Prólogo
¿Cómo cortocircuitamos el control?

Pensé que debía ser un engaño.

El nombre y la dirección de William S. Burroughs estaban justo ahí, en el medio de una revista llamada FILE [Archivo].

Ahí estaban, en la sección “lista de solicitudes del banco de imágenes”, en la parte de las Páginas amarillas reservada al arte postal. Cualquier artista podía solicitar una imagen de otro artista que vivía a millas de distancia. Y ahora, justo enfrente de mí, solicitando “Ideas y Camuflaje en 1984”, estaba la dirección de la casa de Burroughs en Londres. Yo no dudaba de que vivía en los Estados Unidos; sin mencionar que estábamos en el año 1972, y 1984 parecía todavía muy lejano. Con la certeza de que se trataba de una broma, escribí a esa dirección diciéndole dónde podía meterse su camuflaje y ordenándole a Allen Ginsberg, a él y a cualquiera de los otros beats que DEJARAN de actuar como si me conocieran tan solo para obtener credibilidad contemporánea.

Algunas semanas después llegó a mi buzón una vieja postal de Marruecos; cayó sobre el suelo empedrado debajo de un hacha y un martillo que estaban recortados, como protección, al interior de la rojísima puerta de entrada de la Ho Ho Funhouse, la casa comunal de Hull que en aquella época compartía con mi colectivo de arte performático y no convencional, que también era una banda. ¡En el dorso había un saludo firmado por William S. Burroughs contándome que había disfrutado de mi reciente carta y que le encantaría que nos encontráramos la próxima vez que yo estuviera en Londres!

“Tan solo llámame y pagaré por el taxi hacia aquí desde donde sea que estés”, escribió, añadiendo su número telefónico.

¡Guau! ¡Me contestó!

Esto era mucho más que emocionante.

El almuerzo desnudo había cambiado mi vida, The Third Mind [La tercera mente] era mi biblia, y tenía aún más ganas de leer Los chicos salvajes, que estaba por publicarse. Su técnica de escritura de cut-up, que había desarrollado junto al artista y escritor Brion Gysin, era una enorme influencia para mi música en aquel momento. La idea de fragmentar la tediosa narrativa cotidiana para crear significados nuevos e inesperados, incluso proféticos, me resultaba fascinante.

La primera vez que lo conocí, Burroughs estaba viviendo en la calle Duke, en St. James, Londres. No tenía idea de qué esperar. ¿Sería el viejo cascarrabias Bull Lee de las sagas de Kerouac, gracias a las cuales me enteré de él por primera vez, o el personaje biográfico apenas disimulado de Yonqui, William Lee? Estaba entusiasmado por descubrir a la persona REAL.

Luego de hacer dedo desde Hull, en el este de Yorkshire, durante toda una noche miserablemente lluviosa e inclemente, me había quedado en lo de mi amigo, el artista Robin Klassnik, durmiendo en el suelo de su estudio en el número 10 de la calle Martello, en Hackney, al este de Londres. Robin me despertó con una taza de café instantáneo tibio, colmada de azúcar.

–Conoces a personas bastante irritantes, Gen –dijo Robin mientras yo trataba de no hacer muecas ante su nauseabundo preparado.

–¿A qué te refieres? –pregunté adormilado.

–Algún estúpido idiota estuvo llamando toda la mañana diciendo que era William Burroughs y preguntando por ti. Así que le dije que se fuera a la mierda y que no llamara más –anunció Robin orgullosamente.

–¡Ay, mierda! ¿Qué hora es? –pregunté.

–Las once de la mañana. Te dejé dormir; te veías cansado.

–Robin, ese no era un estúpido idiota fingiendo ser William Burroughs –dije, restregándome la cara y mirándolo luego fijamente con una alegre incredulidad–. Ese realmente era William Burroughs. Espero que aún me reciba después de tu diatriba.

En Yorkshire, yo vivía en una comuna y robaba toda la comida que podía, y la complementaba con galletas rotas que lograban rescatar de la desgracia a una taza de té aguada. Recolectaba frutas y vegetales magullados de la calle luego de la hora de cierre del mercado local de agricultores, y me llevaba a casa carne donada por el templo masón de la zona. Las señoras de la cocina solían dejar pescado, carne y pollo –que sobraban de los fastuosos banquetes masónicos– en la puerta para nuestros “pobres gatos”, pero nosotros, humanos desposeídos, estábamos primero.

