Un viaje épico hacia el corazón de un país paranoico dominado por las pastillas y las conspiraciones que parece haber perdido su propia alma. Todas las mañanas, Kris Pulaski se despierta en medio de un infierno. En los 90, era la guitarrista solista de Dürt Würk, un grupo de heavy metal que rozó el éxito con los dedos hasta que el cantante principal, Terry Hunt, emprendió una carrera en solitario que lo lanzó al estrellato y dejó que sus compañeros se pudrieran en la irrelevancia.
Ahora Kris trabaja como gerente nocturna del Best Western; está agotada, arruinada y deprimida. Sin embargo, un día todo cambia: un sobrecogedor acto violento pone su vida patas arriba, y comienza a sospechar que Terry no solo saboteó la banda. Kris se lanza a la carretera con la esperanza de reunir a Dürt Würk y enfrentarse al hombre que le arruinó la vida. Su viaje la llevará desde el cinturón industrial de Pensilvania hasta un satánico festival de música, pasando por un centro de rehabilitación para celebridades.
Vendimos nuestras almas es una furiosa power ballad sobre la importancia de no tirar nunca la toalla, un viaje épico hacia el corazón de un país paranoico dominado por las pastillas y las conspiraciones que parece haber perdido su propia alma.
Grady Hendrix se ha convertido en un ídolo de masas, una estrella de rock de la literatura de género que consigue conectar con el público a través del terror, el humor, la cultura pop y la crítica social.
En El Laberinto del Minotauro compartimos las primeras páginas de Vendimos nuestras almas (Ediciones Minotauro), de Grady Hendrix.
True as Steel1
Kris estaba sentada en el sótano, encorvada sobre la guitarra e intentando tocar el principio del «Iron Man» de Black Sabbath. Su madre la había apuntado a clases de guitarra con un chaval que trabajaba con su padre en la fábrica, pero tras seis semanas tocando «Estrellita dónde estás» en una acústica del JCPenney, Kris no sentía más que ganas de gritar. Por eso se escondió en el parque cuando en teoría debería haber estado en casa del señor McNutt, se había guardado el pago de 50 $ por las dos clases que se había saltado y, junto con todos sus ahorros, se había comprado por 160 $ una Fender Musicmaster rayada a más no poder y un amplificador Radio Shack cochambroso en una tienda de segunda mano. Luego le dijo a su madre que McNutt había intentado espiarla mientras orinaba, y de ahí que ahora, en vez de ir a clase, Kris se acurrucara en aquel sótano helado sin que le salieran los acordes de quintas.
Tenía las muñecas huesudas y frágiles. Las cuerdas de mi, si y sol le rasgaban las puntas de los dedos. Notaba las costillas doloridas allí donde apoyaba la Musicmaster. Cerró la mano como una garra en torno al mástil de la guitarra y presionó con el dolorido índice el la, con el corazón el re y con el anular el sol, rasgueó las cuerdas con la púa y, de repente, de su amplificador surgió el mismo sonido que había surgido del amplificador de Tony Iommi. El mismo acorde que 100 000 personas oyeron en Filadelfia sonó allí con ella, en su sótano.
Volvió a tocar el acorde. Era lo único que relucía en aquel sórdido sótano con su única bombilla de cuarenta vatios y ventanas mugrientas. Si Kris podía tocar suficientes acordes sin parar y en el orden correcto, podría aislarse de todo lo demás, de la nieve sucia que no se derretía jamás, de los armarios llenos de ropa de segunda mano, de las aulas sobrecalentadas del instituto Independence, del tostón de clases sobre el Congreso Continental, del comportamiento adecuado de una dama y los peligros de juntarse con malas influencias, y de cómo despejar la y de la ecuación, y de cuál es la tercera persona del plural del verbo chanter y qué simboliza el guante de béisbol de Holden Cauldield, qué simboliza la ballena, qué simboliza la luz verde y qué simboliza absolutamente todo lo que hay en el mundo, porque por lo visto nada es lo que parece y todo es un engaño.
