El libro de Francisco Javier Flórez Bolívar tiene un nombre largo y académico que hace gala a la rigurosidad investigativa de su autor como historiador[1]. Relata el surgimiento de la intelectualidad afro en el país y, como era de esperarse, parece más la narración de un camino de lucha contra la discriminación racial. Los datos se concentran en Cartagena y en el Chocó, lo cual tampoco sorprende debido a la población mayoritariamente afro de estos territorios.
El racismo en Colombia ha tenido proporciones desmesuradas que generan secuelas hasta hoy. En el libro, Flórez Bolívar logra visibilizar cómo en los años 60 y 70 existía en Colombia una política pública que apostaba por la homogeneización de la población en términos raciales como una estrategia de desarrollo. Parecía que tenía todo el sentido del mundo invertir los esfuerzos públicos en “introducir migrantes europeos para reproducir una casta vigorosa y, por supuesto, blanca”[2]. Según sus defensores, esto mejoraría las condiciones del país porque los negros estaban cerca de la barbarie y no tenían autocontrol. Además, supuestamente, también disminuía las posibilidades de una guerra racial. ¿Alguien se habrá preguntado el papel de las mujeres en esa cruzada por mejorar la raza? Porque para parir blanquitos se necesitan mujeres negras sexualizadas que los europeos quieran seducir.
No obstante, este libro no aborda de manera central la presencia o ausencia de las mujeres en los espacios intelectuales. Aunque se mencionan algunos episodios de discriminación porque jovencitas de color no eran aceptadas en los colegios de señoritas, hay muy pocas o casi nulas referencias a mujeres pertenecientes a esta vanguardia intelectual que Flórez Bolívar intenta sacar del olvido. La investigación se trata de hombres negros que, a pesar de contar con una sólida formación académica y gozar de reconocimiento público por sus aportes al arte o al liderazgo social, no eran aceptados en los círculos intelectuales y políticos del país por una única razón: el color oscuro de su piel.
El papel de la universidad pública fue determinante para la formación de estos intelectuales negros. La creación de la Universidad del Magdalena e Itsmo (hoy Universidad de Cartagena) y la Universidad del Cauca permitió que los jóvenes de las regiones costeras se profesionalizaran en las escuelas de jurisprudencia y medicina. La gran apuesta de estos hombres era anteponer valores como el mérito a las diferencias de clases y de origen. Su herramienta: las instituciones educativas laicas y libres de cualquier prejuicio social.
Sin embargo, acceder a la educación no fue suficiente para eliminar la exclusión, pues la verdadera barrera eran los prejuicios fundamentados en el determinismo geográfico. Los gerentes del centralismo asfixiante del país sostenían que la pobreza de las costas del Pacífico y el Caribe se debía a las características raciales de sus habitantes, puesto que las zonas del trópico eran lugares contrarios al cultivo de la vida civilizada. Para justificar estas ideas, recurrieron al “racismo científico” o “darwinismo social”, una ideología que atribuía la desigualdad social a una supuesta jerarquía biológica entre grupos humanos. Así, se perpetuaba la idea de inferioridad de las zonas tropicales, ignorando las complejas realidades sociohistóricas que han marcado el atraso de estos territorios, sirviendo de excusa para excluir a sus pobladores de la administración local. Los problemas administrativos y de corrupción eran fácilmente explicados por “la natural holgazanería e incapacidad de los nativos”[3].
Intelectuales y políticos como Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro y, posteriormente, Laureano Gómez, impulsaron un proyecto de identidad nacional construido sobre el culto a la herencia española. Era un ideal consolidado en tres pilares hispánicos: la religión –católica–, la lengua –castellana– y la raza –blanca–. Sin embargo, estas aspiraciones por construir un orden social más igualitario terminaron instalando miradas racializadas y prejuicios culturales hacia todo lo que quedaba fuera del modelo de “unificación nacional”.
Ante este escenario, los intelectuales negros se vieron obligados a recurrir a los discursos del mestizaje para integrarse al proyecto de nación. En Colombia, aún persiste el empeño por caracterizar a todos los habitantes como mestizos, como si le tuviéramos miedo a la categoría de negro. A mi juicio, el gran aporte de este libro es mostrar que la “reafirmación del orgullo racial no desconoce el carácter mestizo de la nación, sino que lo enriquece”[4].
De la exclusión surgieron voces precursoras de una narrativa emancipadora que rescataba las expresiones populares, como las coplas, los tambores, el porro y la cumbia. El libro destaca a poetas pioneros de este giro, como Candelario Obeso, quien resaltó la cultura heredada de África —y no de España—, y Jorge Artel, que exaltó los valores costeños a través de la inclusión de festividades populares celebradas en Cartagena. Al tiempo, músicos como Lucho Bermúdez, José Pianeta Pitalúa y Adolfo Mejía popularizaban ritmos y bailes de negros y mulatos en los carnavales. Por su parte, Manuel Zapata Olivella y Gregorio Sánchez apostaron por los relatos que retrataban la vida cotidiana y las aspiraciones de los trabajadores y campesinos negros; con esto, incorporaron las realidades regionales en las narrativas del modernismo literario colombiano.
En sus conclusiones, el libro subraya cómo la historia de la intelectualidad colombiana ha privilegiado a los letrados del mundo andino, relegando a un segundo plano las voces de la periferia. Por eso, la investigación de Flórez Bolívar es, ante todo, un acto de justicia histórica que visibiliza a quienes desde las regiones han realizado aportes fundamentales al desarrollo intelectual de la nación. Además, constituye una cruzada para acabar, de una vez y para siempre, los discursos sobre el determinismo geográfico.
Los esfuerzos por exaltar las iniciativas y personajes que trabajan en las regiones son una lucha viva. Este libro muestra lo absurdo que es seguir insistiendo en la idea de “mejorar la raza”. Los habitantes de las costas colombianas están plenamente capacitados para ser referentes intelectuales y políticos, así como para administrar sus propios territorios. Las supuestas limitaciones para ejercer la autonomía territorial son simplemente un prejuicio de origen y de raza.
El primer paso que tenemos que hacer los costeños del Caribe y del Pacífico es enorgullecernos de nuestras expresiones propias. Habitar nuestro lenguaje y nuestra cultura permitirá posicionar a nuestros talentos locales en los pedestales de la nación. Sentir el orgullo desde lo que somos y no desde lo que aspiramos a ser.
Cierro con una frase recogida en el libro, pronunciada por un funcionario local, que resume el espíritu de esta obra: “que se deje al nativo organizar su vida y desarrollar su potencial, que se aumente su autonomía para evitar las absurdas organizaciones que se establecen desde Bogotá”.
[1] Título del libro: La vanguardia intelectual y política de la nación. Historia de una intelectualidad negra y mulata en Colombia, 1877-1947.
[2] Flórez Bolívar, pág. 57. Incluye una cita de Alfonso Múnera.
[3] Flórez Bolívar, pág. 118.
[4] Flórez Bolívar.