La mancha griega contamina y marca la vida y la cultura como un tatuaje. Bastan algunos ejemplos para dar cuenta de esa insoslayable situación. Antes de formular las herejías que se me ocurren muevo mi criba para colocar a un lado de mis atrevimientos a los filósofos presocráticos, en especial al ‘oscuro’, así como a la incomparable tradición literaria: épica, teatro, y poesía lírica.
La idea de Grecia como la cuna del humanismo es intolerable. En Grecia se negó, cuando menos se obliteró lo humano; el hombre y su humanidad siempre fueron aplastados. En general por castigos impuestos por los dioses olímpicos y en particular por el mismo hombre sobre sus semejantes “inferiores” dentro de la escala social aristocrática. Piénsese sólo en el peso determinante del Hado. De su omnívoro dicterio panóptico no escapaban ni siquiera las divinidades; incluido Zeus. Edipo sobresale como el ‘holocausto’ perfecto. El problema aquí no radica en que los mitos revelen o engañen, porque todo mito dice la verdad (o miente) simbólicamente, aunque eso sólo se sepa después, cuando la civilización desencanta la cultura. En el contexto griego los mitos eran “oficiales”, tenía valor y poder como normas institucionales. Se puede argüir que así ocurría en todas partes; ¿quién va a negarlo? Por supuesto que la fatalidad existe, es fatal e inherente a la condición humana pero convertida en sino de imperativo cumplimiento como símbolo elaborado, implica el propósito torcido de justificar ideológica y religiosamente el dominio impuesto por las fuerzas del orden (divinidades olímpicas) sobre las fuerzas ctónicas del caos; mejor, del caosmos (la expresión es de Joyce) que insistía en revertirse personificado de muchas formas. Entre ellas la simbología de los Titanes, (con Prometeo a la cabeza), que antecedieron a los dioses olímpicos, en realidad unos advenedizos que, igual, junto a los primeros encarnaron el orgullo y la brutalidad (preceptos de la cólera del “divino” Aquiles). Más como quedó dicho, igual sucedía en otras culturas con avatares del arquetipo ‘Dios’ visibilizado a través de imágenes arquetípicas: Alá, Jehová, el dios perro, o el dios tiburón siempre que fueran generadoras de diversas formas de anti-humanismo; mono o politeísta, es lo de menos. El asunto es que a diferencia de la árabe, la judía, las orientales y pre-colombinas: fueran meso-americanas o incaicas, la única civilización que se universalizó fue la griega. En alguno de sus estudios sobre Shakespeare Harold Bloom se refirió a ciertos tópicos que he considerado atrás, como invención de lo humano para fracturar la idea canonizada hace siglos según la cual dicho imaginario es griego. No sería difícil, pero sí agotador mostrar y demostrar que tal revolución sólo empieza una vez sucumbe el mundo antiguo con el desplome del imperio romano. Hasta dichas calendas, descontando, entre otros, a colosos como Marco Aurelio y Séneca, (el filósofo, no el dramaturgo), la vida y el hombre habían sido carne de cañón para espartanos y gladiadores, y alimento para tigres y leones en espectáculos circenses. La joya de la corona la colocó el fortalecimiento del cristianismo; el de Jesús, no el constantinismo de Constantino (creador de un estado laico fundamentalista), ni el de los papas (inquisidores o no), o el de los teólogos medievales y posteriores (descontados unos pocos; Rudolf Otto, por ejemplo). De ese cristianismo total quedó la palabra no escrita de Jesús. Sólo la de los también ágrafos Sócrates y Buda, emulan la suya. Ni siquiera las intangibles ‘aladas palabras’ de Homero impactaron tanto como la voz que dijo: De cierto, de cierto os digo: el que oye mi palabra… (J. 5-24). El que habla pide escucha, no lectura. De eso se trataba porque hasta ese momento ninguna deidad, fuera egipcia, mesopotámica, o griega se había dirigido al hombre en esa forma. Cuando eso sucede se humaniza el lenguaje y la expresión dialógica ‘escucha mi palabra’ (J. 5-24) instaura un tú a tú en el cual Dios y hombre se interpelan como interlocutores válidos. Una vez familiarizados por la ’palabra’ se suscita una cercanía directa (no mediática), y tanto el convocante como el convocado humanizan su ser recíprocamente. Así brota el humanismo: con el habla de Dios que acoge la otredad humana, y al hacerlo la reconoce como digna.
Lo más humano que le debe la humanidad a Grecia es la cólera. La expresión ‘ira’ de la tradición judía (la del Dios iracundo del Antiguo Testamento) resulta igual de adecuada, pero desde el primer canto de la Ilíada la cólera marcó el capital simbólico de la humanidad por encima de las fronteras y los tiempos como el estado príncipe de la mayor irracionalidad concebible: esa ilimitada disposición para hacer daño. La arcaica heroica cólera de Aquiles es la misma fuerza oscura que dinamiza las peores guerras, depredaciones y genocidios. Desde entonces ella es la insignia emblemática de la conducta humana. Sólo el hombre puede exudar esa fragancia. Es ajena a las “especies inferiores”.
