In memoriam Arthur Rimbaud,
L’enfant Terrible.

I

La Reina pensaba sobre lo leído en la biblioteca de Palacio. Había demorado la mañana y la tarde entera tratando de descifrar paisajes descritos en un minucioso catálogo de viaje. El Rey, su esposo, incitando su acompañamiento a la reubicación de varios volúmenes persas, traídos en su última expedición por oriente, le obsequió el librillo, como evidencia de otras formas de existencia. No es que la reina dudara que la extensión de su mundo se remitía simplemente a los límites de Palacio. Lo que ocurría era que el rey carecía de talento para contar una historia. La lectura cumplía esta función, con laborioso aplomo; siempre y cuando tuviera en su poder el indicado.

El librillo estaba escrito a mano, una tinta parduzca temblaba de un margen a otro, ocupaba las páginas con absoluta devoción. Sin espacios para la duda, su autor, fugitivo y seguramente anónimo a un tiempo remoto, se empecinó en relatar cada paisaje al suroeste y el norte de África. Esto fascinaba a la Reina. No es que se preguntara sobre si los tiburones blancos en verdad se apareaban bajo la luna llena, o cómo había naufragado la embarcación en el arrecife de coral rojo. La intriga y, más tarde, su impensable obsesión, era producto de la rapidez notoria con que fue escrito el librillo. Sobre todo a la percepción de los detalles y a la iluminación de cada rincón salvaje e indómito. Apuntaba su redacción al pulso visionario de un poeta.  

El Rey aseguró desconocer su origen. Por razones que resultaban obvias de mención, lo leído en el librillo no correspondía a la excursión de su esposo. Ni a un mínimo de parcela por los terrenos de Brahma y de los incansables atributos de Shiva, la del tercer ojo. La Reina supo que el librillo había cruzado más de un continente para llegar a su regazo. Que el Rey aducía haberlo encontrado en un bazar de los que pululan en las plazas árabes. Todo señalaba al misterio y a las vicisitudes de un orden inexplicable. Y así iniciaba, en las jornadas de jardines de la Reina, una desbordante pasión.

Habría de esperar su reacción como el grito de una hueste furibunda. No había otra explicación. Cada día traía una nueva relectura, más vivaz, penetrante, más avasalladora que la anterior. La biblioteca de Palacio, antiquísima arquitectura, no la desvelaba. Los papiros, libros, volúmenes de filósofos griegos y egipcios, vetusta astronomía aburrida, le brindaban el desentendimiento a la sabiduría. La Reina quería hacer parte de las arenas oceánicas, surcar el oleaje sobre el caparazón encriptado de las tortugas, ser capaz de dormir en las cuevas sinuosas. El sentido de la existencia humana, se decía –no sin cierta pronunciación melancólica–, debe ser perseguido en todas sus posibilidades.

Sin embargo, los prodigios de la imaginación conjuran cualquier suerte de fantasmagorías y encantos, que la Reina, abstraída por las frases del librillo, memorizadas y recitadas con adusta soberbia, empezaba a creer que el orden del paginar no se correspondía con la disposición de su autor. En una conversación con el Rey sobre la importancia de expandir el cultivo de trigo, la Reina quedó paralizada por la intrigante suposición que le colmaba. Si ella estaba en lo cierto, y el poeta había compuesto su librillo de una forma arbitraria, sin el menor lineamiento posible a lo que había leído de inicio a final, entonces sería ella misma la que le distribuiría coherencia y ordenamiento.

La tarea propuesta exigía dejar a un lado las distracciones de Palacio. Sabía que el Rey no se opondría a los descabellos de su esposa, pero si no deseaba extraviar su cabeza en el intento, debía ser precisa, eficiente. Dispuso la biblioteca a su antojo, acomodó las largas mesas rectangulares, despejó las estanterías para rehusar distracción, y prohibió el ingreso a cualquier súbdito y doncella. Salvo el Rey contaba con el indulto a pasar. Y si así la Reina lo autorizaba.

Los primeros días fueron estresantes, estuvo detenido por la acérrima duda del inicio. Por más que leía el librillo, se le hacía difícil escoger una descripción lo suficientemente atrayente para dar rienda suelta a la historia. A menudo probaba con abandonar, que si ya estaba así escrito, por qué ella se pedía cambiarlo. En estos casos, subía a la recamara, consentía con los menesteres de Reina, acogiendo al Rey en su dubitativa empresa de gobernante, y disponía de Palacio a su antojo. No obstante, la posibilidad de tranquilidad nunca la sobrecogió por completo. Se veía, impulsaba por una fuerza tan oculta como irresistible, retornando a la biblioteca sin más remedio que finalizar con su cometido.

