Existen muchas clases de inutilidad, y cada una tiene sus causas. Aquí no se analizarán estas. Se mencionarán algunas formas notorias de lo que podría llamarse disfunción operativa; un simpático bautizo que se me acaba de ocurrir.
Inutilidad congénita. Quienes la padecen cargan con el estigma de que todo lo que hacen les sale mal por más que se esfuercen. Terminan aceptando, a consciencia o no, su destino de ineficientes (es un eufemismo), resignándose a vivir, a lo sumo, una medianía nunca asimilada del todo. Inspiran ternura.
Inutilidad irresponsable. A ella pertenece el numeroso grupo de aquellos que incluso, contando con un aceptable índice de inteligencia, actúan con tanta ligereza que de nada les sirve tenerlo. Lo más triste es que ignoran que la inteligencia es más elemental de lo que piensan: es la capacidad para resolver problemas. Ellos no los resuelven; los crean. El desatino marca su conducta.
Inutilidad sensata. Aquí caben todos aquellos que encuentran quien ‘les dé una mano’, los que saben ‘hacerse a la sombra de un buen árbol’ (apadrinarse y relacionarse bien). Todo lo que pretenden (y consiguen) depende de alguien más poderoso. A diferencia de los anteriores, estos sí alcanzan el ‘éxito’, y cuando lo logran lo consideran una conquista propia; se olvidan de ‘la palanca’, o la niegan. Pero si fracasan le echan la culpa a otro. A diferencia suya, los dos primeros grupos están formados por personas sinceras pues no se andan con rodeos a la hora de reconocer las causas de su infortunio. Definitivamente no sirvo para nada, dice el inútil congénito; eso me pasa por ‘loco’, dice el irresponsable. En ellos se puede detectar cierto aire pintoresco. El inútil ‘sensato’ se pregunta: ¿por qué la gente me envidia tanto?
Inutilidad instrumental. La tragedia lacera como hierro al rojo vivo a los inútiles instrumentales. El inútil instrumental está absolutamente incapacitado para aceptar las reglas del juego de la convivencia social y del mercado laboral que conducen al “éxito”. Es alérgico patológico a su parafernalia. A diferencia de todos los inútiles, ‘no puede’, y ‘no quiere’ encajar en el engranaje operativo que mueve el marketing del llamado ‘recurso humano’ (también conocido como ‘material humano’). Nada más ajeno esta clase de inútil irredimible que el perfil reconocido al ‘talento humano’ que decidiría, por ejemplo, su pertenencia al grupo de los inútiles sensatos. El inútil instrumental no es ‘material’ ni ‘recurso’, ni ‘talento’ humano de nada, de nadie, ni para nadie. A los dos primeros podría redimirlos un poco de autoayuda o superación personal; el tercero, con algo de decencia, quizá dejaría de ser un trepador… Pero el inútil instrumental está irremediablemente perdido. Quizá uno de los más altos picos de esta inutilidad extrema fue George Trakl. Tuvo la dignidad de suicidarse a los veintisiete años. Lo hizo un día antes de tener un encuentro con el filósofo multimillonario Ludwig Wittgenstein, quien había ofrecido entregar a su gran amigo una suma de dinero suficiente para que se dedicara a lo único que sabía hacer: poesía. Cuenta un testigo que cuando Wittgenstein recibió la noticia, tomó el bolso repleto de billetes destinado a Trakl, lo metió en un cajón de su escritorio, y se sentó con el mentón encajado en los nudillos de sus dedos a mirar largo.
Pregunta retórica: ¿por qué Trakl no tomó la ayuda que hubiera salvado su poesía, que era lo que anhelaba Wittgenstein?