Un día hubo un escritor que escribió el texto más perfecto que cualquier escritor podía imaginar… O lo empezó a escribir, varias veces… Escribió el comienzo diez, doscientas veces… Y lo volvía a comenzar… Ningún comienzo era tan perfecto como la oración que tenía en la cabeza… Que sabía que tenía, sin poder decir cuál era… Y siguió escribiendo el comienzo con innumerables esfuerzos.

            Porque ese escritor amaba tanto a la literatura que nada escrito le parecía suficiente… Se imaginaba una literatura pura, sin errores… Eso se imaginaba… e intentó durante años llevar esa imaginación al papel… sin éxito.

            Un día se dio cuenta de que buscaba el alma de la literatura, y no ninguna frase en particular… Y el alma, como todos sabemos, es invisible… Se dio cuenta de esto, y se propuso escribir un texto invisible. Sería muy corto, porque lo que no existe no necesita mucho espacio… Porque el alma existe sin existir… Existe aunque no exista, porque nunca la podemos ver… Solo sabemos que está ahí, sin poder decir dónde…

            Y ese autor escribió el siguiente texto, más perfecto que cualquier poema o cualquier imprecación religiosa que haya soñado alguna vez el más inspirado entre los hombres. Este es:

                                                                                                ”

            Es una historia perfecta, sin ser historia. Está compuesto por metáforas inmejorables, sin tener metáforas. Es literatura sin estar escrita. “Solo el alma,” (esto sí lo escribió) “Solo el alma puede tener noticia del alma de las cosas. Ni el alma es alma, porque decir alma es pensar en la idea del alma y no en el alma, ni este texto es literatura, porque la literatura es la idea de la literatura y no la literatura misma.”

            “Quien no sea capaz,” siguió, “de leer estas líneas es porque no tiene alma. Pero si las lee es porque tiene una idea de su alma. Tiene que no leerlas para leerlas, y así las lee. Los que tienen ojos para ver que vean.” Así escribió este autor, que no dejó nombre… Yo, que escribo esta crónica sobre ese invento suyo, no sé cómo se llamó. Y confieso que no puedo leer lo que escribió… Y tampoco puedo no leerlo, porque no veo nada ahí. Pero el compañero investigador que me legó el texto invisible entre sus apócrifos me legó también la confianza de que sabría qué hacer con él… Pero no, no sé qué hacer… ni qué no hacer. Escribo esta crónica y copio lo que él me dejó… Y yo lo dejo para el que tal vez sepa, en el futuro, qué hacer de esas palabras… Alguien mejor que yo, que no se deje estafar por el engaño de lo visible… Alguien que, contrario a mí, sepa lo que es el alma, y no conozca solo su idea. Yo soy muy ingenuo… Creo en la verdad y en las cosas … No tengo las herramientas para leer algo que no ha sido escrito. Que venga otro mejor que yo que sí vea lo que no hay, y que nunca nos diga lo que vio a nosotros… los groseros conocedores de lo que sí es. Así sea.

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Escritor y artista. Nació en Cartagena en 1987. Ha publicado las novelas Cómo abrí el mundo (Planeta, 2021), La oquedad de los Brocca (Caín Press, 2016) y Osamentas relampagueantes (Caín Press, 2015). A través de su escritura aborda la fragilidad de los conceptos y las fantasías con los que se negocian, entre los miembros de la especie, el problema del estar-aquí. Fue pintor antes de escribir cualquier cosa, soñador lúcido antes de empirista, y cree que el agua le entra al coco desde un adentro más interior.

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