Gracias a la generosidad de Kike, compartimos con nuestros lectores un fragmento del primer capítulo de la novela Todos nosotros, para que conozcan la obra de un autor que, como dijo el también escritor Carlos Salem, «lleva las ideas por adentro y por afuera. No las esconde. No las mezquina. Nunca las niega. De hecho, se las tatúa en la piel, para evitar traicionarse en un descuido».
«Un grupo de jóvenes amigos, militantes y metaleros, de orientación trotskista, decide armar un operativo demencial: viajar en el tiempo para matar a Ramón Mercader, verdugo histórico de su venerado político ruso. Uno de ellos, el Gordo Felipe, un genio de la computación, es la piedra basal del proyecto que implica una computadora, vestuario de época, documentos falsos y un análisis minucioso de la historia, centrada en agosto de 1940 en Coyoacán, en la ciudad de México, cuando ocurre el asesinato».
En realidad, todos nosotros estamos del otro
lado de la vida.
Roberto Arlt
All of us that started the game with a crooked
cue, that wanted so much and got so little,
that meant so good and did so bad. All us
folks. Me and Joyce Lakeland, and Johnnie
Pappas and Bob Maples and big ol’ Elmer
Conway and little ol’ Amy Stanton. All of us.
Jim Thompson
CAPÍTULO I.
1. La novela de José Daniel
Lo que sabes y lo que eres
Enciendes un Cohiba de los que te manda cada tanto Lorenzo y que fumas cuando subes a escribir. Tras tu ventana el Defe es puro diluvio, una cortina de agua interminable que huele a mierda de burro. Te sientas frente al ordenador, mueves el mouse y la oscuridad es devorada por el brillo de la pantalla. Empiezas a escribir.
Escribes, con el Cohiba entre los labios: La segunda vida de Miguel Di Liborio. Borras La segunda vida de y escribes Un guion para.
Doble espacias.
Me ubico detrás del árbol, en una posición en la que no pueden verme desde la casa ni desde el Chrysler verde de la GPU. Prendo un cigarro con las manos temblorosas pero enseguida lo apago: quizá sí puedan ver el humo y lo arruine todo.
Escribes con rabia.
Porque no sabes qué otra cosa hacer.
Porque cuando llueve mierda, cuando te quieren meter en la cárcel por razones políticas, cuando el mundo se oscurece, cuando se mueren los amigos, cuando un cuate se embarca en un viaje que lo puede transformar en asesino y cambiarlo todo, cuando sientes cómo se desmorona tu pareja, eso es lo que haces: escribir. Es lo que sabes y lo que eres.
Reemplazas un cigarro por el último cigarro que me queda.
Hay un plan del que eres parte desde hace apenas cinco días. Y lo demás. Las gotas, como pilotos kamikazes con olor a mierda de burro, se tiran en picada sobre la monstruosidad del Defe, la ciudad más potente y bella del mundo entero, la única que amas de verdad.
Hay junto al ordenador una pila de libros que en cuarenta y tres minutos pueden desaparecer. O seguir ahí, como si nada.
Escribes para preguntarte —no para responderte— qué pasará con esa combinación de papel y tinta si todo sale según el alocado plan de un gordito que murió hace apenas un año y al que no conociste.
Tu boca dibuja una sonrisa medio oculta bajo el bigote abundante, canoso e indisciplinado.
Sabes que hay un hombre a punto de festejar su cumpleaños número noventa al que dentro de cuarenta y tres, más bien cuarenta y dos minutos puede cambiarle la mayor parte de lo que siempre ha sido y casi todo lo que es.
Imaginas a un cuate tuyo que camina bajo la lluvia de color plomo y olor a mierda, tratando de probar o probarse algo sobre lo posible, lo verdadero, el pesimismo y la realidad. Listo para emprender un viaje y, en cuarenta y un minutos, interrumpir el curso de las cosas, transformar tu pila de libros en otra cosa o en nada y la memoria del anciano en el mapa de un país que nunca existió.
O no.
Vuelves al ordenador y escribes otro párrafo.