No acostumbraba viajar en taxi, pero pagaba William. Imaginé que estaba bastante cómodo económicamente. Después de todo, era un escritor famoso. He aprendido, desde entonces, que no importa cuántas personas sepan tu nombre, eso no tiene nada que ver con tener una abultada cuenta bancaria. Di varias vueltas a la manzana, con mucha ansiedad, porque había llegado temprano y pensé que se enojaría si llegaba demasiado tarde o demasiado temprano. Me figuraba en mi cabeza a un tipo hiperinteligente y nada concesivo, que estaría esperando en silencio que lo impresionara. Temblaba como si estuviera por dar un examen.

Mientras subía nervioso las escaleras angostas y escuchaba el suave eco de mis botas Doc Martens en la oscuridad, me convencía cada vez más de que se daría cuenta enseguida cuán tonto era yo y me echaría de allí, humillado como el ser inferior que era.

Llamé a su puerta.

La abrió antes de que mi mano estuviera de vuelta a mi lado, sin darme la chance de recomponerme. Y ahí estaba, una leyenda viviente, enfundado con toda prolijidad en un traje, con sus párpados entrecerrados; las bolsas convexas que estaban debajo de sus ojos acuosos eran de un rosa nada saludable.

Parecía destrozado, y era apenas un poco pasado el mediodía.

–Genesis –dijo, estirando la última sílaba con esa famosa voz.

Oh, Dios, esto es real, pensé. De verdad es él.

Nos estrechamos la mano con amabilidad. Nada que ver con el repugnante apretón de manos, mojadas como un pez, de Philip Larkin, pensé de nuevo, trazando pequeñas comparaciones para calmarme. Burroughs me invitó a entrar en su departamento, que era sorprendentemente más pequeño de lo que esperaba, y tuve que apretujarme contra una figura de cartón en tamaño real de Mick Jagger que había que pasar para entrar.

¡Dios, odio al jodido Mick Jagger!, pensé en secreto, seguido de: Cuidado, recién llegas y ya estás siendo pesimista.

El volumen de un televisor de mierda a color estaba al tope frente a la única ventana, y la luz del sol estaba bloqueada por unas gruesas cortinas verdes. William se sentó en un sillón mugriento. Tomó un largo sorbo de Jack Daniel´s y me contó que se había pasado todo el día cambiando de canal con el control remoto.

Jamás había visto un televisor a color antes.

Tomó el control y cambió de canal un par de veces más, como si estuviera buscando algo debajo de ese ruido blanco.

–He estado haciendo esto toda la mañana –dijo, cambiando de canal una vez más–. A veces me ayuda cerrar los ojos y simplemente escuchar el ruido. Subir el volumen hasta el máximo.

Y así comenzó. Empezó a hablar en ese famoso monotono hipnótico, en esa voz submarina de drogadicto que tenía. Se originaba en su garganta, un sonido ronco y sostenido que al llegar a la boca seca se convertía en un quejido nasal de St. Louis. Yo esperaba que me pusiera en aprietos. Que me pusiera a prueba. Que desafiara mi inteligencia para asegurarse que no estaba perdiendo el tiempo. O, lo que era más probable, que inventara alguna excusa para sugerirme cordialmente que me fuera luego de algunos minutos, habiendo decidido que su compañero de pluma era menos interesante en persona.

Pero en cambio me preguntó si quería beber algo, y cuando dije que sí se acercó y sirvió más Jack Daniel´s en dos vasos. Noté que sus hombros estaban apenas encorvados. Se volvió a sentar y por casi un minuto no dijimos nada. Si bien me observaba, no lo hacía de una manera antipática.

–Así que eres músico –dijo.

–Estoy en una banda llamada COUM Transmissions –contesté.

Tomó un sorbo y una sonrisa de las más leves se propagó por su cara. Se veía tan cansado. Era como si su piel quisiera desprenderse de su rostro.

–Estás en nuestras canciones –le comenté, tomando un sorbo del whisky–. Uso tus técnicas de cut-up cuando escribo letras. Leo algo en el periódico y simplemente corto y empalmo las palabras.

–Entonces estás en el camino correcto –dijo.

Tomó el control remoto y, por un momento, pensé que ya lo había perdido, pero cambió de canal un par de veces, hasta detenerse en la imagen granular de un partido de fútbol, y luego la apagó.

–Si no hubiese leído El almuerzo desnudo, jamás se me habría ocurrido –comenté.