Era demasiado difícil. Contar los trastes, aprenderse el orden de las cuerdas, tratar de recordar qué dedos iban en qué cuerdas y en qué orden, mirar de la libreta al diapasón y a su mano… Tardaba una hora en tocar un acorde. Joan Jett no se miraba los dedos ni una sola vez cuando tocaba «Do You Wanna Touch Me». Tony Iommi sí se miraba las manos, pero las movía tan rápido que parecían líquidas, nada que ver con los movimientos torpes y artríticos de Kris. Le picaba la piel, notaba un hormigueo en la cara y sentía el impulso de destrozar la guitarra contra el suelo.
En el sótano hacía un frío gélido. Veía cómo se le condensaba el aliento. Tenía las manos entumecidas en forma de garras. El helor subía del suelo de cemento y le convertía la sangre de los pies en aguanieve. Tenía las lumbares rellenas de arena.
No era capaz de hacerlo.
El agua borboteaba con fuerza por las cañerías mientras su madre fregaba los platos en el piso de arriba, al mismo tiempo que la voz de su padre atravesaba los tablones del suelo recitando una lista interminable de quejas. Unos descontrolados golpes amortiguados hacían caer el polvo del techo mientras sus hermanos rodaban por el sofá, atizándose para ver quién decidía qué poner en el televisor. Desde la cocina, su padre gritó:
—¡Como vaya, me vais a oír!
La casa era una enorme montaña negra que oprimía a Kris y la amenazaba con arrastrarla bajo tierra.
Kris colocó los dedos en el segundo traste, rasgueó las cuerdas y, cuando todavía vibraban y antes siquiera de poder pensárselo, deslizó la mano hacia el quinto traste, rozó las cuerdas dos veces y, al instante, volvió a deslizarla hacia el séptimo traste y tras rasguearlas dos veces, sin detenerse aunque le dolía la muñeca, la arrastró hacia el décimo, y luego hacia el duodécimo, apresurándose para seguir el ritmo del riff que tantas veces había oído en su cabeza, el riff que había oído sin descanso en el segundo disco de Sabbath, el riff que reproducía mentalmente cuando se dirigía hacia la casa de McNutt, sentada en la clase de álgebra o tumbada en la cama por la noche. El riff que decía que todos la subestimaban, que no sabían lo que tenía dentro y que ignoraban que podía destruirlos a todos.
Y de repente, por unos instantes, «Iron Man» inundó el sótano. La tocó para una audiencia inexistente, pero sonó igual que en el disco. La música resonaba en cada átomo de su ser. Podrías haberla abierto en canal, examinarla bajo el microscopio y Kris Pulaski habría sido «Iron Man» hasta la médula.
La muñeca izquierda le palpitaba de dolor, tenía los dedos en carne viva, la espalda dolorida y las puntas del pelo congeladas, y su madre no sonreía jamás, y su padre registraba su habitación una vez por semana, y su hermano mayor decía que iba a dejar la universidad para enrolarse en el ejército, y su hermano pequeño le robaba la ropa interior cuando no cerraba la puerta de su habitación, y aquello era demasiado difícil y todo el mundo se reiría de ella.
Pero era capaz de hacerlo.
34 AÑOS MÁS TARDE
OYENTE: …sois parte del problema, no de la solución.
KEITH: Hablas como un hippie, pringado.
OYENTE: Yo digo lo que veo. Estáis atontados. Vuestros dueños tejanos os dicen qué tocar. ¿Por qué no ponéis música de verdad que hable de lo que está pasando en el mundo?
CARLOS: Nos flipa lo que ponemos, pringado. Si a ti no te mola, ponte la radio por satélite.
OYENTE: ¿A que no os atrevéis a poner a Nervosa, o Sepultura, o Torture Squad? Estáis demasiado [censurado] como para poner a Rage Against the Machine.
CARLOS: ¿Qué tiempo hace en el sótano de tu madre, metalero?
—96.1 ZZO, «Las mañanas de Keith y Carlos»
10 de mayo de 2019
Welcome to Hell2
Kris estaba detrás del mostrador de recepción del Best Western, junto a la autopista US-22, con unos pantalones azul marino y un chaleco, observando al tipo desnudo que había entrado por las puertas correderas y cuyo miembro se mecía a un lado y a otro. Aunque llevara una funda de almohada en la cabeza, Kris sabía perfectamente quién era.
—Señor Morrell —dijo—. Vamos a tener que cobrarle por haberle hecho agujeros a esa funda de almohada.
—Que te follen, zorra.
—Bueno, voy a llamar a la policía.