Se queda un momento en el auto, con las dos manos sobre el volante. Después se revisa los bolsillos y mira el reloj. Lo imito: faltan cuatro minutos para la cita. Es la hora. El sol de agosto —de agosto de 1940— me golpea con su puño de acero. Él baja del automóvil. Sé que no va a cerrar con llave y no lo hace. Pese al mareo, el vértigo y el miedo sonrió a la idea de estar metido en una película de la que leí y releí el guion.
Recuerdas que en algún lugar del tiempo hay un español, que también es un belga y un canadiense, contando los minutos —poco más de cuarenta y cinco— para entrar en la Historia.
Borras la palabra Él y pones su apellido.
Reemplazas la palabra automóvil por una marca: Chrysler.
Vuelves al título: borras Di Liborio.
Enciendes un cigarrillo con la colilla del anterior igual que escribes un párrafo tras otro: sin detenerte a pensar, como si las palabras fueran a encontrar su sentido en la compañía de las demás pero tú no tuvieras nada que ver con eso.
2. El testamento de Felipe
Si parece real, es ilusión.
No hay nada más hermoso que un hombre atrapado por una obsesión. Una idea fija.
Una obsesión es como una tosca pulida por el río, redonda, resbaladiza, inasible. Y cuanto más intensa, más pura. Una pura voluntad sin aristas ni grietas. Nada de lo que ese hombre pueda agarrarse, nada que pueda salvarlo. Nada fuera del núcleo duro de la idea recurrente. Un piñón fijo encadenado al pedal de un único plan. Un riff repetitivo y pegadizo —como el de “Heaven and Hell”— que se transforma en la banda de sonido de su propia vida y permite, por momentos, acercarse al sentido para descubrir que todo es sueño.
If it seems to be real
It’s illusion
No hay nada más hermoso y perturbador que un hombre atrapado por una obsesión.
Todo se articula alrededor de ella y por ella cobra o pierde sentido. Y cuanto más hundido está un tipo en el cuarto pequeño de su propia obsesión más estrecho e inabarcable es el mundo que lo rodea. Porque una idea fija es un punto diminuto que condensa el universo, y el hombre atrapado en ella es un esclavo y un demiurgo. Una obsesión se enrosca como una serpiente entre los pensamientos y las cosas hasta deglutirlo todo, hasta que no queda más que la tosca redonda, resbaladiza e inasible.
Every moment of truth
There’s confusion in life
No hay nada más hermoso, perturbador y desequilibrante que un hombre atrapado por una
obsesión.
Nuestro nombre es Felipe Caballero. Y abrazamos nuestra obsesión una tarde cualquiera de Y desde entonces esa idea ha sido el signo de nuestros días y nuestras noches. Nuestra canción de cuna. La razón para drogarnos o para abandonar las drogas. Para dejar de salir a la calle. Para estafar gente por internet o para pasar una, dos, tres noches sin dormir. El motivo para mirar la realidad de frente o para dudar de nuestra cordura. Una piedra redonda y resbaladiza que ocupó el lugar de nuestro corazón.
No hay nada como estar atrapados por esta obsesión: apagar la vida de un tipo que se llamó Ramón. Ramón Mercader del Río.
Nuestro Cielo. Y nuestro Infierno.
3. La cuenta regresiva de Ramón
18 de abril de 1940
Mis días gotean como un grifo roto. Todo este bienestar, la cabaña cómoda y apacible, el campo arbolado, el clima primaveral, las sábanas frescas, la ropa interior de seda, no hace más que subrayar el sinsentido de que la misión por la que abandoné lo que había sido mi vida se esté alejando. De que quizá haya sido en vano, de que quizá vayan a ser otros los que acaben con el Infame Bastardo.
Recuerdo a Sylvia, por ejemplo, mi boca besando la suya, y una náusea me ataca la garganta con su garra de hierro. Pienso en los que se quedaron en España, luchando contra el fascismo. Perdiendo la guerra, sí; dando con sus huesos en las cárceles de Franco; muriendo a menudo: pero a cara descubierta, hombro con hombro junto a sus camaradas que son los míos, con la frente en alto y la Internacional en los labios mientras yo desperdicio los días en prestarle la vida —mi cuerpo, mi voz, mis gestos, mi rostro— a este espejismo, al fantasma de un decadente burgués belga. Y tal vez ha sido para nada.