Otros matices de lo que llamo ‘la mancha griega’ son el menosprecio por la vida como simple bien vivible, sin más, sin por qué, sólo porque es, porque sucede, aunque no sea la que se soñó ni se esperaba. La aristocracia helénica y los héroes griegos preferían suicidarse si no parasitaban en lo que para ellos era la suma de todas las noblezas: la vida regalada. Por eso en Grecia el repudio de los esclavos no tenía nada que ver con su rol social, sino con que preferían vivir a toda costa, aún inmersos en la esclavitud y carecían de la gallardía y el coraje para suicidarse y escapar de su condición abyecta. Tal actitud se parece mucho a la de de ciertos nuevos ricos de los tiempos que corren con todo aquel que encaje en las categorías de “pobre”, “humilde”, “vulnerable”, y otros eufemismos a la mano que minimizan las terribles desigualdades que ellos mismos han propiciado. Es una lástima que cuando estos herederos de la tradición clásica caen en desgracia, lo cual sólo ocurre excepcionalmente, carezcan del valor de suicidarse como dignamente hacían sus predecesores. Correlatos de lo anterior, el trabajo esforzado, y valores como la esperanza y la confianza nunca fueron méritos en la “refinada” cultura griega, sino sentimientos de los simples y otros seres de condición inferior.
Cierro este componente de mis herejías diciendo que la valoración de la vida, del ser humano, y de sus labores como bienes superiores fueron parte de la cultura hebrea desde tal vez milenios antes del período oscuro de la Grecia antigua. ¿Qué impide considerar que en tal valoración incubara un proto-humanismo cuya progresión lenta pero ininterrumpida desembocó y maduró en Jesús? Lo que sí es cierto es que por aquellos tiempos los primitivos pelasgos, ancestros prehistóricos de Platón, Aristóteles, y otros ilustres representantes de las ventajas del ocio creativo esclavista aun usaban taparrabos. Es más, para entonces en Medio Oriente, China y África, ya habían florecido y desaparecido civilizaciones de las cuales han llegado hasta nosotros residuos microscópicos.
Dentro del anterior contexto merece atención particular la filosofía. A partir de Platón, claro, esta se convirtió en un camino de buenas intenciones que, como la mayoría de ellos, condujo a tragedias indescriptibles y aberrantes, fueran políticas, militares, económicas, o sociales. ¿Qué debe la humanidad a más de dos milenios de platonismo reciclado? Ruinas y miserias. La última de ellas es el apocalíptico trastorno causado por la degradación irreversible del medio ambiente cuyo origen se encuentra en esa fase del desarrollo de la metafísica que habiendo separado sujeto y objeto, alcanza su más reciente punto de inflexión en el dominio de la técnica sobre la vida, con las letales consecuencias hoy a la vista de todos. Ese fue el gran aporte de Platón al “progreso” de la humanidad; gracias a él estamos donde estamos y nos dirigimos hacia el despeñadero que nos aguarda. ¿Un mundo inteligible levantado sobre los escombros del mundo sensible? Sería un mundo inteligible doblemente especular por cuanto encarna en los virtuales artificios ilusionistas de la cibernética Inteligencia Artificial contra la cual ya se han levantado alertas tempranas por parte de gobiernos, científicos, y hasta del mismo papa. ¿Un paso adelante hacia El mejor de los mundos posibles de Leibniz, ese platónico refinado y exquisito? Con Platón se inicia la tiranía intelectual de la que hicieron parte una interminable lista de fracasados: Santo Tomás, Descartes, Hegel, Kant, entre muchos. La mejor muestra del fracaso de sus ideas y teorías está en la historia transcurrida, vivida bajo su égida de prestidigitadores: una cadena de horrores en fase terminal en esta época que Heidegger, con una expresión aguda e inteligente como todo lo suyo, denomina época de la imagen del mundo (1), a la cual se arriba después de siglos de diligente construcción por parte de reyes, políticos, y científicos. El imperio de esa tradición milenaria de la que no se salva nada no hubiera ocurrido de no mediar las toneladas de estudios que dieron cuenta del genio griego ataviándolo con el peplo que universalizó sus falacias como el hito cumbre en el largo camino que conducía a la realización del Espíritu. Ese que Hegel vio desde la ventana de su habitación berlinesa, a caballo, en la apocada figura de Napoleón Bonaparte. He visto al Espíritu, dicen que dijo. Bastante esmirriado, hubiera sido una buena respuesta. Lo mismo habría dicho tratándose de Hitler o Stalin, encarnaciones modélicas de su tátara-abuelo ontológico el Demiurgo, advenido en Espíritu mediático en la fase terminal de su fenomenología, presto a instalarse en el triclinio de esa singular nueva Edad de oro: la distopía glacial e inerte de un apocalipsis sin caballos, jinetes, ni Armagedón llamada fin de la historia. No es el futuro, está sucediendo, y para evitar que alguien diga que soy un fatalista, invito a Heidegger a colocar las palabras finales de mis herejías: ningún individuo, ningún grupo humano o comisión, aunque sea de eminentes hombres de estado, investigadores y técnicos, ninguna conferencia de directivos de la economía y la industria puede ni frenar ni encauzar el proceso histórico de la era atómica. Ninguna organización exclusivamente humana es capaz de hacerse con el dominio de la época. (2). Eso lo dijo ¡en 1955!, en su natal Messkirch durante la conmemoración del 175 aniversario del nacimiento del compositor Conradin Kreutzer. Yo sólo quiero agregar que basta con cambiar las palabras ‘era atómica’ por Inteligencia Artificial…
(1) Heidegger, Martín. La pregunta por la técnica. (En Artículos y conferencias. 2001). Ediciones del Serbal Barcelona.
(2) Heidegger Martín. Serenidad. 2002. Ediciones del Serbal. Barcelona.