El señor Augusto paseaba con su pequeña hija por las calles de la ciudad amurallada. Querían visitar las fortificaciones, pero antes se detuvieron en la plaza. El espectáculo del ilusionista reunía un público multitudinario. Lo rodeaban observando esgrimir su bastón mientras escupía una sarta de conjuros intraducibles. Hacía aparecer confites de las orejas de las mujeres, mendrugos de pan en los bolsillos de los indigentes, y las palomas respondían a su orden. Era un acto desbordante de sorpresas.

El señor Augusto quiso detener a su hija, pero intrigada por los conejos blancos salientes por el sombrero del ilusionista, ya se había escapado y puesto en la primera hilera de espectadores. El rostro rosado y terso reflejaba la fascinación y el misterio. El ilusionista apreció su entusiasmo y la llamó moviendo su bastón hacía él. La niña corrió a su lado.

– ¡Hagamos desaparecer esta niña! –gritó el ilusionista, e inclinándose, casi reverenciándola, agregó–: ¿Te gusta la magia, hermosa?

La niña confirmó con su cabeza y apretó los dientes. El señor Augusto la seguía empinado incómodamente sobre las puntas de sus zapatos. No podía hacer nada: sus gritos no superaban la algarabía del público que se amontonaba tratando de no perderse la habilidad del ilusionista. Este tocó con suavidad la frente de la niña con el extremo de su bastón, murmuró una clase de plegaria, después chasqueó los dedos tres veces… Y la niña desapareció detrás de una explosión de gas púrpura.

Los aplausos ensordecieron la ciudad. Enseguida el ilusionista enseñó su sombrero y los conejos entraron en él dando pequeños botes en el adoquín. Lo acomodó en el suelo, tocó tres veces la copa, y con lentitud teatral lo fue levantando hasta que la niña emergió debajo con una enorme sonrisa. El público estalló sobresaltado. Hasta el señor Augusto, timorato y atragantado, aplaudió convencido, aunque muy a su pesar, porque le preocupaba el bienestar de su pequeña.

El espectáculo había finalizado. Y el ilusionista dobló la esquina contando el dinero recaudado.

El señor Augusto cogió a su hija del brazo, comprobó si traía así sea el mínimo rasguño, y la reprendió por haberle desobedecido. La niña ni siquiera atendió. Creyó prudente decir:

– Era un lugar muy sucio y muy oscuro.

– ¿Qué lugar, amor?

– El interior del sombrero –se frotó los párpados– olía feo –enmudeció como recordando más detalles–. Me llaman princesa.

– ¿Princesa?, ¿quién te llama princesa?

– Los conejitos…

El señor Augusto se arrodilló, cogió a su hija de los hombros, y chequeó su vista brillante, calmada.

– No te entiendo.

– Los conejitos saltaban y me llamaban princesa…

– ¿Qué conejos?

– Los que están en el sombrero. Había espacio para todos pero me abrazaban y uno me besó…

– ¿Te besó?

– Los conejitos en el sombrero –volvió a frotar sus párpados ya adormilados– quieren divertirse un poco conmigo.

No pudo preguntar nada más. Apretó sus hombros acariciando con torpeza su vestido celeste de flores coloridas. Sí, quería seguir indagando, pero si acaso todavía guardaba la valentía suficiente para aferrarse a su hija.

– Dijeron que no me demoraría –le confesó la pequeña–. Que iba a estar bien –agregó y señaló por encima de su padre–: Es que solo quieren divertirse…

Su figura empezó a parpadear. El señor Augusto la sostenía, pero el cuerpo de su hija desaparecía y aparecía, como un reflector averiado apaga y enciende su pantalla luminosa.

– Los conejitos blancos y yo… ¿Nos divertiremos, papá?

La voz se cortó súbitamente, seguida de un estallido de gases rojos y amarillos. La niña había desaparecido. En el lugar en que estaba parada, después de extinguirse el gas distractor, quedó una tarjeta de presentación. Tenía impresa la efigie de Merlín u otro mago conocido. No lo sabía muy bien. Y tal vez por este detalle, el señor Augusto, frente a los espectadores que empezaban a llegar, rodeándolo, creídos en que la ilusión continuaba, trató de no llorar ni de gritar.

Hernán Grey Zapateiro

Li Wai 2

Ilustraciones tomadas de las obras de: ERIK JOHANSSEN (Foto de portada) y LI WAI (fotos del texto)

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(Cartagena de Indias, 1988) Vive en Cartagena de Indias con breves accesos al mundo ulterior. Egresado de Filosofía de la Universidad de Cartagena. Maestrante en Humanidades Contemporáneas. Docente de Literatura & Filosofía en Educación Secundaria. Narrador de corazón y entrañas descarnadas.

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