Van a hacer dos días que no salgo de esta cabaña, de esta espiral de rabia, de este monólogo sin solución. Enciendo un pitillo y con la primera calada decido ir a caminar mientras lo fumo.
El día es de un brillo suave.
Sortir em fa bé.
Además de desentumecer las piernas dejo que el cielo despejado y límpido me llene los ojos, entre en mi sistema nervioso, me calme y me recuerde lo que no tengo que olvidar: que soy un soldado, que hago lo que hace falta hacer, que acaso todavía haya una oportunidad para entrar en el juego. Los mexicanos son unos chapuceros y yo soy la carta fuerte de Kotov, el brazo de acero del Camarada Stalin.
A la mitad del segundo pitillo me cruzo con el joven Shirley. Tartamudea un poco al hablar, algo que tantas veces me había puesto nervioso pero hoy de alguna manera me relaja, lo mismo que su charla banal y sosa. Me cuenta la llegada de unas turistas venezolanas hermosas, una divertida anécdota de su padre con dos norteamericanos borrachos de mezcal y algo sobre su última excursión para practicar alpinismo. Dejo que la cadencia tropezada de su voz y lo anodino de su charla me aquieten mientras me repito que, pese a todo, tengo que estar listo.
Haig d’estar preparat.
Tengo que estar listo.
Я должен быть подготовлен.
Haig d’estar preparat. Tengo que estarlo.
—Saluda a tu padre de mi parte, dile que estoy pasando una grata temporada aquí —le digo cuando nos despedimos.
Camino otros dos o tres minutos hasta que en un árbol de caoba, en lo más alejado del campo, lo veo. Los rayos de sol refulgen contra su acero. Me acerco con cautela pero imantado por la imagen: el mango de madera que sostiene la pieza de metal curvo, la punta clavada en el tronco, la corteza despedazada a los lados, como si alguien hubiera estado clavándolo y desclavándolo. Es un piolet de alpinismo. Es seguro que el joven Shirley aprovecha la noble dureza del tronco del caobo para practicar.
Tomo el palo y tiro, pero no logro sacarlo, lo muevo apenas. Una vez más. La punta debe estar hundida unos diez centímetros, calculo. Tiro de nuevo. Ahora sí, cede.
Y sucede.
Liberada y en mis manos, la herramienta acaba de transformarse. Lo que hasta recién era un piolet de alpinismo ahora es otra cosa. El objeto cobra vida —puedo sentirlo— y se hace uno con mi cuerpo. Vibra en mi puño. Late. Grita en el mudo lenguaje de los antiguos objetos de muerte.
El árbol es ahora la cabeza del Bastardo. Elijo un punto y descargo un golpe seco. El crujido de la madera despierta todos mis sentidos: tengo sed, hambre, deseo. Se me seca la garganta y una erección crece entre mis piernas. Dejo que los pulmones se me llenen de aire y los ojos de sol.
De pronto sé con una certeza física absoluta que voy a ser yo, y no los imbéciles de los mexicanos, quien acabe con el Renegado. Y que será esta la herramienta del fin de sus días.
Lo extraigo del árbol una vez más y una vez más descargo el acero contra la madera. Estoy vivo y él va a estar muerto. Su caída reafirmará mi vida dedicada a la causa comunista.
La erección ya es total: daría todo lo que soy y lo que seré por tener entre mis brazos a África. Pero podría follarme incluso a esa urraca de Sylvia. El deseo crece, impersonal.
Vuelvo a descargar un golpe de piolet contra el tronco. Lo saco y, luego de confirmar que nadie me haya visto, lo escondo entre unos matorrales. Quizá el mango sea demasiado largo, pienso al dejarlo, pero sin duda es el arma indicada. Por primera vez en días, sonrío.
Vaig a matar a aquest fill de puta, vaig a matar-ho.
En el camino de regreso a la cabaña experimento una profunda sensación de solaz mientras un tibio espeso manantial de semen brota sobre mis calzoncillos de seda.
Yo estoy vivo.
Él va a morir.
«Todos nosotros» se encuentra disponible en todas las librerías de Colombia. Si lo prefieres, puedes comprarlo desde el siguiente enlace: