El dolor y el derecho a despedirnos de los nuestros también está delimitado por las fronteras. Todos los procesos migratorios, del tipo que sean, tienen algo en común que está marcado por separarse de los seres queridos y estos no son otros que la familia y amigos, por lo menos de una parte de ellos.

Es evidente que no todos los procesos migratorios son iguales, ni tienen las mismas implicaciones. Las fronteras no las cruzan de la misma forma todos los cuerpos. La raza, la clase, el género determinan siempre, de una u otra manera, no solo la forma, sino también el propio derecho a cómo circulamos por el mundo. De tal forma que esos espacios fronterizos vienen a tener diferentes significados para unos y para otros. Lamentablemente, hay demasiadas muertes cada año de personas intentando llegar a su destino. Muertes y violaciones de derechos que no solamente se llegan a justificar, sino que convivimos con ellas como un elemento cotidiano.

Por otro lado, hay gente que no emigra de la misma manera. No se juega la vida y no debe exponerse constantemente para alcanzar su meta. No es cuestión de que se esfuercen más o menos, simplemente tienen un pasaporte, un documento que les garantiza ese derecho, tienen un color de piel que se lo refuerza y tienen unos recursos que se lo materializa. Esto, en términos generales, viene a estar determinado por el lugar y el seno de la familia donde se nace. Algo en lo que no tuvimos capacidad de decisión alguna.

Pero en estos procesos, radicalmente diferentes, hay un punto en común que acabo de señalar. Ambos implican, diría que, en la amplia mayoría de los casos, alejarte de gente a la que se quiere independientemente de las circunstancias que llevaron a tener que irse a otro lugar. Y es este el enfoque que quiero darle hoy a este texto.

De toda esta situación la más complicada sin duda es cuando recibes ese mensaje o esa llamada que nunca quieres recibir. Cuando te dicen que alguien ya no está entre nosotros. En ese momento la distancia se hace infinita. Ya no solo porque parece que se pierde la oportunidad de despedirte, sino porque está el anhelo de poder abrazar y acompañar a los que siguen en pie.

Quién está lejos sabe lo que es la ansiedad, a veces con importantes efectos en la salud, y sobre todo la impotencia de sentir que no se puede ayudar en nada. De escuchar que a tu padre ha sufrido un infarto, de que tu tía tiene cáncer y solo toca esperar, de que tu abuela (tu yaya) a pesar de ser la persona más fuerte que has conocido se le han terminado las fuerzas.

La pandemia creó, de la forma más violenta posible, la oportunidad de que quienes no son migrantes pudieran entender, empatizar y, lamentablemente, vivir el hecho de no despedirse de los suyos. No se podía salir de casa, no se podía acompañar en los hospitales, no se podía rendir el homenaje cultural de despedida en función de las tradiciones y creencias de cada persona. Solo existía la conexión de una llamada, de un mensaje. La misma que tiene cualquier persona que ha tenido que emigrar. Tristemente, no creo (y no parece) que el trauma colectivo que implicó tal situación en tantos lugares, sirviera para reconocer lo que significa vivir eso mismo para tantas personas en circulación por el mundo. Porque las restricciones se fueron, la pandemia un día se acabará, pero las personas migrantes seguirán existiendo no importa qué.

Se podría pensar que aprendemos del dolor. Y quizás sea así, el problema es lo rápido que se nos olvida lo que aprendemos.

Hoy que me encuentro viviendo en otro país, en otro continente, reconozco ese dolor, esa tristeza y ese anhelo de abrazar a las personas que quiero; por ellas y por mí. Y, pese a todo, sé que podré hacerlo pronto. Lo triste es que hay demasiadas personas que no saben cuándo podrán volver a abrazar a los suyos. Y ese es un esfuerzo político al que deberíamos sumarnos todas las personas que ,en los casi ya dos últimos años, no hemos podido despedirnos de quienes se nos fueron.

Es un imperativo político y moral regularizar a quienes son considerados ilegales. A quienes se les niega algo tan humano como poder despedirse de su gente. Para que puedan trabajar, para que tengan los recursos para regresar cuando consideren y sin miedo de no poder volver. Para que se les dignifique la vida. Es un imperativo político y moral que se cambie el modelo de fronteras que deja tantos cuerpos hundidos en el mar sin que nadie los pueda reclamar. Hagamos del dolor un elemento político empático y de la tristeza un elemento de humildad.

Por mi tía Isabel, por mi tío Alejandro, por la yaya…


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Licenciado en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Relaciones Internacionales y Estudios Africanos por la Universidad Autónoma de Madrid. Escribe regularmente en el periódico español El Salto. Sí es un problema de racismo (2018), publicado por la Editorial Diwan Mayrit, es su primera obra. Vive en Cartagena, Colombia.

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