Después de diversos intentos halló la manera de ordenar el librillo. Le sugería que el paginar recaía en algún tipo de regularidad y observaba como componían una sucesión alternante de dos a cuatro días. Descifrado una parte del problema, la lectura se hacía esclarecedora. Los paisajes y ambientes de África iniciaban un proceso de transfiguración que la Reina fue secuenciando hasta sospechar que el librillo era el diario de viaje de un comerciante de armas. Restaba unas hojas a las que no había dado un puesto específico en la secuencia. Y estas hacían mención a pasajes siniestros, sueños interrumpidos de un lenguaje arcano, como si el poeta, convulsionado, hubiera estado tocado por el delirio.

Lo que si había logrado con satisfacción fue reescribir el libro con su nuevo ordenamiento. Ir armando en hojas de papiros, con una letra limpia e infatigable, abastecida de tinta negra, profunda como el hierro, las hazañas del comerciante y la revelación del poeta. Configuró, muy a su pesar, que tuviera un apartado donde se dejaba disperso, tal cual lo había encontrado en el librillo, los pasajes a los que no pudo apuntar una ubicación idónea. Hizo, también, una pronunciación acerca del librillo, de la forma cómo había llegado a Palacio, de su incansable lectura, de los trabajos y los días que orientó su tarea. Casi tropezando el inverno, la Reina mostró a su esposo el volumen completamente terminado.

El Rey, hubo de reconocer, con exacerbada agitación, lo que su esposa logró con esmero. Esa tarde, la primera nevada iba zambullendo el jardín en una blancura insospechadamente reconfortante. Y no sin cierta envidia, el Rey acabó de leer lo que se había vuelto el librillo, valiéndose de gratitud disfrazada con desprecio, supo que sus excursiones carecían de una descripción similar. A pesar de todo, tenía la sensatez de admitir que lo descubierto por la Reina, hacía parte de una vida desbordante, llena de sensaciones y de una belleza y libertad parecida a la de los dioses. La pareja Real llegó a la conclusión que ese raro y exclusivo testimonio, sería compartido, aunque todavía se les eran negados los últimos pasajes del librillo.

II

Pasó el invierno y la primavera reverdeció el jardín, ahuyentando la pereza de la helada. El reino se mostraba entusiasmado, pues se anunciaba por pasquines, la apoteótica fiesta que Palacio daría, con la intención de dar a conocer a la cultura de su pueblo, los pasajes descritos en el librillo. A la noche siguiente se llevó a cabo la celebración. El salón central recibió a los invitados. La Reina y el Rey descendieron de las recamaras, aclamados y aplaudidos, transportaron el nuevo volumen hasta la soberanía de su trono. Luego, los invitados, con expectación, maravillosamente silenciados, oyeron la lectura de la Reina, que se opuso a que cualquier rapsoda o aedo lo hiciera. En su voz había un registro inexplicable, como una sencillez apasionada que hundió a los espectadores en la ilusión y la fantasía. Por un instante, lo que duró el recital de la Reina, el pueblo haría olvido de su cotidiana vida, creyendo ser parte de lo que el librillo exhibía con cierto desconocimiento.

Lo que vendría más tarde fue lo esperado. El reino había sido entregado a una fuerza renovadora. No existía porción de tierra o cultivo donde lo escuchado en Palacio, no hubiera llegado. La memoria tiene estos prodigios. Y el pueblo, cada uno de los espectadores de la fiesta, iba narrando, no a su acomodo, sino como lo había leído la Reina, los hechos y las visiones del fabuloso librillo. Así, una cosa fue llevando a la otra. La existencia del reino concedió valor y creencia a la historia. La volvió propia, como el trigo o la cebada. El conocimiento y la popularidad de los pasajes del librillo alcanzarían rápidamente una difusión abrumadora. Sin embargo, seguían interrogándose por la manera cómo estaban presentadas las últimas páginas, a las que la Reina no le halló aparente sentido.