–¿Puedes agarrar ese libro que está sobre mi escritorio? –dijo, mientras levantaba una mano temblorosa y señalaba un volumen de cuero lleno de pedazos de papel.

Lo levanté y atiné a dárselo.

–No, ábrelo –dijo.

Abrí el libro y lo primero que vi fue una fotografía de un soldado con un lanzallamas recortada de una revista y pegada justo al lado de la imagen de una niña que estaba arrodillada frente a una caja llena de cachorritos, recortada y pegada de tal modo que encajaba de forma muy prolija con el ala resplandeciente de un avión.

Ahí estaba, justo frente a mí, la misma técnica que me había inspirado a dejar atrás todas las maneras comprobadas de hacer las cosas.

Di vuelta página tras página del libro. Algunos de los collages habían sido pegados hacía tan poco que un pedazo de periódico cayó fuera del libro. Me disculpé y volví a pegar la imagen de un sangriento cadáver en el lugar al que pertenecía.

–Estás siendo demasiado cuidadoso –me dijo, tomando un largo sorbo de whisky. Me arrojó una vieja revista–. Encuentra una imagen que te guste y pégala ahí.

Di vuelta algunas hojas de la revista, arranqué un anuncio de Harrods y lo apreté con la mano sobre las pequeñas gotas de pegamento.

–Ahora estás aprendiendo del maestro. Pero tengo que pedirte que hagas algo a cambio –me dijo, arrastrando las palabras.

Mi mente esbozó varias posibilidades. Si hay algo que será para siempre cierto acerca de William es que nunca se sabía qué vendría después. Era lo más maravilloso de él. Era un ejemplo viviente de la técnica del cut-up.

–¿De qué se trata? –dije, mientras cerraba el libro de los collages, restregando un poco de pegamento entre mi índice y mi pulgar.

–¿Me puedes servir otro trago? –dijo, levantando su vaso en el aire–. Y también puedes servir uno para ti.

–Todavía me queda un poco –dije con timidez.

–Brindo por conocer gente interesante –dijo, mientras hacía un gesto con la cabeza para que me terminara lo que quedaba.

–Imaginé que a estas alturas ya me habrías echado –comenté, terminando el resto de un doloroso trago.

–Creo que durarás un par de minutos más –dijo–. Soy bastante optimista al respecto.

Me levanté y tomé su vaso, tocando por un momento sus largos dedos. Sentí cómo me miraba mientras me dirigía hacia la barra improvisada y nos servía la siguiente ronda.

–Tuve un sueño en el que aparecías, Genesis –me dijo mientras me daba vuelta y caminaba hacia él para devolverle el vaso–. Pero te veías muy diferente.

Comencé a reírme, pero él no estaba sonriendo. Hablaba muy en serio. Me volví a sentar y luego empezamos a conversar acerca de todas las otras cosas que me moría por preguntarle: El almuerzo desnudo y la censura, la inminente novela Los chicos salvajes. Me obsequió una copia preliminar autografiada.

Estaba muy emocionado de estar hablando con Burroughs con este nivel de profundidad. Mi sueño más descabellado se estaba volviendo realidad. Y me estaba emborrachando. No tanto como él, pero lo suficiente como para rasparme contra la pared cuando iba al baño.

Fuimos interrumpidos solo por unos minutos cuando su amante irlandés, uno de esos gays quejosos de clase obrera de Piccadilly llamado John Brady, entró y fue ahuyentado con rapidez. William tomó otro trago de la segunda botella de whisky y sugirió que fuera a cenar con él.

Caminamos hasta un Angus Steakhouse, un restaurante de cadena de aspecto descuidado cerca de Piccadilly. Mientras entrábamos, William les hizo un gesto con la cabeza a los tres camareros latinos, todos de casi un metro cincuenta de estatura, que estaban parados en fila contra la pared como si estuvieran frente a un pelotón de fusilamiento. Actuaron como si lo hubiesen estado esperando. Todos llevaban corbatas y delantales rojos idénticos.

–Hola, Místerrr William –dijeron al unísono–. Su mesa está lista. De inmediato sentí como si me hubiera deslizado dentro de una de las rutinas de William en El almuerzo desnudo.

Había solo otros dos comensales allí. El lugar tenía la atmósfera de una funeraria que de casualidad también servía cenas.

William me recomendó una carne asada, así que le hice caso y también la ordené, aunque carne era lo único que había en el menú.

