I
Amor

Lo primero que hay que reivindicar es la importancia del afecto como motivo literario y detonante de la sensibilidad creadora de Marcel Proust. Y es que el autor de En busca del tiempo perdido, a diferencia de varios antecesores, contemporáneos suyos, así como posteriores a él, no se distinguió por los afanes de un trasegar agitado, frenético, hacia lo exterior, aun cuando por su condición de millonario hubiera podido permitirse esa licencia. Nada más ajeno a él que el nomadismo alucinado de un Rimbaud, la disipación vitalista de un Jack London, o el aventurerismo de Herman Melville. Los suyo siempre fue el mundo interior: las pasiones y las emociones. Por eso, en contravía con esos y otros congéneres suyos, Proust decía: ‘huyan de las tempestades’ (1). Tal vez se refería a las naturales, porque a lo mejor, en su caso, ellas no estaban fuera, sino dentro de él. ¿Es que puede haber una tempestad más tempestuosa que el amor? Ese amor del cual Proust fue víctima propiciatoria en el más puro sentido sacrificial de la palabra, ya que sus objetos, para desdicha suya, siempre fueron lacerantes.

De su experiencia particular en ese sentido hay que destacar primero que todo el que quizás vivió más intensamente: la tormentosa atracción edípica ejercida sobre él por su madre Jann Weill. Edipo que ni siquiera desapareció después de la muerte de su progenitora pues todo indica que continuó hiriendo su alma y su conciencia bajo la forma culpable de un complejo de matricidio. En segundo lugar están los amores derivados de su condición homosexual (correspondidos o no); algunas veces interrumpidos también por la muerte, otras por la separación o por la renuncia del (o al) amado. Así, lo que para cualquier persona no hubieran sido más que los panes de cada día, para Proust fueron marcas que determinaron el inicio y recorrido de una de la aventuras estéticas, éticas, y existenciales más intensas de la historia del arte.

Sin embargo, no debe perderse de vista que la pasión sin sensibilidad no conduce a la alquimia artística, ya que una pasión insular termina en hedonismo barato, mientras la sola sensibilidad acaba convertida en sensiblería. Con respecto a lo dicho, en Proust irrumpió lo que podría denominarse una sensibilidad-esponja, ya que su percepción no simplemente oía, miraba, gustaba, olfateaba, o palpaba… Más que hacer eso, sus sentidos actuaban como terminales orgánicos de esa antena receptora que él era. Podría decirse que al percibir un entorno, lo incorporaba a su ser asimilándolo simbióticamente. Eso explica cómo y por qué al recibir el impacto de un signo del lenguaje corporal (postura, gesto, tic facial); al observar la disposición de unas baldosas asimétricas (núcleo conceptual de El tiempo recobrado); al degustar un simple bizcocho (‘magdalena’) con té (final de la primera parte de Por el camino de Swann)… Esas simples acciones y objetos eran atrapados, encapsulados en un laberíntico archivo memorioso formado por su memoria individual amalgamada con la que poseen los objetos, para posteriormente resurgir ambas, intactas, con todo lo que les pertenecía: tanto a la suya como a la de las cosas absorbidas, y gracias a un estímulo asociativo actualizarse como ficción literaria en sus novelas. El proceso, repetido sin parar con ambientes, personas, sucesos, hizo de cada recuperación un registro minuciosamente obsesivo, moroso hasta la fijación cuyo resultado fue la construcción, palabra a palabra, de esa catedral gótica levantada con su decir literario, que es En busca del tiempo perdido; más de cuatro mil páginas de abrumadora perfección poemática, muchas de las cuales no fueron corregidas.

