Yo no soy yo
Soy este
Que va a mi lado sin yo verlo
Juan Ramón Jiménez

El tema del doble, que tanto desveló a los escritores europeos del siglo XIX, y a latinoamericanos del siglo XX, como Borges, Cortázar o Fuentes, ha sido explorado, cuando menos de manera tangencial, por autores colombianos como Antonio Ungar con su novela Tres ataúdes blancos[1], u Orlando Echeverri con la novela Criacuervo. Y tal vez, el primer antecedente que tenemos en nuestro país se encuentre en una novela del “género ejemplar” escrita por Fernando González, me refiero a El maestro de escuela, publicada en 1941[2].

La historia contada en Criacuervo sigue los pasos de dos hermanos llamados Adler y Klaus, este debe internarse en un desierto de La Guajira trabajando para una petrolera, aquel habrá de vivir renunciando a la ambición de ser distinguido por sus talentos. Ambos tienen una singular sensibilidad hacia el agua. El primero llega a ser nadador profesional, representando a Alemania en competencias; el segundo, es buzo dimitido de la armada de guerra de ese país.

Orlando Echeverri, que estudió filosofía en la Universidad de Cartagena, considera que en el corazón de su novela está esa “tensión eterna” entre “albur y sino”. Dicho de otro modo, entre predestinación y puro azar. Si bien persiste una sobriedad narrativa en su lenguaje, y un uso atemperado de sus propias suficiencias poéticas, la novela deja ver imágenes asombrosas, algunas en medio de lo gélido, en Berlín, otras en un desierto septentrional de Colombia.

Muchos discursos modernos de base racionalista, tienen en el centro de sus planteamientos la convicción de que el ser humano posee la facultad de autodeterminarse, entre esos sistemas discursivos está el derecho penal y la psicología. La libertad de decisión o el libre albedrio, aparecen como fundamentos para endilgarle al individuo la responsabilidad por sus actos. Lo propio hace la teología judeocristiana, donde poco importa la omnisciencia de Yahvé, pues ello no exime al infractor del castigo que acarrea su culpa.

En Criacuervo los dos protagonistas se enamoran de la misma mujer, Cora. Ella parece representar una Moira, aunque a veces Klaus y Adler son descritos como si vivieran en lados opuestos de una balanza, como si uno le restara al otro, y viceversa. Dicho así, esa mujer es más bien una intermediaria que escribe estas palabras:

(…) los hilos invisibles ya estaban atados a sus pies y manos desde el instante en que fue parido; su destino palpita en su sombra[3].

Portada de Criacuervo (Angosta editores, 2017)

En lo que al erotismo de la novela respecta, Echeverri sabe crear situaciones cumbre, que sellan la suerte de los personajes en una carnalidad llena de enigma y de actitudes delirantes. Tanto Adler, como Klaus—cada uno por sus medios—, se permiten suspender sus prohibiciones, hundiéndose en la violencia de sus impulsos irracionales y (auto)destructivos.   

En un determinado momento, Cora se reencuentra con Adler y lo lleva a un bar llamado Doppelgänger, lo que traducido del alemán significa “el doble que camina al lado”. En esa página, hablando del lugar donde se sentaron, el autor escribe “su rincón era oscuro como el fondo de un pozo”. Es oportuno citar un texto breve, en el que Borges sostiene que el concepto del Doble es estimulado por los espejos, las aguas y los hermanos gemelos.

En la primera página del libro se recrea el aparatoso accidente en el que fallecen los padres de Klaus y Adler, estrellados contra una “densa arboleda”. Esa tragedia marca a los hermanos. Llama la atención que la introducción se titule “los hijos del bosque”, pues, en los días en que fue publicada la novela, el autor dijo en una entrevista que los protagonistas, en vista de esa muerte que “heredan”, son hijos del vacío.

Cada uno de nosotros puede asumir una postura íntima y fervorosa sobre la cadena de causalidades que es su vida; puede pensar que hay una criatura divina interviniendo o no en el flujo de sus cosas; o como Borges, asumir que el “destino es la ética secreta del hombre”. En Criacuervo no se pretende resolver la paradoja, pero sí se entrega al lector una estructura llena de ritmo ágil y de vértigo, mientras baraja una y otra vez el enigma: lo que estando a punto de revelarse no se revela.  

Es necesario comentar el juego de espejos—o de universos paralelos— que Orlando Echeverri establece con su primera novela publicada, titulada Sin freno por la senda equivocada. En una de las noches narradas en Criacuervo, Klaus, su hijo Dieter, y Cora, están sentados en la Plaza de Bolívar, en el centro de Cartagena. De pronto, del Palacio de la Inquisición salen tres borrachos que participaban de un evento allí. Leonard Garner, cuya historia de suicida se narra en la primera novela, Lino Rodríguez, redactor de un periódico local, y Reinaldo Polo, el fotógrafo, quien le dispara con su cámara dos veces al niño de Klaus.

Ahora, en ambas novelas, los personajes suelen estar asediados por el desarraigo y el desasosiego, cuyas fuerzas tienen el empuje para destruirlos. Si bien algunos de ellos se despeñan en sus huidas, a veces es la muerte la que logra acallar el ruido sordo de sus vacíos personales. Echeverri escribe que “toda plegaria es un grito debajo del agua”. En la novela es evidente que Klaus necesita descender al extremo para lidiar sus sombras y su dolor. Por eso se queda en La Guajira, en ese desierto terrible, bello y violento que parece contener la consumación de sus decisiones, aunque en un momento se nos diga que la suma de sus propósitos no era más que un engaño.

Nota: Cuando Adler da una fiesta, uno de sus amigos se presenta con un reproductor de MP3 cargado con música del dueto noruego Röyksopp. Yo sugiero escuchar, antes, durante, o después de la lectura de la novela, el álbum The Inevitable End. Por último, escuchar la letra de la canción The Hall of Mirrors, de Kraftwerk.



[1] Los dos que se reflejan son llamados Lorenzo y Akira. Podemos asumir que no están emparentados, pero el primero nos comunica su angustia al reconocerse como una imagen distorsionada del otro. Lorenzo se sabe pusilánime y en todo caso llevando una vida de espaldas al éxito y al poder que Akira promete. Físicamente, el parecido entre ellos posibilita un juego macabro de suplantaciones.

[2]  El protagonista de la novela, el maestro Manjarrez, en un momento desdobla su personalidad inventando a otro al que llama Jacinto. Este último, un ejecutor de la inteligencia del primero.

[3] Cora afirma esto en un ensayo que titula La falacia del destino.

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Realizó estudios de derecho en la Universidad de Cartagena y la Universidad Externado de Colombia. Desde 2012 escribe en El Laberinto del Minotauro. Ha hecho colaboraciones para el diario El Espectador y para la revista Otras Inquisiciones. Es autor del poemario inédito Las cenizas de la luna.

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