–Con arvejas –dijo en ese monotono, cada palabra separada de la otra con exactitud, como furgones de carga arrastrándose por alguna planicie del medio oeste.  

–Lo mismo para mí –le dije al camarero.

Resulta que William pedía la misma comida cada noche. Lo tenía resuelto como si se tratara de una ciencia. Ocho bocados de una carne curtida. Doce arvejas untadas con manteca, no más. Los dientes de su tenedor golpeaban el plato mientras las atrapaba.

–Solía comer en el Moka Bar en la calle Frith –dijo–. Pero siempre fueron maleducados conmigo, poco amables, así que tuve que echarle una maldición al lugar.

Entonces William procedió a contarme cómo había usado su técnica mágica del cut-up. Primero, caminó de un lado al otro de la calle, una y otra vez, frente al Moka Bar, con su grabadora de cassettes TEAC colgada del hombro, registrando todo el sonido ambiente de la calle.

Bocinazos. Gritos de transeúntes. El tintineo de una campana al abrirse la puerta de una tienda. Un perro ladrando en algún lado. El sonido de un avión distante en lo alto.

Una vez en su casa, comenzaba a “intercalar” allí el registro aleatorio de lo que llamaba “sonidos problemáticos”. Sonidos negativos, ominosos, grabados de su televisor. Disparos, sirenas policiales y de bomberos, sonidos de guerras, bombas detonando, edificios siendo demolidos, gritos de terror, insultos ruidosos, llantos. Una vez que hubo intercalado estos sonidos en su grabación de ambiente original, regresaba a la calle Frith. Ponía su cinta problemática editada lo más alto que podía mientras caminaba nuevamente de un lado al otro de la calle frente al famoso café.

William también había tomado una fotografía de la hilera de edificios con el Moka Bar en el medio. Hizo una impresión, recortó el café con una navaja y quemó la imagen rectangular removida del Moka Bar mientras pegaba, una al lado de la otra, las partes restantes, ya sin el café, en su diario. Echar una maldición correctamente exigía una extrema atención al detalle.

Pero valió la pena. En pocas semanas, de pronto, el Moka Bar estaba cerrado y quebrado, y ya nunca volvió a abrir. El edificio se convirtió en un fantasma, condenando cualquier intento de negocio al fracaso inmediato.

Un poco impresionado por su habilidad para echarle, a voluntad, una maldición a lo que fuera, me concentré en mi plato y serruché otro pedazo de carne poniendo en aprietos a mi pésima dentadura inglesa. Me imaginaba a William Burroughs caminando de un lado al otro de una calle cincuenta y tantas veces, envuelto en su abrigo, con su sombrero de fieltro en la cabeza. Una enorme grabadora de cassette atada a su pecho, sosteniendo un micrófono como si fuera un contador Geiger, grabando ruidos con atención en un día en apariencia ordinario. Y luego me alegré internamente porque me di cuenta de que no existía ninguna otra persona en la faz de la Tierra con la que prefiriera estar comiendo una carne de mierda.

–Espero que sean más amables contigo aquí –dije.

–Bueno, Genesis, aquí –dijo, persiguiendo la última arveja hasta el costado de su plato– siempre son amables conmigo.

Observé cómo llevaba la última arveja recalcitrante hacia su boca, para luego bajar el tenedor de modo impecable.

–Me gusta tu bufanda –dijo–. ¿De qué está hecha?

–De hurones –contesté.

–Los conozco bien –dijo, mientras se acercaba para tocar el pelaje–. Solía ser exterminador en Chicago. Los usábamos para perseguir y matar a las ratas.

Para cuando terminamos de comer, William estaba usando mi bufanda de hurón. Pagó la cuenta y nos dirigimos con lentitud hacia la puerta.

–Hasta luego, Místerrrr William, señor –entonaron los camareros al unísono de nuevo, y en un tono agudo.

–Hasta luego, muchachos –respondió él, un poco coqueteando. Sus ojos resbalaban en todas direcciones, siguiendo patrones repetitivos y sin foco preciso, como desequilibrados patinadores sobre hielo.

A esta altura, a los dos nos costaba bastante mantenernos en pie. Habíamos vaciado casi dos botellas completas de Jack Daniel´s. Él había bebido mucho más que yo, y me puse reflexivo durante nuestro regreso a la calle Duke.