II
Enfermedad

Marcel Proust padeció desde niño un asma mortal. Sin ella, su vida, sus pasiones, sus relaciones sociales y su misma sensibilidad nunca hubieran sido lo que fueron. De no haberla sufrido a lo mejor no hubiera escrito nada. El asma condicionó y moldeo su existencia de manera absoluta. A sabiendas de que con el asma vivía en una muerte anticipada, Proust la temió con la misma intensidad con que amó la vida. Sobre el asma Séneca había dicho que en todas las otras enfermedades se está enfermo; en el asma se exhala el alma. Por eso los médicos la llaman meditatis morti (perdón por el latinajo); es decir, preparación a la muerte, o ejercicio de muerte. El mismo Proust la consideraba ‘la muerte ya instalada dentro de él’. Como enfermedad incurable que era, igual que la neurosis que también padecía, la asumió como su ‘mal sagrado’, para dedicarse a construir su catedral. De esta manera el escritor maduro que entonces era, se atalayó encerrado en su aristocrático bunker del segundo piso del número 9 del Boulevard Malesherbes, con su nuevo y último amor: recuperar el ‘tiempo perdido’, tal como lo hiciera como adolescente, en plena flor de la vida, amando y dejándose amar por Willie Heath, por Reynaldo Hahn y por Lucien Daudet; siendo joven por Antoine Bibesco, Bertrand de Fénelon, y más adelante, cercano a la madurez, por Alfred Agostinelli. Pero a diferencia de su actual sombrío enclaustramiento, con todos ellos tuvo como común denominador torrenciales explosiones de luz, espacios abiertos, contacto directo con el aire, las piedras, el agua, los árboles y prados, en las más hermosas ciudades y paisajes de Europa. Carpe Diem… Pero de nada le sirvió; su asmático futuro lo aguardaba como una fatalidad.

Fue así como Proust terminó haciendo de la vida interior el centro de su experiencia. Si el asma lo obligó a sumergirse en las penumbras, también encendió dentro la luz que le quitó afuera. En ninguna obra de la literatura universal, pero en ninguna, la luz tiene tanta importancia como en En busca del tiempo perdido. Algo que solo es comparable con lo que hicieron Johannes Vermeer en la Pintura, y Baruch Spinoza en la filosofía. El manejo literario de esa presencia es una de las características que mayor gratificación causa a sus cada vez más escasos lectores. Podría decirse que entre ese motivo literario y la realidad vivida por el escritor, existió lo que (haciendo una aplicación extensiva) los académicos denominan ‘registro de contraste’. La solución que dio Proust a una situación literaria que curiosamente invadió su vida transformándose en realidad vivencial, fue un enclaustramiento extremo. Así trató de paliar la intensidad de su gran tragedia personal: saber que el asma era tan invencible como su deseo de acometer la escritura de En busca del tiempo perdido.

‘Alrededor de 1885, el asma de Proust se volvió un sistema, generando enfermedades secundarias, hábitos, rituales que transformaron completamente su vida. De pronto, sin previo aviso, llegaba. La hora favorita era la noche, cuando el enfermo dormía profundamente. Por veinte, o treinta, o cuarenta horas, Proust sufría crisis de asfixia: no podía respirar, ni hablar, ni comer, ni escribir; empalidecía, tenía sudores fríos, el cuerpo se helaba; y la fiebre subía hasta el delirio. Tenía que permanecer inmóvil como un cadáver’. Mas por extraño que parezca, por esos misteriosos mecanismos bióticos que distinguen a las naturalezas lastradas por le enfermedad, en Proust el mal tenía efectos benéficos. En realidad actuaba como ‘un maravilloso instrumento de conocimiento y dilatación. Sin parecerlo, ayudaba a llevar luz donde había sombra’. Así se comprende que hiciera suyas las palabras con que el médico Du Boulbon se refería a sus pacientes asmático-neuróticos: ‘pertenecen a esa magnífica y compasiva familia que es la sal de la tierra. Todo aquello verdaderamente grande que conocemos nos viene de los neuróticos… Son ellos y no otros, los que han fundado las religiones y compuesto las obras maestras’.

III
En paz con el enemigo

Tal parece que Proust descubrió la existencia de una estrecha relación entre su patología y su condición artística. Ese hallazgo sería determinante de su actitud hacia su propia afección física y ante su evidente neurosis. ‘Hubo momentos en que llegó al umbral de la curación. Pero no quiso curarse. Organizó un ritual que la combatía para mantenerla viva, porque el asma era, en primer lugar, su mal sagrado; esto es, su arte’. Parte de ese ritual fue que el asma lo recluyó en la noche aun cuando fuera de día; una noche artificial: ‘se iba a la cama al medio día, a las dos de la tarde, sin ninguna necesidad aparente, solamente para obedecer a la voluntad de la Recherche’. (…) ‘Gracias al asma y a su hijo el insomnio, Proust se construyó la cárcel-tumba donde vivió encerrado más de veinte años de su vida: sin aire, sin luz, sin ruidos, sin movimiento, sin cambio, sin mundo’. Las ventanas de su habitación-bunker tenían doble vidrio, sus cortinas eran oscuras y las paredes revestidas con corcho impedían la entrada y salida de sonidos; un útero artificial que lo protegía como una madre. ¿Sublimación de su adorada Janne Weill? Encerrado ahí ‘hacía inhalaciones por la mañana o más veces al día. Quemando junto a la cama polvos Legras que transformaban la habitación en una cueva de brujas, donde se formaban y se disolvían pesadas nubes oscuras y azuladas, dejando residuos sobre cada sábana, sobre cada libro, sobre cada cuaderno’.

