fueron despedidos por su condición étnica. Incluso el mismo Jaspers por estar casado con una judía. No debe olvidarse que todo parece indicar que para esa época ya había iniciado con su ex-discípula (judía), Hannah Arendt, una relación amorosa que se prolongaría por tres años; al principio con la resistencia y después con la tolerancia cómplice de Elfride, la esposa antisemita. A lo anterior agréguese el que varios discursos suyos dirigidos a los estudiantes durante el rectorado, finalizaran con los “clásicos” Sieg Heil, o Heil Hitler; consignas que bien pueden considerarse (apelando a expresiones de su existenciario), “habladurías” en el contexto de su defensa del “uno” nacionalsocialista. Qué decir de la simpática anécdota contada por Rüdiger Safranski en la biografía que escribió sobre nuestro personaje (Un maestro de Alemania). Dice Safranski que en mayo de 1933, durante el último encuentro ocurrido entre Jaspers y el autor de Ser y Tiempo, el primero preguntó: “¿Cómo puede ser gobernada Alemania por un hombre de tan poca formación como Hitler?” A lo que Heidegger respondió: “¡La formación es indiferente por completo…, mire usted solamente sus preciosas manos!” ¿Acaso consideraba a Hitler una buena persona? La respuesta a esa pregunta nunca se sabrá, a menos que la deduzcamos afirmativa con base en el relato de Safranski, y por la mencionada imposición a sus estudiantes de repetir tres veces “Heil Hitler” y “Sieg Heil” cuando él terminaba de hablarles siendo rector de la Universidad de Friburgo. No es de extrañar que solo el Heidegger tardío ahondara en una ética. Como puede verse por lo dicho, la suya fue más empírica que normativa. O, jugando un poco con el lenguaje como él lo hiciera, una amoralidad ontológica siempre siendo. Todo lo que dijo sobre el ‘uno’, el lenguaje esencial y las ‘habladurías’, sobre el ‘sí mismo’ y el ‘sí propio’, sobre el Seyn, el Dasein… y pare de contar, se vuelve contra él como un bumerang estructural. ¿Acaso la reciente publicación de Cuadernos negros (escritos del periodo comprendido entre 1931 y 1938, traducción castellana en Editorial Trotta) esclarezca y justifique por fin, como afirman sus defensores, la naturaleza e intimidades de su militancia? Mientras eso no ocurra tal vez el mejor rasero para valorarlo sea aplicarle aquello de por sus actos los conoceréis. Sin embargo, sigámosle el juego con una pregunta fuerte a su favor, que puede formularse, adaptando la sentencia ‘ponerse en los zapatos del otro’. Es esta: ¿cómo hubiera reaccionado cualquiera siendo alemán y viviendo en Alemania entre 1930 y 1945? La interrogación debe asumirse como un ejercicio en el nivel del ‘pensar meditativo’ inscrito en el Dasein histórico de la Alemania totalitaria del siglo pasado. Con todos los insumos contextuales incluibles e implicados: la capacidad seductora, (a pesar de lo descabelladas), de las ideas y la parafernalia de la estructura del nazismo, su fuerza hipnótica. Un sofisticado ejemplo en el plano de lo subliminal es la degradación racista de las teorías milenarias de los arios sobre la importancia y necesidad de los sacrificios (holocaustos). Holocaustos era lo que ofrecían a sus deidades los primitivos griegos, judíos, arios, y sus descendientes indoeuropeos. Los nazis se consideraban la moderna raza aria, y como tal tenían que organizar holocaustos. Quienes estén mínimamente familiarizados con los ritos de los arios primitivos, con sus exigencias y minuciosa ejecución ceremonial, no pueden menos que sorprenderse por la inocultable semejanza existente entre aquellos y la impecablemente planificada y mejor ejecutada maquinaria de la industria de exterminio montada por los nazis. Si un ignorante como Hitler tuvo información detallada sobre esos mitos, con mayor razón debió poseerla un