El señor Augusto paseaba con su pequeña hija por las calles de la ciudad amurallada. Querían visitar las fortificaciones, pero antes se detuvieron en la plaza. El espectáculo del ilusionista reunía un público multitudinario. Lo rodeaban observando esgrimir su bastón mientras escupía una sarta de conjuros intraducibles. Hacía aparecer confites de las orejas de las mujeres, mendrugos de pan en los bolsillos de los indigentes, y las palomas respondían a su orden. Era un acto desbordante de sorpresas. El señor Augusto quiso detener a su hija, pero intrigada por los conejos blancos salientes por el sombrero del ilusionista, ya se…
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