Un 25 de marzo, hace noventa y dos años (1925), nació en Savannah (Georgia) la escritora norteamericana Flannery O’Connor. Moriría el 3 de agosto de 1964 en Milledgeville, también ciudad del estado de Georgia. Durante su corta vida (39 años) alcanzó a publicar dos novelas: Sangre dulce (que pasó desapercibida, al igual que la versión cinematográfica realizada por John Huston en 1978), Los violentos lo arrebatan, y el libro de cuentos Un hombre bueno es difícil de encontrar. Su otra obra, el volumen de relatos Todo lo que asciende tiene que converger, la convirtió en una celebridad literaria. Así salió del closet de los escritores de culto para transformarse en la narradora reconocida que pasa a engrosar la lista élite de los grandes autores del sur de los Estados Unidos, al lado de William Faulkner y Carson McCullers. Pero a diferencia de estos, Flannery O’Connor no disfrutó la gloria: Todo lo que asciende tiene que converger fue publicado en 1965, casi un año después de su muerte ocasionada por un lupus (herencia de su padre) que habiendo contaminado su sangre la obligó a usar muletas. Debido a esta trágica circunstancia la tercera parte de su vida transcurrió en una granja familiar donde se dedicó a soportar sus padecimientos, criar pavos reales, y ¡escribir!

Los dos libros de cuento mencionados suman treinta y una historias según la edición global que realizara Editorial Lumen en 2005 en un solo y hermoso volumen. Las impecables traducciones las hicieron Marcelo Covián, Celia Filipetto y Vida Ozores. Me referiré a esos relatos con comentarios abiertos y generales, pero muy precisos, y de manera directa a algunos en especial.

Escribe bien sobre tu aldea y serás universal; estas ocho palabras las pronunció León Tolstoi. Son lo mejor y más inteligente que he escuchado jamás sobre el oficio de escritor. Que Flannery O’Connor  las conociera o no, es imposible de establecer; lo más probable es que sí, habiendo sido una mujer culta. Lo cierto es que en sus narraciones se cumple de manera impecable el célebre apotegma del escritor ruso. El contexto rústico y provinciano formado por verdaderas aldeas de lo que fuera el sur norteamericano en la primera mitad del siglo pasado constituye la ‘sopa primordial’ que alimenta sus historias. Consideraré algunas de las fortalezas con las que ‘traduce’ (para usar la expresión de Julia Kristeva), la recia amalgama en que se funden su experiencia personal con el árido entorno sureño. Anoto como primera, porque es la que determina la vigorosa musculatura de todas las demás, la inagotable capacidad de esta autora para capturar (¿o escuchar?) los tonos estéticos implícitos en el habla coloquial y popular (incluso, sin suavizar sus asperezas), y transformarla en lenguaje literario, en decir estético. De ello dan cuenta sus económicas y a la vez intensas descripciones, pero más que eso, su habilidad para perfilar caracteres psicológicos con escasas pinceladas, especialmente en los diálogos. Como se sabe, el gran maestro de esta a veces inhallable cualidad fue Shakespeare. Todo lo demás (personalizaciones, tramas, argumentos) no son más que un desovillar la portentosa factura de un estilo que aumenta su caudal a medida que fluye. Tal ocurre, por ejemplo, con sus personajes. Por lo general (no recuerdo excepciones que merezcan ese nombre), estos se distinguen por su rusticidad, ordinariez, mezquindad, y a veces muy grosero talante; a lo anterior hay que agregar, cuando la personalización lo reclama, una crueldad ilimitada que agrede al lector desestabilizando por completo sus expectativas sobre posibles finales, si no felices, al menos justos. Pero no hay tal, salvo desolación y desesperanza. A ellas se ha llegado porque en un momento (instante, en realidad) en el trascurso de la historia, se produjo una violenta fractura que modificó por completo el mapa existencial de los protagonistas impregnando al lector con la tragedia que los destruye; aunque también, en ocasiones, los conduce a reconocerse en su lado oscuro, oculto. Al respecto, Gustavo Martín Garzo, prologuista de la edición de Lumen, cuenta como en una ocasión a una lectora que le reclamara por no desarrollar temas que ‘elevaran el corazón’, Flannery O’Connor respondiera, según paráfrasis de Garzo: si su corazón hubiera estado en el lugar adecuado se habría elevado. Lo anterior no excluye que también creara personajes nobles e inocentes, y tal vez por eso, victimizados por las circunstancias, o lo que es peor, por sus coterráneos, allegados, o incluso, familiares más cercanos. Siempre he creído que lo que mejor define el valor de un buen texto literario es el interés humano; sin eso todo lo demás se desploma; o siendo generoso, se carcome y apolilla. Pues bien, según mi opinión la criadora de pavos reales de Milledgeville, es una de las escritoras que alcanzó uno de los picos más altos en los registros del interés humano de la literatura norteamericana de la pasada centuria.