intelectual de la talla de Heidegger. Los hornos crematorios, las cámaras de gas fueron las piras sacrificiales tecnificadas de La época de la imagen del mundo (título de la conferencia en la cual el “ontólogo” que decía ser, analiza, entre otros tópicos, la tecnología). Se llegó al extremo de llevar una estadística criminal del genocidio: clasificación de cabellos, dientes, prótesis, huesos, ropa; eficacia (por su capacidad) de hornos crematorios, de camiones y cámaras de gas… Todo documentado muy germanamente, y en cada caso, el destino final del insumo, por su utilidad, uso industrial… ¡o doméstico! A diferencia de holocausto, la palabra catástrofe (Shoah en hebreo), carece de sentido religioso. La gramática pervirtió Shoah convirtiéndola en esa aberración semántica que es la expresión Holocausto, cuyo contenido es religioso. Por eso el alto mando aliado nunca la consideró asunto militar y pudiendo, no hicieron nada por detenerla. Una fórmula discursiva (el Dasein histórico en el nivel del lenguaje) cambió la historia. Recuérdese la negativa aliada a bombardear Auschwitz, algo que incluso los mismos concentrados pedían a gritos, o darle a los “campos de exterminio” la prioridad que debieron tener; si no militar según el alto mando, al menos humanitaria. Heidegger siempre estuvo informado de todo lo que sucedía, pero nunca dejó de ser lo que siempre fue: un teólogo; en su caso, al servicio de la religión nazi. Tal vez cuando se autodefinió quiso decir que era teólogo y no ‘ontólogo’. Es más, en algún momento reconoció ser un “teólogo cristiano”. (Carta a Karl Löwith, 1921). Si los alemanes hubieran ganado la guerra, hoy, setenta y un años después, más del ochenta por ciento de las razas diferentes a la “aria” estarían aniquiladas o a punto de serlo. Los cinco continentes se encontrarían habitados por “bestias rubias” viviendo en una utopía hecha realidad: la que mostraban las películas de Leni Riefenstahl, y la propaganda. Saludables, rozagantes y hermosas muchachas y muchachos de cabellos dorados y ojos claros: azules o verdes, haciendo ejercicios a campo abierto con ‘hula-hulas’; sonrientes, radiantes de felicidad, con el sol resplandeciendo solo para ellos. Como lo dicen las canciones populares y la poesía alemanas. Pero, cómo responder la pregunta, ¿qué hubiera ocurrido de haber vivido la hegemonía hitleriana? ¿Haber muerto como consecuencia de cualquier reacción contraria a su ideario? O por el contrario, ¿ser en la actualidad un venerable y vigoroso anciano de piel blanca, cabello rubio y ojos azules, retirado en una acogedora villa… o casa… o apartamento, gozando de una pensión después de toda una vida sirviendo al glorioso Partido Nacionalsocialista? ¿Cómo militar? ¿Cómo burócrata? ¿Cómo operario de máquinas de la muerte en ultramodernos campos de exterminio? La industria del crimen, perfeccionada con los avances de la cibernética, sería quirúrgicamente impecable, sofisticada y eficaz. Se habría llegado al nivel en que la tecnociencia dispusiera de la capacidad para desintegrar comunidades enteras sin que llegaran a ser incómodos y putrefactos amontonamientos de cadáveres; sin los rudimentarios hornos crematorios ni las artesanales cámaras de gas, sino con el uso de la desintegración atómica controlada, o del rayo láser, que permitirían eliminar naciones enteras en poco tiempo sin dejar rastros. Como lo soñara Hitler. Se viviría tranquilo, sin culpas, convencido de la justeza y la necesidad de ‘la solución final’, (una simple gota de agua en el mar infinito de ‘realización del Seyn’), extendida a americanos, indios, japoneses, africanos… ¿Y Heidegger? Sería el profeta de la milenaria era del Reich/Seyn “ario” sobre la tierra, y tal vez habría íconos e imágenes suyas y de Hitler en las catedrales del nuevo ucase religioso.