Levantó el teléfono.
—No soy Josh Morrell —dijo Josh Morrell.
Kris marcó el número de la comisaría de memoria. Josh Morrell se inclinó por encima del mostrador, le dio un manotazo al conmutador y desconectó la llamada. Fue entonces cuando Kris cayó en la cuenta de que eran las tres de la madrugada y que ella era la única trabajadora en mitad de un hotel semivacío en el centro de un aparcamiento apenas ocupado con un hombre desnudo que llevaba una funda de almohada en la cabeza. Si no hubiera sido una mujer, hasta le habría hecho gracia.
—Tenemos cámaras grabando la zona de la recepción, señor Morrell —lo amenazó Kris, y notó cómo la voz se le iba debilitando por mucho que intentara hablar con firmeza.
—No soy Josh Morrell —repitió Josh Morrell.
Estaba tan cerca de él que a Kris le llegaba un aroma a Old Spice y a cerveza ligera. Veía cómo le brillaban los ojos a través de los agujeros que había cortado en la funda de almohada. Distinguía cómo se hundía e inflaba a demasiada velocidad la tela que le cubría la boca. Kris sabía que cualquier movimiento que hiciera podía ser peligroso, así que se quedó inmóvil.
Josh Morrell reculó varios pasos y comenzó a expulsar un chorro enorme de orina, sacudiendo las caderas a un lado y a otro para asegurarse de que rociaba todo el mostrador de recepción. El hedor a amoníaco reptó hasta los orificios nasales de Kris. El chorro repiqueteaba con ruidos sordos sobre la madera y agudos sobre las baldosas.
Hubo un tiempo en que Kris Pulaski se pateaba lugares enteros hasta dominarlos. Hubo un tiempo en que entraba en edificios extraños de estados lejanos donde las únicas personas que conocían su nombre eran las que la acompañaban sobre el escenario. Se había plantado frente a una muchedumbre que la detestaba en Eugene, Bangor, Marietta y Buckhannon, y había afinado con calma la guitarra delante de aquellos borrachos descontrolados que le dejaban agujeros de bala en la furgoneta y deslizaban notas debajo de los limpiaparabrisas que rezaban «Las maricas metaleras tienen sida», que una vez le arrojaron un pañal lleno de mierda al escenario, que empezaban peleas porque querían apalizar sin misericordia a cualquiera que viniera desde más de ochenta kilómetros a la redonda.
Kris se plantaba frente a aquellos catetos bizcos y cortos por cuyas venas fluía Blatz y Keystone en vez de sangre, que hedían a Schaefer y Natty Boh, y a Lone Star, y a Iron City, y esperaba tranquilamente a que empezara la percusión antes de rasguear con desgana en el compás de entrada y construir poco a poco el primer riff, y luego el bajo entraba suave detrás de ella, y la otra guitarra la siguía antes de romper de improviso a completar sus ritmos con violentos arpegios, y en los primeros redobles retumbantes de bombo y toms ya se los habían metido en el bolsillo, arrasando la sala sin piedad, azotando a los barbudos con un muro de sonido hasta que empezaban a asentir con la cabeza, a mover los hombros, a subir y bajar las barbillas contra su voluntad, hasta que el que controlaba menos los impulsos o tenía más que demostrar apartaba de un empujón a la persona que tenía delante y la pista empezaba a bullir frente al escenario.
Los thrasheros agresivamente despreocupados con sus camisetas negras de manga larga y largas melenas negras, los viejos metaleros con sus barbas y chalecos de parches, los culpables de tiroteos escolares, blancos como la leche, con las muñecas huesudas rodeadas por pulseras que los identificaban como menores de edad… Kris había convertido a los que la odiaban en bailarines, a los matones en admiradores, a los espectadores molestos en fanes. Un vegano abstemio le había dado un puñetazo en la boca, ni siquiera recordaba la cantidad de jóvenes que le habían besado las Doc Martens y había acabado inconsciente después de comerse la bota de un tipo que había conseguido saltar hacia el público desde el escenario en el Wally’s. Se las había apañado para que en el palco del Rumblestiltskins botaran como un trampolín, con los chavales enzarzados en un pogo que hacía que llovieran copos de pintura como si de granizo se tratara.
