Es vegetal por eso:
por su destino de tiniebla y cielo
porque rompe y emerge (…)
Héctor Rojas Herazo

La novela colombiana se ha reiterado en la necesidad de plasmar universos donde la desgracia, la violencia y la ruina se ciernen sobre geografías rurales. En esos lugares, fuerzas destructivas arrasan aún con lo sagrado. Ejemplos de estas afirmaciones se encuentran en La casa grande (1962), en Cóndores no entierran todos los días (1972), en Los ejércitos (2006), o, más recientemente, en Después de la irá (2018), de Cristian Romero.

En esta última, el pueblo arquetípico es San Isidro, y la fatalidad que destruye el lugar va por cuenta de una compañía multinacional, dueña de enormes plantaciones de maíz en toda esa región. La desolación se instala en ese sitio y es de proporciones bíblicas; un incendio gigantesco es el ojo del desastre, y la metástasis paramilitar recorre el pueblo por un grupo homicida: Los Cuervos.

La novela de Romero se ubica del lado de nuestra literatura, que constituye un conservatorio de catástrofes y una antropología del mal. Este autor deja claro lo detallado de su oficio como narrador, las señales que rodean los destinos de sus personajes aparecen intensas, o sutiles, dando formas vívidas a sus tensiones y arraigos. Así, un pasaje en el que una de las protagonistas, Liliana, se fija en una mancha que empieza a salir en su brazo derecho, como un mapa. Entonces imagina el mapa de San Isidro visto desde la altura, y el maizal asediando el pueblo a punto de tragárselo, incluyéndola a ella, que se siente insignificante.

En la historia poco se dice para explicar el origen de unas langostas monstruosas que están en San Isidro, pero sabemos que la compañía multinacional llegada al lugar tiene recursos ilimitados. El maizal extendido es un signo de la destrucción de esa tierra, convertida en árida hasta lo atroz. Esos insectos mutantes son, además, una alegoría generadora de un eco terrorífico a lo largo de la novela. 

Hace quince años, Paul Virilio escribió que la ecología política no podría seguir ignorando la dimensión escatológica de los dramas que acarrea el Progreso. En lo puntual, se refería a la ideología positivista empujada por una voluntad de innovación irresponsable, que escamotea la cara oculta de las grandes empresas científicas, cuando las tecnologías fallan hasta el colmo del desastre[1]. Hidroituango o Armero. Ya sea un sistema que pretende ser vastísimo, complejo y preciso produciendo energía al servicio humano, o uno que pretende mantenernos a salvo de la violencia natural de un volcán o de una avalancha.[2].

Uno de estos dramas terribles ocurrió en Chernóbil, cuando la explosión de un reactor soviético generó el peor accidente nuclear de la historia. Se habla aquí de una catástrofe cuyas pérdidas son inimaginables. ¿Cómo explicar la inaudita amalgama entre lo bello y lo horrible, que se logra en el primer episodio de Chernobyl (2019)? Esa noche, cuando el reactor estalla, los habitantes del lugar ven a la distancia una inmensa columna de luz, y los matices ominosos del color se muestran hermosos. El aire se cunde de partículas radioactivas, y los presentes ríen y juegan, inocentes. Hay algo obsceno al atestiguar el deleite de esas personas en tal escena, ralentizada con tacto poético.  

También en el pueblo imaginado por Romero, todo parece estar condenado por una fuerza imparable de catástrofe ambiental. La maldad humana se manifiesta en un proyecto multinacional que marca a San Isidro con la devastación. Un monocultivo, un maizal abominable.

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Fueron las plantas las que domesticaron al humano, no lo contrario. Esta extraña idea popularizada por Harari, implica que hemos sido manipulados por ciertas especies. Campos enteros poblados con trigo, arroz o maíz, plantas que se copian así mismas una y otra vez, en pavorosa demostración de su éxito genético: supervivencia y reproducción[3]. Dejando de lado lo contraintuitivo que aquello pueda parecer, en la novela El Diablo de las provincias (2017), un personaje, un biólogo colombiano, reflexiona estos asuntos: “El monocultivo niega el tiempo, lo cancela. Para el monocultivo no hay historia, ni hombres, solo eternidad”. Yendo más allá, el biólogo piensa que algunas especies de plantas son “la verdadera bestia del apocalipsis”. 

La creencia de que un día nefasto fuimos expulsados de nuestro Edén persiste en Después de la ira. Samuel y Liliana están en el centro de este drama escatológico, y parecen castigados por un mal que no merecen del todo. Se muestran ante nosotros, dejándonos la sensación de que deben ser perdonados porque no saben lo que hacen.

En esta novela, la ficción de temporalidad—no podría ser de otro modo—, nos ofrece un tiempo fragmentado, como un espejo destrozado por el puño de la Nada. Romero nos entrega los pedazos para que veamos el horror y la belleza. En una de sus páginas, dos gallos esplendidos batiéndose a muerte son una metáfora de la terrible Naturaleza, de la vida y de la literatura.


[1] El accidente original (2009) pág. 26

[2] En todo esto una salvedad: “Las matemáticas no mienten, lo que hay son muchos matemáticos mentirosos”. La frase es de Thoreau.

[3] De animales a dioses (2015) Pág. 98

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Realizó estudios de derecho en la Universidad de Cartagena y la Universidad Externado de Colombia. Desde 2012 escribe en El Laberinto del Minotauro. Ha hecho colaboraciones para el diario El Espectador y para la revista Otras Inquisiciones. Es autor del poemario inédito Las cenizas de la luna.

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