Pero como dije que abordaría varias fortalezas, paso a la siguiente. Me refiero a la pericia con que da cuenta de complejas problemáticas socio-culturales (religión, política, costumbres, racismo…) sin hacer la más mínima concesión al realismo social (¡del malo, por supuesto!); o lo que es peor (y tan frecuente en la literatura colombiana de las últimas tres décadas), caer en clichés, consignas, o deslucidas denuncias de la violencia, la injusticia, o la pobreza. Pocas veces he leído (Erskine Caldwel y Ralph Ellison son buenos ejemplos de novelistas), en la abreviada forma del cuento, un alegato tan urticante y corrosivo contra el racismo norteamericano (¡sin tomar partido!) como el propuesto por Flannery O’Connor en sus narraciones (El día del Juicio Final). Al igual que con ese inveterado fenómeno norteamericano, raizalmente sureño, otras problemáticas estructurales no menos profundas y graves (tal el fanatismo religioso), emergen de sus cuentos sin que se indicien ni indaguen las causas de su ocurrencia; lo mismo aplica para los eventos acontecidos y el accionar de los personajes. En estas historias nunca se explica, nunca se justifica; nada se defiende ni cuestiona. Simplemente existe, en un aparecer literario, la calidad implícita de un ser social, de una idiosincrasia. Ante ellos la escritora, según testimonia Martín Garzo, no fungía de “criada de su época”, ni aspiraba a “hacer una literatura que cicatrizara sus heridas”. A las anteriores líneas gruesas mencionadas debe añadirse la perfección de los finales de los relatos. Ante ellos el lector siempre se preguntará: ¿qué pasó? No porque se trate del  mal llamado ‘final abierto’ (como si todos no lo fueran), sino porque lo que hay debajo, después del último ‘punto’ (signo de puntuación, para evitar anfibologías), es una ausencia total y un descenso hacia nada que suscitan desconcierto. Es el infirme y lábil piso a que no están acostumbrados los ‘lectores hembra’ (la expresión es de Cortázar; con el perdón de las feministas furiosas). Tal vez fue esa la situación que llevó a la lectora aludida atrás a quejarse de que historias así no permitieran ‘elevar el corazón’. Recordemos la respuesta: si el lector “lo tiene en el lugar adecuado”, este se elevará. Los finales a que me acabo de referir no hubieran podido ser diferentes. Sencillamente porque solo ellos, y no otros se correspondían con los tensos conflictos y circunstancias que los predeterminaron; y esta es otra de las muchas habilidades de Flannery O’Connor. En pocos escritores encuentra uno la perfección con que ella articula, valiéndose de tramas impecablemente estructuradas, esos desenlaces friables, imprecisos; provocadores y provocados por sus desencadenantes sicológicos y espaciales. El crescendo  cada vez más vertiginoso del pálpito anímico de unos protagonistas rotos, desarreglados y conflictivos con ellos mismos y con todo, no podía conducir a algo diferente a una caída, que en realidad configura una complicada epifanía. Sin embargo en ocasiones, tras ella, aunque sobrevenga la muerte, se produce el encuentro con la  tan ansiada libertad; ya sea física o espiritual.