Terminó siendo imposible evitar que la historia se propagara, no solo al reino de Palacio, también a las más cercanas, como a las remotamente alejadas. El Rey atestiguó que, en las praderas del norte, en su viaje a la compra de caballos, los pasajes del librillo adquirieron matices cada vez más desconcertantes. No se preguntaba si se había modificado la historia, o tergiversado a la holgura de otra nación, le parecía ingenuo, casi ridículo, que se buscara la existencia del poeta. En una negociación con el palafrenero, su ayudante, un joven flaco y encorvado, había dicho a voz de jarro que el autor de la fabulosa historia, residía en un reino muy hundido en la negrura de la selva. Otras, llenas de un sentido extraordinario, lo habían raptado a las Islas de los Bienaventurados, puesto en contacto con la inmutabilidad de los dioses y héroes primigenios.

Eventos similares corrieron deprisa por todos los rincones. El Rey, en su itinerario de excursiones, recopilaba lo que a su oído llegara, relatando a su esposa el alcance inconcebible de lo descubierto. La reina sabía las mentiras, pues nadie había leído, salvo ella misma, el librillo con ardua disposición. Se decía que formular la vida de este ser estaba en oposición a lo que era la intención de su relato. Si había que plagiar su aventura por África y servirse de esta para incentivar la triste y apática monotonía de su pueblo, era una cosa, diferente a conjurar una sarta de necedades, arbitrariedades que no veían a cuento. La Reina prohibió que en Palacio los rumores empalidecieran la belleza del librillo. Juró que el patíbulo sería el castigo para esta ofensa.

III.

Las noches y los días en Palacio se precedieron sin alterar el ordenamiento de su alteza. Nadie quería perder su cabeza por estar hablando de lo que no sabía. Y, hasta entrado el otoño, no se volvió a mencionar nada relevante.

La tarde poseía la tonalidad quemada de un crespúsculo lento y duradero. El jardín de Palacio, en su esquelética contextura de árboles pelados, resplandecía a merced del dorado y rojo de la puesta de sol. La Reina y el Rey observaban en el balcón la llegada de la noche. En una y otra cosa ocupaban su pensamiento, cuando el guardián dio a saber el incidente de la taberna. Informó, precisa y metódicamente, sin dilación o entorpecimiento, el combate de un puñado de campesinos, promovidos por el griterío de un viajero revoltoso. Este había llamado la atención de los taberneros, puesto al vino y a la embriaguez, empezó a hablar cómo él y el poeta eran la misma persona. Y, los campesinos, amedrentados por la sentencia a sus cabezas, trataron de callarlo a la fuerza. Sabían que si oían más de la cuenta, rápidamente lo que el viajero balbuceaba, podía estar propagándose por el reino, como llamas en un maizal podrido. La Reina no daba crédito a lo que el guardián le decía; mientras, el Rey asentía, carente de sorpresa, que el asunto iba tropezando a un desenlace imprevisto. La ejecución sería a la mañana siguiente.

Esa noche la Reina perdió el sueño. La vigilia de su descanso era producto de la locura del viajero. No podía considerarlo de otra forma. La experiencia le hacía pensar en qué motivos tenía para haberse condenado tan fácil. Es más, y la Reina se detenía en este enigma, ¿por qué no había inventado otra desbaratada historia, como el resto, sino que se proclamó a sí mismo el creador del librillo? Muchas suposiciones llenaban de fantasmas la imaginación de su alteza. Sin embargo, existía la posibilidad, rara y distante, de ser cierto lo afirmado por el viajero. La posibilidad de tener prisionero en el calabozo, el intrépido comerciante, como el quimérico poeta. La Reina procedería a probarlo.

La débil y corta llama del candil proyectaba la sombra de la Reina sobre las paredes de roca del calabozo. Servía para iluminar sus pasos. Se odiaba a sí misma por lo que estaba a punto de hacer. Igual, si deseaba, no estaba dispuesta a dar explicación a su esposo. El guardián la observó aproximarse, con el candil a la altura de su pecho, distinguió el libro y como arrastraba su vestido por el áspero suelo. La noche se presentía turbia y callada. La intención de su alteza podía ser obstruida por su presencia. No le importaba demasiado lo que merecía el prisionero. Envainó su espada y se perdió en el laberinto del calabozo.  