Ahora observaba cómo Josh Morrell se meaba en el suelo del Best Western a las tres de la madrugada, y le daba demasiado miedo reaccionar. Cuando terminó, se sacudió las últimas gotas del miembro flácido, se volvió, dejó escapar un descomunal pedo húmedo y se marchó por las puertas automáticas.
Por inercia, y antes de poder evitarlo, Kris le gritó:
—Disfrute de su estancia. Luego esperó a que dejaran de temblarle las manos, levantó el teléfono y llamó a la policía.
Media hora más tarde, se presentó allí su hermano. Lo dejó entrar en el vestíbulo y se paró en seco frente al charco de orina sobre las baldosas de terracota.
—Hostia, Kris, qué asco. ¿Ni siquiera te has dignado a limpiar?
—Está en la habitación 211 —respondió Kris.
—Estará borracho —dijo Little Charles.
—Tengo que servir el desayuno de aquí a dos horas —dijo Kris—.
Todo tiene que oler a pino fresco antes de que la gente empiece a comerse sus bollitos.
—No voy a rellenar un informe de incidencia.
—Me ha meado encima —replicó Kris—. Ahí tienes las pruebas. Te puedo enseñar las imágenes de la cámara de seguridad.
Little Charles ya no se enfadaba con Kris, sino que se limitaba a ignorarla.
—Te noto agobiada —dijo—. ¿Ya haces lo de la vela y la flor que te enseñó el doctor Murchison? Huele la flor, sopla la vela. ¿Quieres que lo hagamos juntos?
—No estoy agobiada —respondió Kris—. Estoy cabreada.
—Te veo mucha tensión en la mandíbula y el pecho.
—Mira, yo hago lo de la velita y la flor si te encargas de ese hombre por mí. Bajará y volverá a hacer lo mismo en cuanto te vayas.
—No te preocupes, Kris —dijo Little Charles con el mismo tono de voz al que recurría siempre que una mujer estaba disgustada—. Yo me encargo. Tú espérame aquí y limpia esto. Todo saldrá bien. Voy a hablar con el susodicho.
Una vez, en Wichita, el propietario de un local se negó a pagarle a la banda su parte de las entradas. Le dijo a Kris que, si tanto quería los 200 $, le chupara la polla. Cuando se dio media vuelta, ella se inclinó por encima de la barra, levantó la caja registradora entera y echó a correr. Scottie ya había arrancado la furgoneta y salieron pitando del aparcamiento y levantando gravilla como en El sheriff chiflado.
Ahora, veintidós años más tarde, se limitó a decir:
—Gracias, Little Charles.
Las puertas giratorias lo expulsaron al exterior y Kris lo vio andando por la acera en dirección a las habitaciones de los huéspedes, e inhaló la flor y sopló la vela cinco veces, pero no le funcionó porque la flor olía a meado de Josh Morrell.
Durante once años, Kris habría podido ir a cualquier parte del mundo con solo levantar el teléfono. Podía llamar en frío a las salas, enviar demos, cambiarse el sitio con Corpse Orgy y Mjölnir y mandar cartas a los chavales que organizaban los conciertos. Luego se montaban en la furgoneta con su altillo secreto para los micros y su regla de «Nada de pegatinas del grupo» después de que se la hubieran reventado cuatro veces y recorrían los Estados Unidos de concierto en concierto.
Kris había sobrevivido a mil trescientos veintiséis bolos, y de todos y cada uno de ellos había salido con pitidos en los oídos, los antebrazos doloridos, el pelo chorreando y sangre seca debajo de las uñas. Había tocado para ochocientas personas, y había tocado en bares en los que conocía el nombre de toda la audiencia. Había tocado varias veces para cinco mil personas que estaban allí para ver a Slayer.
Había sobrevivido a los conciertos humillantes, a los conciertos como favor, a los conciertos del «que os den por culo», a los conciertos en los que te dejabas llevar por la situación, a los conciertos interminables en el que después de una canción tocabas otra y otra, a los conciertos que terminaban en once minutos porque había demasiados grupos en el programa, a los conciertos que se salían de madre, a los conciertos con las salas vacías, a los conciertos donde a nadie le importaba una mierda el grupo porque estaban allí por la cerveza y a los conciertos alucinantes cuyo único cierre posible era quemar la sala, tipo funeral vikingo, cuando terminaran. Había tocado en conciertos en los que no había ninguna diferencia entre el escenario y el público, con críos sentados detrás de ella, a su lado, gateando entre las cajas, derribando botellas de cerveza de los amplificadores. Había tocado desde plataformas altísimas con vistas a barricadas de acero que retenían a una multitud creciente que formaba múltiples fosos.