¿Cuándo había comenzado aquella pesadilla? ‘Se dio cuenta por primera vez cuando era niño. El doctor Martin le dijo que las cauterizaciones nasales impedirían la acción del polen. El niño tenía tanta confianza en la ciencia de los adultos que se dejó hacer diento diez cauterizaciones. “Ahora vayan al campo, no puede volver a tener la fiebre bronquial” le dijo el doctor. Tranquilo y seguro en niño fue al campo con su padre y su madre. Cuando encontró la primera lila en flor, que hubiera debido ser del todo inofensiva, fue asaltado por una crisis de asma tal que los pies y las manos se le volvieron violetas como las de los ahogados’.

Muchos años más tarde, el adulto Proust, ‘encerrado en su cárcel tenía necesidad de pocas cosas. Si un rayo de sol entraba en su cuarto, él sabía qué tiempo hacía en el mundo del cual estaba excluido, entonces todo su ser explotaba de alegría y se sentía transportado a mundos de puro esplendor’. De igual manera, ‘escuchaba la sonoridad y las campanas de los tranvías que pasaban por el boulevard; y súbitamente descubría las distintas cualidades del tiempo.’ (…) ‘Al final no tenía necesidad de ningún socorro externo. El tiempo estaba escondido dentro de él: todas las luces y las músicas y los estremecimientos de la naturaleza ocupaban su organismo; su cuerpo era el universo. Bastaba que interrogase a la “ciudad interior de los nervios y los vasos”, escuchando “el pequeño pueblo de sus nervios” activos y atareados, para saber todo lo que sucedía afuera, en el desolado mundo externo. Su cuerpo de recluso vivía perennemente en relación con la totalidad vibrante del cosmos, con la solidaridad de las fuerzas elementales. A menudo se lamentaba de vivir segregado, sin felicidad, ni alegrías, ni placeres, sin ver siquiera una flor o una muchacha, víctima de la enfermedad y del libro al que se había sacrificado por sí mismo. Es cierto, la renuncia le costó mucho. Sin embargo no había renunciado a sus deseos, al ‘amor ardiente’ que experimentaba por las cosas, a acariciar con la ‘mirada interior’ las alas cambiantes y vibrantes de la belleza del mundo’.

 

IV
Epitafio

A finales de 1922, la muerte –‘amada, odiada, deseada, temida’– comenzó a acercarse. El 21 de octubre se hizo manifiesta una irreversible pulmonía viral. Casi un mes después, el 18 de noviembre, la luz interior que lo animaba se apagó. A lo mejor ya no la necesitaba: la había trasladado a En busca del tiempo perdido inundando sus páginas con ella, onda por onda hasta su último fulgurar, siempre ‘torturado por la alta fiebre, el insomnio y una tos terrible’.

Alfred de Vigny, uno de los amores literarios, intelectuales, y de clase social más intensos de Proust tiene, en su poema La muerte del lobo, unos versos que bien podrían servir de epitafio al autor de la Recherche.

Rogar, llorar gemir es igualmente vil. 
Haz enérgicamente tu corta y pesada tarea, 
y después, como yo, sufre y muere sin hablar.

______________
(1) Citati, Pietro (1998). La paloma apuñalada (Proust y la Recherche). Editorial Norma. Bogotá. Todas las citas fueron tomadas de dicha edición.

 

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Natural de Ciénaga de Oro (Córdoba). Fue profesor del Programa de Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena durante veinte años. Autor de la trilogía novelística Todos los demonios conformada por Días así, Metástasis (ambas publicadas), y Proyecto burbuja (inédita). El resto de su obra se encuentra inédita, y está formada por otra novela, varios libros de cuento y de ensayo, un poemario, y otros escritos.

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