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En esos días sentí que  en ella empezaban a pulular los insectos de la vejez. Las estrías, la flacidez de sus nalgas, sus pulmones marchitos; su cuerpo carcomido era un reflejo del mío.

Fue precisamente su ausencia la que me hizo reconocer la hondura del amor que le tenía. Pensaba en ese sentimiento como en un hecho, así lo pienso ahora y lo pensaré en el futuro. Lo supe desde la noche en que se quedó ciega por unos segundos. Era la séptima ocasión en la que dormiríamos juntos, y antes de desnudarse me describía, como en un ritual, un sueño en el que un orgasmo destructivo la arrancaba del mundo. Lo llamaba la petite mort en su lengua materna, pero esta vez, al salir de la zozobra en la que se vio sumergida, me habló de un río blanco que se le metía por los ojos y luego se regaba en bandada hasta cubrirlo todo. No poseo un recuerdo de su rostro en ese instante absoluto en el que se desplomó en la nada. Yo estaba dentro de ella y escuchaba el batir de unas alas: pájaros asustados que huían acusando en mí el olor de intruso. Tuve la intuición de que en otro lado estaba mi cuerpo, lamiéndola, incrustado en el vientre cuya carne incierta también era la mía.

La vi levantarse tratando de apartar con los brazos al frente la blancura pérfida que la aterraba; la escuché nombrar su miedo con palabras eléctricas; la vi precipitarse casi flotando en ese líquido que la consumía y lentamente su cabeza llegó al suelo dejando un eco maligno en el ámbito.

He vuelto a sufrir ese sueño en el que realmente está en la otra orilla y sus manos se deshojan; sus dedos pétalos caen sólidos trayéndome el agua sus vibraciones apagadas.

Víctor Dormen.

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