¿Qué hago si William se me insinúa? ¿Cuál es el protocolo sexual en estas situaciones? Hasta ese momento de mi vida, había tenido un solo amante varón… Una sensación de inquietud y confusión invadía mi estómago. ¿Había sido, al contactarme, esa su intención desde el principio?

No debería haberme preocupado en absoluto. William tenía asuntos en mente mucho más portentosos en relación a mi futuro mientras caminábamos ya cansados bajo la última luz del día, moviéndonos como si estuviéramos bajo el agua.

En la puerta de entrada de su edificio me miró y sonrió. Fue una sonrisa cálida y maravillosamente sincera. Luego habló, de modo firme y gentil a la vez, con mis hurones que estaban todavía alrededor de su cuello.

–Genesis… –dijo.

–¿Sí, William? –respondí.

–Genesis… a partir de ahora tu misión es decirme… ¿CÓMO CORTOCIRCUITAMOS EL CONTROL?

La pregunta que me hizo esa tarde de borrachera resonó en mí porque ya me había acechado en el pasado.

A los 17 tuve la revelación de que la vida y el arte eran inseparables. Indivisibles. Para saber de verdad qué sucede a tu alrededor, debes localizar el “control” y a aquellas entidades con un interés particular en mantenerlo aferrado con fuerza. Y luego debes desmontarlo lo mejor que puedas. Aplicar el método de cut-up. Cortarlo en pequeños pedazos para revelar su horrible interior.

Una vez que decides dedicarte a esta técnica del cut-up, ella contamina de felicidad cada aspecto de tu vida. Es una especie de virus de la verdad. Y, para mí, sigue siendo el único filtro confiable a través del cual observar esta Tierra y su cultura invalidante con alguna esperanza de precisión.

A medida que nuestra especie se vuelve más homogénea, llena de estereotipos insípidos, ganancias decrecientes, y crecientes ideas poco interesantes, los cut-ups se vuelven una herramienta cada vez más esencial para quebrar este orden establecido, recogiendo tan solo los restos más funcionales y excitantes para llevarlos a cualquier mundo futuro. Los experimentos con cintas que recopilé casi una década más tarde fueron mi conexión más profunda con William. Lo seguí desde Londres al Bowery, y hasta Lawrenceville, en Kansas, con una grabadora de cassettes Nagra, siempre en busca de las voces fantasmales detrás de todo el ruido blanco que nos envuelve. Hay cientos de horas de grabaciones. Son la siseante sangre magnética que mantuvo nuestra relación energizada y en desarrollo.

Aún escucho su voz con tanta claridad y esa pregunta planteada en su mono-tono.

¿Cómo cortocircuitamos el control?

¿Cómo drenamos las fuentes de poder de las fuerzas (incluso de las que residen dentro nuestro) que están, sin cesar, intentando mantenernos en cautiverio?

Existe una foto de William que saqué al final de esa tarde. Tiene puesta mi bufanda de hurones y estamos de pie dentro de su departamento. Está inclinado hacia mí mientras tomo la foto, como si el peso del mundo estuviera recostado detrás de él. Sus mejillas están flácidas; sus ojos, caídos.

Está claramente borracho.

Está claramente intentando anestesiar alguna fuerza interior.

¿Cómo cortocircuitamos el control?

***

En No binarix decidimos revelar por primera vez la historia de nuestra provocadora vida en su totalidad. Al tiempo de escribirla, estamos luchando contra una leucemia mielomonocítica crónica y ella ganará. Dos años, dicen. Más, esperamos. O menos.

Nos gustaría quedarnos, porque resulta fascinante estar aquí. Pero por lo que hemos aprendido, tener un cuerpo físico es un lujo que no siempre podemos darnos, y demasiadas personas desperdician ese lujo.

Podemos decir que en nuestro caso no lo hemos desperdiciado.

Lo hemos utilizado al máximo posible.

Cuando se tiene una enfermedad terminal, es difícil no pensar en qué legado estamos dejando. La única respuesta cierta es que esperamos que pueda inspirar a las personas y ayudarlas a entender que pueden vivir una vida tal y como les gustaría que se desarrollara. En realidad, nunca nos importó la distinción entre unx artista y su público; nuestra tarea siempre se abocó a descubrir cómo incluirlo deliberadamente. Este libro no es la excepción.

