Por El Señor Underground
Recibí mi primer cómic en el año 96 a la edad de 9 años en el paroxismo de una depresión que ninguno de mis conocidos se podía explicar. Solo recuerdo a una madre trabajadora y desesperada sin saber qué hacer con su hijo: el horario laboral que ignora todas las necesidades del espíritu: una lluvia de dulces, libros, cómics y otro montón de regalos: la nada de las horas encerrado en un cuarto mientras afuera un millón de infantes lanzaban sus canicas, bailaban trompos y volaban sus cometas: el nacimiento de un monstruo anciano en el cuerpo de un niño: la risa de un bufón desgreñado 18 años después, mientras escribe acostado en la cama estas palabras.
Bla, bla, bla ¿Qué le importa al lector mis primeros infortunios?
Todavía recuerdo el olor de las tardes de sábado cuando llegaba al puesto de revista frente al pasaje de la Matuna y la señora Norma destapaba las cajas recién llegadas, donde el universo Marvel, Image y DC esperaban la lectura del niño gordiflón. Ahorraba toda la semana la merienda con la esperanza del sábado encontrar el nuevo número de Spawn, mi cómic favorito por esos años. Fueron días oscuros donde el único rayo de luz se encontraba en las palabrotas de Al Simmons y su lucha contra Malebolgia, el rey del octavo nivel del infierno.
Y como siempre pasa con las cosas buenas, de un momento a otro dejaron de circular los cómics en la ciudad y la vida se tornó en lo que siempre ha sido, una vieja ricachona aburrida que solo se entretiene matando piojos y moscas. Los puestos de revistas donde alguna vez se encontraban las coloridas portadas de los X-Men, Spider-Man, Hulk, The Avengers, Batman, Superman, Witchblade, Darkness y Spawn; desaparecieron porque Espacio Público consideró que eran negocios que estorbaban el paso a las aventuras de los honorables señores turistas. Fue así como los puestos de revistas de la avenida Venezuela se esfumaron y con ellos la posibilidad de encontrar con facilidad la que era la ambrosía de mi existencia.
Fue en ese momento cuando llegaron los libros como el único refugio para escapar de la realidad, y aunque ya desde los 8 años tenía contacto con ellos, nunca me parecieron más imprescindibles que los cómics. Ahora lo confieso, tanto a mis lectores como a mí mismo: todos los grandes libros leídos solo fueron un intento de llenar el vacío y la ausencia de las viñetas, dibujos y diálogos de los antihéroes de las historietas. Porque los cómics poseen la medida exacta de lo que necesita un hombre para jamás convertirse en un adulto hijo de puta. Los cómics son un paraíso amniótico donde imagen y palabra alcanzan la unidad en su máxima expresión. Los cómics son bombas de tiempo que a cualquiera hacen estallar la cabeza.
Ahora, luego de las crisis de la adolescencia, después de toda la soledad, de todos los cigarrillos fumados y todos los besos furtivos, puedo darme el lujo de decirle a todos, que sería capaz de cambiar todos los libros de Shakespeare por las aventuras de John Constantine. Me quedaría con la Sin City de Frank Miller y mandaría al diablo las ciudades de Hemingway, F. Scott Fitzgerald y Capote. Que se pudra León Tolstói y su Guerra y paz, y larga vida a Watchmen, Preacher, Blacksad, Maus, Transmetropolitan, The Invisibles y Hellboy. Es hora de olvidar a Homero, a Dante, a Cervantes, a García Márquez, para inmortalizar a Robert Crumb, Moebius, Katsuhiro Ōtomo, Alan Moore, Neil Gaiman, Grant Morrison, Warren Ellis, Garth Ennis, Mike Mignola, Juan Díaz Canales, Art Spiegelman, Patt Mills, etc. (JAJAJA).
Yellow Hell City imagina que un millón de antihéroes y villanos caminen por tus calles pateándole el culo a los malandrines, al alcalde, la gobernador y a los policías corruptos. Sueño con encontrar el diario de Rorschach en un hueco de la muralla. John Constantine fumando sus eternos cigarrillos a las afueras de la iglesia San Pedro Claver. Anung-Un-Rama desenterrando el cadáver de una bruja en el cementerio Jardines de Paz. John Blacksad y el gato Fritz sentados en una de las bancas de la terminal de transportes. Spider Jerusalem en el callejón Angosto de Getsemaní, comprando drogas duras para activarse y escribir su próxima columna. Tommy Monaghan bebiendo una cerveza en la Caponera. Marv en las carnicerías del mercado de Bazurto. Walter Joseph Kovacs con un cartel apocalíptico en la avenida Santander. Cassidy ebrio rompiendo una de las ventanas del Hard-Rock Café y Jesse Custer mirando uno de los crespúsculos de Yellow Hell City desde el Salto del Cabrón.
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Mis ciudades imaginarias, mis ciudades insensatas con avenidas y playas de fuego. Con espacio para cigarrillos que nunca se apagan y revólveres veloces y detectives tipo Philip Marlowe y whiskey barato en los callejones oscuros. Yellow Hell City con sus crepúsculos y amaneceres que ofrecen nirvanas a los corazones sensibles. Y los pick-up retumbantes en la noche como percusiones de furiosos dioses negros que juegan a clavarle un cuchillo al desolado burro estelar. En mis ciudades imaginarias de fuego, mi cigarrillo y yo somos la medida del universo. En definitiva, las ciudades imaginarias de un escritor paranoico que solo quiere leer cómics en la cuarta dimensión.
31 de julio 2014