La Reina iluminó la celda. Un cuchitril con una estera de paja y una escudilla con agua. El prisionero dormía en el rincón opuesto a los barrotes. La luminosidad de la mecha rindió para despertarlo. El hombre que se levantó, necesitó apoyarse a la pared de la celda, tumultuoso, renqueando, se pegó a los barrotes. Tenía hambre y frío, pero la Reina le puso el libro en sus narices. Abierto en las últimas páginas, la Reina pensaba que si en verdad era el poeta, el comerciante y al mismo tiempo el creador de la historia, estaba en la capacidad, no solo de reconocer lo escrito, también de decirle por una buena vez, después de tanto desgaste y rodeos, lo que significaban aquellos paradójicos versos. Responder cuál era el sentido de lo que desconocía. Así, lidiaría la condena.

Sobre las hojas abiertas, el prisionero balbuceó desencanto e insignificancia, leyendo falto de coraje, tal vez inclinado por los barrotes que le dificultaban tomar el libro, o por la mortecina luz del candil, delatando su mirada ya enrojecida en la taberna. Pasaba revista a los pasajes con ligereza, saltando de una parte a la otra, ignorando que su vida dependía completamente de lo que hiciera. La Reina resistía el aliento empobrecido del prisionero y, de la misma forma, frenaba el impulso de estrujarle el libro en la cabeza.

 Iría ya a retirarse, a lo que el prisionero jaló su brazo y, aproximando el candil, se detuvo en la superficie inferior de la hoja. Leyó para él, pero la Reina atendió a la voz. Después, enmudeció. Fue todo. Y la respuesta recibida fue el dibujo de una sonrisa, que se difuminó hasta desaparecer por la barba hirsuta del prisionero. Un gesto casi imperceptible que le decía absolutamente nada. ¡Qué ingenua había sido! Todo era un juego. O así lo veía la Reina. ¡Ridículo imaginar que un ser como ese pudiera tener semejante visión del mundo! Nadie más que él merecía estar condenado a muerte.

La tarima del patíbulo sobresalía en el patio de Palacio. El pueblo se había reunido muy temprano a presenciar la ejecución. La muerte era lo más cercano a un buen entretenimiento y los guardianes hacían lo posible por distanciarlos de la estructura. En el balcón, la pareja Real, saludando a su reino, ordenó traer al prisionero. Surgió de la boca del túnel, aún oscura y atemorizante, un hombre quejumbroso, delgado de carnes y macilento, dando botes en una pierna, apoyado a un madero, guindaba a su andar un muñón sucio e infectado. (Lo que se había vuelto su otra pierna). Dos guardias lo escoltaban. El Rey no se disculpó por su burla, pero la Reina, yendo más allá de la apariencia, creyó en que ese es el resultado de una existencia agitada, impredecible. El pueblo se agitaba en gritos e injurias alrededor del patíbulo. Al viajero se le fue puesta la cuerda y la algarabía creció desorbitadamente. La muchedumbre quería sangre, y el Rey se henchía en su túnica, con el brazo levantado, como señal para la ejecución. Era demasiado tarde para impedirlo. Ahora, ¿qué significado podían tener los versos leídos en el calabozo? ¡Si no lo habían salvado! Y lo que había inspirado sus días también moría esa mañana. La Reina recordó los pasajes, la manera como en su máximo esplendor, se interrumpían abruptamente, y atraída por una fuerte premonición, llegó a concluir, muy a su pesar que, si existió en él un alma de poeta, había desaparecido hace muchísimo. Desaparecido en algún rincón inhóspito de África debido a su pierna amputada. No merecía decir ninguna palabra. Había sido arrebatada su gloria. Lo que estaba ahí colgado, pataleando al vacío, sobre la sofocación de un pueblo ingrato, era ya un simple hombre que a la ausencia de otro impulso más valioso en su vida, debía resignarse a lo que le daban. Así iba a ser contaba su historia. Así iba a ser reconocido el creador del librillo. Y la Reina halló en esto cierta belleza. Miró cómo la claridad malva y azul del amanecer cruzaba despacio por el patio de Palacio. Iluminaba la tarima y el cuerpo del condenado. Desde cierto punto de vista, la Reina y él eran los únicos que podían admirar el ascenso del sol por las montañas del reino.  

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(Cartagena de Indias, 1988) Vive en Cartagena de Indias con breves accesos al mundo ulterior. Egresado de Filosofía de la Universidad de Cartagena. Maestrante en Humanidades Contemporáneas. Docente de Literatura & Filosofía en Educación Secundaria. Narrador de corazón y entrañas descarnadas.

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