Ahora tenía cuarenta y siete años y las rodillas se le resentían cuando subía escaleras, y el hombro derecho no paraba de dolerle, y tenía acúfenos en el oído izquierdo, y hacía seis años que aquella recepción de hotel a medianoche se había convertido en su espacio seguro. Era allí donde el teléfono no sonaba para ofrecerle servicios de consolidación de las deudas y nadie sabía cómo se apellidaba. Era allí donde terminabas cuando nadie quería contratar a tu grupo, cuando no llegaste a firmar ese contrato gordo, cuando las ventas nunca despegaron, cuando estuviste a punto de tocar esa gran oportunidad y no llegaste por los pelos. Era el último trabajo que había podido conseguir, y solo gracias a la ayuda de Little Charles, y probablemente no hubiera otro después de ese, de modo que se dispuso a coger la fregona, llenar un cubo de agua y limpiar la orina de Josh Morrell.
Las puertas se abrieron y Little Charles entró en el vestíbulo con una mano colgada del cinturón, lleno hasta los topes. Kris metió el mocho en el cubo amarillo, tiró de la palanca que lo escurría e hizo que vomitara un agua grisácea.
—¿Has visto lo que le ha hecho a la almohada? —preguntó Kris.
—Dice que no ha sido él —respondió Little Charles.
—¿Lo has dejado allí?
—Arrestarlo no le haría ningún bien a nadie —dijo Little Charles—. Sería su palabra contra la tuya.
—Estoy limpiando sus meados ahora mismo —replicó Kris—. Es mi palabra contra la de nadie más.
—Le he dicho que si ocurría algo más y yo tenía que volver, él y yo tendríamos un problema.
—Yo ya tengo un problema —insistió Kris—. Probablemente esté vigilando el aparcamiento para volver aquí y cagarse en cuanto te vayas.
—Lo he acojonado —dijo Little Charles—. Y eso es todo lo que pienso hacer esta noche. Y punto.
Se dirigió de nuevo hacia las puertas, que se abrieron con un zumbido, y escogió ese momento dramático justo antes de salir para girarse y decir:
—He vendido la casa de mamá. Tienes que estar fuera en seis semanas.
Kris vio cómo se metía en el coche y salía del aparcamiento en dirección a la Ruta 22.
Apretó ambos puños con tanta fuerza que los tendones se le quejaron. Hundió las uñas en las palmas de las manos hasta que le sangraron. Durante once años, Kris y Dürt Würk habían luchado contra el mundo, y ella llevaba otros diez años luchando sola. Habían sobrevivido a la muerte del metal, y habían superado los años del grunge sin tan siquiera llegar a versionar «Smells Like Teen Spirit», y casi parecía que tuvieran un cierto rumbo. Pero ahora la música se había terminado, así como el dinero, y en seis semanas perdería también su casa. Aquello era lo único que le quedaba. Así que levantó la fregona goteante, la dejó caer sobre el suelo y siguió limpiando la orina de Josh Morrell.
MARK METAL: En una década, el Valle del Lehigh ha perdido un referente del rock tras otro, Croc Rock, American Music Hall, Wally’s y, el pasado domingo, se añadió una baja más a la lista, con el incendio de la Guerner’s Sporting House. Se trataba del bar con el escenario más pequeño del estado y la cerveza más caliente. Fue el lugar donde bandas locales como Dürt Würk o Powerhole hicieron sus primeros conciertos, lo que le otorgó la condición de casi legendario. El propietario, Bobby Dali, cerró el local el pasado septiembre para mejorar la acústica y los lavabos, repugnantes ambos, pero hace seis semanas se colgó, y a las tres de la madrugada de este pasado domingo, un fuego provocado por un fallo eléctrico quemó la Sporting House hasta los cimientos antes de que acudiera al lugar un único bombero…
—90.3 WXLV, «El programa de Mark Metal» 11 de diciembre de 2013
1 Warlock, 1986.
2 Venom, 1981.