Nuestra influencia sobre la música moderna es un secreto a voces. Hemos ayudado a crear el género de música industrial con la banda Throbbing Gristle y luego, en el momento más alto de su fama, simplemente nos alejamos. No hay nada más aburrido que una canción cantada de la misma manera dos veces por día, como si se estuviera en piloto automático. Nuestra misión siempre ha consistido en caer por las grietas de la tradición estancada y habitar cada hora de la vida. En encontrar esos lugares y sonidos en los que nadie se ha atrevido a pensar aún. Tener verdadera confianza en las propias capacidades, en una era en la que, como nunca antes, el ruido blanco del conformismo acapara todo el espectro, no es tarea fácil. Pero todo el mundo tiene el potencial para hacerlo.

No es casual que el proceso creativo nos haya llevado, en muchas ocasiones, a estar tan cerca de la muerte. Sobrevivir en este paisaje implacable y agotador es brutal. Puede disminuir tu optimismo, reducir tus fuerzas. Pero al elegir el camino artístico más arduo de todos, muchas veces sin un centavo, atacadx por los políticos, exiliadx de Londres, también hemos logrado atraer a iconoclastas de mentalidad afín como Timothy Leary, Brian Eno, John Waters y Trent Reznor. Arriesgándolo todo, hemos encontrado no solo una familia de miles de amigxs y admiradorxs devotxs que se extiende por todo el mundo, sino también a nuestro último y más verdadero amor, Lady Jaye Breyer.

Con la narración de nuestra vida plasmada en este libro, esperamos inspirar a las futuras generaciones a deshacerse de todos los sistemas de valor heredados, del condicionamiento social y de la lealtad a la familia por el simple hecho de ser familia, y a darse cuenta de que el género, en tanto problema, es una distracción, una cortina de humo. El verdadero problema es cómo recuperar el derecho –y la determinación para aprovechar ese derecho– de construir nuestra propia identidad singular y recuperar la autoría sobre nuestra propia narrativa vital, elegida por nosotrxs, libres de intromisión o interferencia.

En nuestro caso, fuimos fieles a la decisión consciente de no estancarnos jamás: ni en un lugar, ni en una canción, ni en un género musical, ni en una definición de sexualidad. Subvertir ha sido nuestra misión cotidiana. Con encanto y de forma seductora, pero subvertir al fin. Como resultado, No binarix no es para las personas débiles o impresionables, porque el placer de estas memorias está en los detalles a la vez sombríos y alegres. Nuestra esperanza más verdadera está depositada en que este libro les brinde a lxs lectorxs con ambiciones artísticas, aunque sean mínimas –y que quizás hayan fantaseado sobre cómo sería vivir este tipo de vida–, la fuerza para perseguir un crecimiento personal y una libertad semejantes.

Nuestro deseo es inspirar a ese nuevo underground que todxs sabemos que existe, a una nueva generación de inconformistas con hambre de leer acerca de artistas genuinxs a quienes se ha atacado con frecuencia, y que han sido reacixs a contar la historia completa hasta ahora. Como camaleones e ingenierxs culturales que explotaron género tras género, ya fuera la música industrial, el acid house, lo oculto, el body piercing, o el lienzo definitivo de nuestrxs cuerpos, cuando con mi alma gemela Lady Jaye decidimos volvernos unx mismx, siempre hemos luchado e intentado responder el desafío de Burroughs: ¿cómo cortocircuitamos el control?


Genesis P-orridge
Nació en Inglaterra en 1950. Fue músicx, poeta, artista de performance y escritorx. Desde muy temprana edad desarrolló interés por lo esotérico, el arte de vanguardia y la música. Al abandonar la universidad, formó COUM Transmissions, un colectivo de experimentación y performance inspirado en el dadaísmo, el accionismo vienés y en las comunidades alternativas psicodélicas que estuvo activo entre 1969 y 1976. Más tarde, Genesis armó el grupo Throbbing Gristle, pionero de lo que se conoce como música industrial. En 1981 fundó El Templo de la Juventud Psíquika, una sociedad oculta que buscaba liberar los poderes que residen en la mente humana, cuyos escritos están reunidos en La Biblia Psíquika (Caja Negra, 2020). En paralelo conformaría también Psychic TV, un grupo de música experimental y electrónica, que se aventuraría también en el campo del videoarte. Junto con su pareja Lady Jaye acuñó el concepto de pandroginia para describir su proyecto vital y performático mediante el cual, a través de una serie de cirugías estéticas, pretendían fundirse en un mismo ser que trascendiera las diferenciaciones sexo-genéricas. Murió en marzo de 2020 luego de luchar contra la leucemia.

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