“Basta que alguien me piense para ser un recuerdo.”

                                         Oliverio Girondo.

Nuestro corazón veleta, velero de madera fuerte que se mueve sin reparo por los andares de la infinita curiosidad, se pregunta tantas cosas, tantas como ráfagas de viento golpean la cara de un marinero en medio de una inmisericorde tormenta, y una ráfaga fuerte es la pregunta: ¿Qué llegamos a ser para los demás?  “Los demás” son un grupo que viene a encontrarse con nuestra línea de arena trazada desde el nacimiento, una que creamos como el niño que juega en las orillas del mar, y pasa su dedo hasta hacer una marca, una figura que no estaba pensando hacer, y que al levantar la mirada ve con asombro lo que ha creado sin haberlo tenido en sus planes, en ese justo momento entran “los demás”, cuando en el azar de sus manos también va labrando su línea sin definición, y terminan tocando nuestro castillo, nuestro sol, nuestro mamarracho…nuestro destino.

Un libro, un cuadro, una fotografía, una película, una canción decidida a ser tarareada por las neuronas, una mano que da una palmada y  toca la sonrisa como el mechero que enciende el fuego, un saludo inesperado en la soledad de un parque donde se buscan y se encuentran muchas soledades… ¿Cuántas cosas tan nuestras o tan azarosas nos ponen a “Los demás” en el plano delantero de un día como hoy o como el de hace muchos ayeres? Ni las manos de falanges infinitas de una deidad nos alcanzarían para hacer una cuenta, porque lo predestinado jamás tendrá una medida.

Cuando “Los demás” llegan a nuestras vidas, los observamos y tratamos de sentirlos desde una primera curiosidad, buscamos en ellos una ventana con vista a un horizonte, de donde entren y salgan las palabras que nos acepten con nuestras horribles fealdades, que nos exaltan con nuestra nimia belleza o que nos confronten cuando nuestra errónea forma de ser bestias amenacen con tirarnos al abismo. En todo ese suceder de momentos, en todo ese intercambio se van creando los vínculos que se tornan en lazos que van  desde el nivel de lo agradable hasta la amplitud del amor sin posible retorno.

El alma de “Los demás”, su sistema vital, el arquitecto preciso que crea las habitaciones del intangible concreto de aquello a que nos aferramos, se llama recuerdo. Los recuerdos no se miden igual, porque se miden en presencia o en ausencia de quienes generaron para nosotros, esa secuencia en nuestra cabeza, esa estancia adornada por los momentos.  Si tenemos la presencia de quien los genera por mucho tiempo, se crea una acumulación de historias compartidas, de puentes transitados en vía doble por donde pasan incesantes todas aquellas cargas que llegan a nosotros al igual que todo aquello que dejamos ir y entregamos a otros. La ausencia se aferra a lo que le queda, no desprecia dichas ni dolores, Finalmente a eso le ponemos el nombre de absoluta nostalgia;  una de esas como la de una Leonora en El cuervo de Edgar Allan Poe, perdida en la neblina de la rota barrera del respirar y de la consciencia, ida para siempre, o como un Rick Blaine en Casablanca, viendo despegar el avión que lleva a Ilsa Lund, desprendiéndose del amor enfermo, cargado de nostalgia, para quedarse fijo en la estabilidad de lo que había creado a golpe de su fuerza y astucia.

Todos nosotros y “los demás”,  terminamos siendo recuerdos. Todos, para aquellos que fuimos alguien, terminan creando por sí mismos nuestra estampa en los lugares tangibles e intangibles de sus caminos.

Una vasta extensión de arena, llena de líneas tocadas sin haber seguido un plano, creando un dibujo gigantesco como un leviatán de espacio y tiempo, que va perdiendo extremidades cuando la batalla del olvido logra acuchillarlo, y lo cura sin reparo algún dedo azaroso que desdibuja la cicatriz y pone encima una nueva piel hecha de días y noches.

 Carlos Andrés Pérez de Ávila

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