Lo conocí cuando andaba enfermo del hígado o de la vesícula, no lo recuerdo con exactitud, pero siempre pasaba con la mano puesta sobre el lado derecho del abdomen. Se espichaba y presionaba debajo del costillar, intentando transparentar sus dedos e introducirlos, como una especie de milagro animado, en el foco del dolor. Creía que se trataba de su estómago. En realidad su abdomen le crujía igual a un acordeón, ya no podía beber como antes, y ni intentaba hacerlo. El malestar que le causaba debía ser impresionante. Sin embargo, si se tiene las cuentas claras, se rehusó a dejarlo del todo. Si ya no puedo emborracharme, decía, lo entiendo; no pienso gastar más saliva en eso, pero una que otra me tomo. Y lo hacía, poniendo su pecho a la guerra, como si esperara una clase de retribución por su valentía o estupidez que es lo mismo.

Eran los tiempos de la universidad, y bebíamos a diario, casi siempre lo que apareciera por las curvas; en los buenos casos, vino tinto o whisky. Debía rondar los 26 años. Ambos escribíamos, yo más poesía, y él narrativa; también una prosa poética que sonaba más a cortos relatos turbios, llenos de extrañas paradojas existenciales y animales curiosos. No recuerdo su apellido. Su nombre me parecía graciosísimo. Me recordaba una marca de neumáticos o un taller de repuestos para carros. Se llamaba Renan y de Renault apenas lo separan unas cuantas letras. Nunca he visto a un borracho como él. Claro que ahora mayor, casado y con niños –la escritura son ahora cartas a la familia o simples estados en Facebook–, he presenciado distintas clases de borrachos, pero Renan rayaban en lo épico. Las historias que lo involucran son bastantes, pululan por los pretiles del centro histórico como si se tratara de Moby Dick o el mismísimo Cthulhu.

Cartagena era entonces un hervidero de mala poesía, pésima en recitales cada vez más abundantes, saciados de declamaciones suntuosas, como si apretaran el culo para que su voz fuera melodiosa, soñadora y vulgarmente sensual. Los narradores de 3×1 caían en los juegos de Cortázar o simplemente García Márquez les manaba por los poros como un sudor enfermo y mezquino. En uno de estos recitales conocí a Renan. Sin embargo, lo conocí quemando su último cartucho. Digo su último cartucho porque después no lo volví a ver, sí lo mencionaba, y dediqué múltiples poemas a su nombre (creo que después de todo fue mi único amigo), a la cara angulosa y manchada de acné con la que sonreía como si se tratara de un maniático o un aturdido hasta la espina dorsal de alcohol.

El recital fue un viernes a la tarde. Tal vez porque el poeta invitado debía estar en Bogotá a las horas de la noche, y los organizadores no deseaban quedarse sin la estrella sensible y sus plegarias ancestrales. Renan y yo estábamos entumecidos como un pedazo de madera sirve para trancar la puerta. Se necesitaba gasolina, cigarrillos, y un pedazo de verdadera poesía para alejar los miedos de la sobriedad vespertina. No había mucho dinero –como siempre–, pero alcanzaba para el 1 litro de Chanceller. Un whisky hecho en Brasil por no sé qué duende escocés que se había exiliado por la década de los setentas en las selvas del Amazonas, y que ahora lo distribuía de contrabando.

Renan me acompañó al estanco de la India y adquirimos ese whisky crepuscular tan intenso como el color del ladrillo mojado. Empezamos a beber desde temprano, movilizándonos por Las Murallas hasta el Parque de la Marina donde cruzamos la carretera y nos sentamos en la costa. El mar crecía en diciembre como el corazón mismo de una inmensa fuerza misteriosa, nosotros si apenas nos dábamos cuenta de esto. Estábamos sentados uno al lado del otro en la arena caliente de la tarde. Los cangrejos entraban y salían de sus agujeros tan rápidamente que se parecían a esos juegos de feria donde golpeas en la cabeza a un topo al salir de su madriguera.

La cosa marchaba de maravilla. El Chanceller empezaba a bajar como un pétalo de girasol, y el mar se hacía más pequeño, menos peligroso a nuestra mirada empañada por sueños literarios. Renan tomó la botella y sirvió otro trago. Me observó, encendió un cigarrillo y me habló mirando el atardecer que ya iniciaba su picada de suspenso naranja.

– Lo peor es que siempre me persigue –dijo–, como una mala hora.
– ¿A qué te refieres?
– La bebida, me persigue.
– ¿Te persigue?
– Claro, mi vale; mira que no siempre ando tomando. Las personas creen que bebo a toda hora, pero no es cierto –exhaló el humo del cigarrillo–; me doy mi tiempo, ¿sabes?
– Ahora mismo estás bebiendo….
– Sí, mira, porque me invitaste –agarró el whisky y sirvió, agregando–. Salí de casa con ganas de escuchar el recital, y ya, mi vale; irme para la casa.
– Sí, pero cómo va el trago a perseguirte.
– No el trago; erda, digo las oportunidades de beber.
– ¿Te parece que es malo?
– Claro, si estás enfermo.

Esta vez fui yo el que sirvió el whisky.

– La verdad es que –dije– no puedo imaginarte sin tomar.
– ¿Crees que escribo borracho? ¡No puedo! Para escribir debo estar sobrio y sin augurios de guayabo –se quedó pensando–. No sé cómo lo hacía Hemingway ni Lowry. ¡Demonios cómo lo hacía Malcolm Lowry!
– No escribían borrachos. Se emborrachaban después de escribir.
– No importa. ¡Ya está!
– ¿Por qué es lo peor?
– Digo que es lo peor porque sabes que hay personas tomando ahora mismo mientras que otros con un dolor en el abdomen, no pueden ni cagar a gusto.
– Eres gracioso…
– Debo serlo porque ya ni me aguantaría.
– No le des tanta cosa al asunto. Bebe y ya.
– Lo hago. Aprovecho. Pero seguirá, ¿sabes? Seguirá el dolor con sus ímpetus de joderme el día y la noche y la vida entera, y medio mundo anda por ahí con sus ropas inmaculadas, perfumadas, conquistando las pasarelas del mundo gracias a una hueste de cervezas y rones de todos los calibres inimaginables –agarró la botella, contrastándola con el atardecer, mirándola a través del cristal. El whisky se agitaba mansamente–. Con estos colores, ¿cómo no creer en la eternidad?

Una estruendosa carcajada retumbó de lo más hondo de su estómago. Vibró su esternón como los andamios desvencijados de una construcción. La carcajada, ríspida y molestosa, en un principio, fue volviéndose, luego de contracciones de hipo y asma, escupitajos de sangre. Gargajos de saliva y sangre espesa y negra se aplastaban en la arena. Recuerdo que me levanté a buscar ayuda, pero Renan me agarró del brazo, tan firme y decidido como las rocas del malecón. Me volví a sentar. Miré como se servía otro trago de whisky, como bajaba a puñetazos por su esófago, y su respiración se hacía cada vez más un pitico inaudible. Lo escuché caer en el estómago como una detonación. Sirvió otro trago para mí. Lo acepté extrañadísimo. Entonces, me lo bebí a fondo y creí que el mar se detenía, o que el cuerpo de Renan adquiría una levedad desconcertante, no lo recuerdo bien, que se hacía brillante y borroso a la vez, y abiertamente supe que desaparecería o que no lo volvería ver, que en el caso sería como una luciérnaga, pérdida en la noche que ya caía.

Hernán Grey Zapateiro

Fotografía de portada: «Lupa» de © Rubén Mendoza, tomada del Flickr del autor: https://www.flickr.com/photos/erranterremotoerrante/

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(Cartagena de Indias, 1988) Vive en Cartagena de Indias con breves accesos al mundo ulterior. Egresado de Filosofía de la Universidad de Cartagena. Maestrante en Humanidades Contemporáneas. Docente de Literatura & Filosofía en Educación Secundaria. Narrador de corazón y entrañas descarnadas.

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