Los cines en Colombia siguen perpetuando la discriminación cultural. Una discriminación que segrega a la audiencia, clasificándola bajo un prejuicio estúpido que decide quién es digno o indigno de ver los productos que proyectan.

Solo basta recorrer las diferentes zonas de la ciudad para ver cómo las carteleras cambian según el estrato o ubicación regional.

En Bogotá, por ejemplo, solo en las zonas céntricas o más acomodadas se puede tener la libertad de elegir entre una gran variedad de películas: ¿quiere cine taquillero? Se le tiene. ¿Quizás algo más dramático, o tal vez cine latinoamericano? También se le tiene. ¿Y cine independiente o contenido alternativo, como teatro o visitas virtuales a museos? También se le tiene. Siempre en su idioma original, como es lo ideal.

Pero si se está en sectores más populares o más periféricos, se asombra uno al descubrir que es imposible encontrar una película alternativa o, al menos, con subtítulos. Y no estoy entrando a la discusión de que los grandes taquillazos tipo Avatar sean menos cine que las cintas independientes o menos taquilleras, sino señalando cómo, según el sector, los cines asumen lo que debería ser el contenido correcto para la población de los alrededores.

Y ni qué decir de los cines que quedan en los municipios aledaños. Los «pueblos», que más que pueblos son ahora nuevas pequeñas ciudades, con todos los servicios que una capital ofrece, parecen ser, a los ojos de los cines colombianos, el lugar donde vive gente incapaz de procesar «otro cine». Yo vivo a las afueras de Bogotá y en el Royal Films del centro comercial que queda a pocas cuadras de mi casa, la cartelera se reduce a dos películas que se proyectan una y otra vez a lo largo del día, dobladas siempre al español, porque «los pueblerinos qué van a poder leer subtítulos».

Y en la ciudad es igual. Para quien vive en Bogotá, si vive en el sur, le será imposible encontrar algo que no sea un blockbuster en la cartelera, y mucho menos en su idioma original. Y ni se diga de contenido alternativo, que para disfrutarlo hay que atravesar media ciudad hasta la zona céntrica, porque no más de tres salas tienen este contenido disponible.

Pero la cosa también va en el otro sentido, porque en las zonas más acomodadas es raro encontrar cine doblado al español, como si dijeran «aquí no viven ignorantes que prefieran un doblaje al idioma original».

¿Quién se encarga de sectorizar la cartelera de los cines del país? A estas alturas, resulta absurdo que se tengan estas concepciones tan elementales de la población, especialmente cuando el cine pirata y las plataformas de streaming han hecho lo que los cines nunca han podido hacer: democratizar el acceso al contenido sin segregar a nadie. Este fenómeno discriminatorio no es más que la evolución de lo que sucedía hace cincuenta años, cuando los teatros proyectaban más cine latinoamericano porque aquí «qué íbamos a entender cine de otros lados».

El cine ya no tiene barreras. Se puede ver Netflix, Mubi o Amazon en cualquier rincón del mundo, doblado o subtitulado. Es el espectador quien elige lo que quiere ver y cómo disfrutarlo. La gente ha aprendido a disfrutar un Avatar tanto como una Aftersun, sin sentirse subestimadas frente a la pantalla. Hay cinéfilos en el norte y en el sur. El gusto por el arte no es una cuestión de estratos.

¿Por qué, entonces, los cines siguen privando a la gente de una experiencia cinematográfica plena? Es una pregunta y un reclamo necesario, más aún cuando el acto de ir a cine es cada vez más raro. Que una persona quiera ver en su cine más cercano una película que desea, pero le sea imposible porque la experiencia se le niega en la cara, solo invita al espectador a verla en su plataforma de confianza, legal o pirata. Nadie se desplazará kilómetros para ver una cinta que fácilmente puede encontrar en su televisor, ni mucho menos perpetuará voluntariamente la estúpida segregación que los cinemas locales hacen a la población.

Sucede en todas las ciudades, en todos los departamentos. Y es un factor que se suma a la discriminación cultural de la que participan otros espacios de difusión artística como librerías, teatros y museos. El arte en toda su magnitud sigue siendo, desafortunadamente, para quien en apariencia sea merecedor de él. Para el resto del vulgo solo basta un producto primario, elemental, pues su intelecto no da para más. Y es lamentable que suceda con el cine, quizás una de las expresiones artística más populares.

Si los cines no replantean su ciega hegemonía, que cada vez se diluye con la oferta doméstica, están condenados a desaparecer o, al menos, convertirse en una opción eventual de la que se puede prescindir en cualquier momento.

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(Cali, 1992). Reside en Bogotá hace 17 años. Profesional en Estudios Literarios y tecnólogo en escritura para medios audiovisuales. Director del sello editorial La Plena Noche. Hijo de la televisión enlatada, salsero hasta la médula, coleccionista de libros de terror y defensor de la cultura pop.

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