Quiero terminar (como dije al principio) refiriéndome brevemente y sin ahondar en detalles, a algunos cuentos en particular, ofreciendo un punto de vista más asertivo que analítico sobre sus inconmensurables bondades literarias. En primer lugar, Un hombre bueno es difícil de encontrar y Las dulzuras del hogar  además de reunir las fortalezas mencionadas, poseen los rasgos estilísticos y las atmósferas cargadas de violentas tensiones que décadas después elevarían a categoría de paradigmas del thriller o de la novela negra, autores como el James Ellroy de La dalia negra, el Edward Bunker de Perro come perro y No hay bestia tan feroz, así como el Raymond Chandler de El largo adiós. Lo que más impacta del asunto es que en estos clásicos del género policíaco se encuentra in extenso, lo que en Flannery O’Connor está densamente coagulado. ¿Será por aquello de ars longa vita brevis? En segundo lugar, El escalofrío interminable  y  La cosecha, son dos de los más perfectos relatos que he leído sobre la plasmación literaria del conflicto entre realidad vivida y potencia creadora que padece todo artista auténtico (¿acaso vale ese aguado calificativo cuando sufija a ‘artista’?). En ambos se percibe la desgarradura que  marcó al rojo vivo la corta existencia de la escritora. Con el perdón de, y el respeto que merece Henry James, La lección del maestro, siendo más extensa, se queda corta ante la granítica consistencia de los ‘escalofríos’ y las ‘cosechas’ de la criadora de pavos reales. Lo dicho sobre la nouvelle de James también puede afirmarse de la (no por eso impecable), a veces simplona e innecesariamente dilatada Ewald Tragy, de Rainer María Rilke. Ambas son verdaderas ficciones autobiográficas de sus autores. Por último, La buena gente del campo, que comienza como una predecible y sensiblera intriga rosa, termina convertida en una escalofriante historia de terror; no en el sentido convencional del género, sino por su capacidad para des-ocultar lo horripilante del ser humano a partir de esos personajes ordinarios, avinagrados, y crudelísimos, típicos del provinciano sur estadounidense. Algo parecido ocurre con Un círculo en el fuego, con la variable de que sus protagonistas son apenas unos adolescentes. Mientras en Una vista del bosque, además del violento sadismo endémico y la típica mezquindad sureñas, emerge una conciencia ecológica y ambientalista infrecuente en la época. Pero el caso tal vez más impresionante es el de Patridge en fiestas. Aquí se realiza una anticipación casi radiográfica de lo que se bautizaría icónicamente como ‘tiroteo masivo’. Recuérdese que el primero ocurrió apenas a dos años de la muerte de la escritora: el 1º de agosto de 1966, en la Universidad de Texas. Esta narración tiene el singular mérito de colocar en tela de juicio, más que al  criminal, a la sociedad que lo genera y propicia. Los nueve textos cuyos títulos he mencionado son perfectos literariamente. Nunca he dejado de pensarlos desde los remotos días de nuestro primer encuentro. Más por encima de todo, me enorgullece ser uno de los pocos (quisiera decir muchos) lectores de los treinta y un cuentos de Flannery O’Connor; de experimentar a través de ellos una poderosa empatía con su inocente felicidad estoica de escribirlos criando pavos reales y soportando dolores innombrables. Casi paralítica.

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Natural de Ciénaga de Oro (Córdoba). Fue profesor del Programa de Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena durante veinte años. Autor de la trilogía novelística Todos los demonios conformada por Días así, Metástasis (ambas publicadas), y Proyecto burbuja (inédita). El resto de su obra se encuentra inédita, y está formada por otra novela, varios libros de cuento y de ensayo, un poemario, y otros escritos.

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