“(…) abrir la vida solamente
adentro; ser castillo inexpugnable
para los vivos de la vida.
Juan Ramón Jiménez
Esa acechanza deliciosa y efímera, ese erotismo de luces filosas que dañan y enamoran, el autonombrado Draco Cornelius los ha definido como “la pesadilla del moribundo trágico”. Hay dos maneras de avanzar en el camino de existir, en esa carrera a veces inhóspita, a veces tierna y acompañada: de frente a la muerte insistiendo en prefigurar con la poesía sus contornos para sucumbir en ellos, o ir liviano de espaldas a esa última puerta que cada ser humano presiente y por amor o por miedo ignora.
Si hubo en el siglo XX, y hay en lo que va corrido del nuestro, una música que se adentre con rigor y exceso en la primera de las alternativas que aquí menciono, es el rock. De Janis Joplin a Cerati, de Morrison a Spinetta, esto es cierto como que la luna preside la noche. El jazz o el techno cortejan también a la muerte, pero la poesía hecha palabra, macabra y alumbrada por soles de miedo les es acaso más esquiva. Otra cosa hay que decir de la salsa, que regala otros dones, otros secretos y otras penurias.
Lo erótico tiene asiento en la carne y en el cuerpo, sus dominios son los del placer y el delirio. Hay una danza eterna cruzada entre la luz y la oscuridad, entre la vida y la muerte, es el baile sagrado de dos dioses que irradia sus inmensidades, sus alegrías, sus nimiedades, sus partos, sus líquidos y ritmos sagrados. Esa necesidad eternamente humana de dejarse ir en el baile, en el movimiento que propicia la música, ya sea ordenado y de filigranas o convulso y frenético, es impulsada por lo erótico.
El panteísmo de Vagabundo (1996) retrata la cierta fragilidad de la vida y al tiempo es la celebración del que ha vuelto de sus desiertos. La celebración es cansada o intensa y de eso dependen las imágenes que el poeta trae. Las letras en esta compilación de canciones hablan de mares de fuego, de lunas que dan a beber leche, de templos sin dios, de bosques de esqueletos en la lluvia.
Por alguna razón todos los vivos tendemos al naufragio, a la preocupación de estar perdidos, de estar equivocados. Perderse en ocasiones tiene un dulce, un néctar de planta carnívora. Unos más que otros, claro, pero hay quienes incluso se hunden y al final ni siquiera boyan en la orilla, se quedan en la profundidad y en abandono se deshacen en soledades que nadie mira. Bien le dice La Maga a Horacio que también hay ríos metafísicos y que él habría de tirarse en uno.
La idolatría de mujeres y hombres rendida a la creatividad, a la juventud y a la salud es la acentuación de la vitalidad, de la fuerza que hay en todos. Un artista se reitera una y otra vez en el mundo, sus desolaciones son órficas o dantescas y revelan una lucha cruel y sagrada. El ascenso a un cielo donde los dolores ya no existen y el tiempo ya no corroe las cosas ocupa las labores del arte —asimismo lo frívolo es también su insumo y su alimento—, pero es inevitable que frecuente los adentros, las profundidades. Estos infiernos y estos paraísos se han dicho inexpugnables.
Quien fue bautizado como Robi Rosa dedica el Vagabundo a los subsuelos del alma, a enredarse en los hilos del olvido que es voraz y es ciego; que atrae para sí todo lo que existe y lo convierte en su sangre. El poeta escribe:
Morir es olvidar, ser olvidado,
refugiarse desnudo en el discreto
calor de Dios, y en su cerrado
puño, crecer igual que un feto.
Viene a cuento aquel demiurgo que hacía de los sueños la materia de su magia y soñaba un corazón en el centro de su creación, latiente y primerizo, y desde allí emanaba el resto sacando de la oscuridad los bríos y los candores que requería. Por eso en Vagabundo esa seducción de furias y quietudes, esa muerte que es matriz, un pozo que esconde dones de vida que acaricia al poeta, lo atrae y lo aleja “arrullado en la cuna del silencio mamando oscuridad”.
Como aquella doncella a la que Schubert le dio música y que la diosa pretende llevarse a fin de inducirle el sueño que no acaba y penetra los huesos comiéndoselos para regresarlos al polvo y luego a la nada. En algún lado una presencia ubicua, como en esa canción que se llama Blanca mujer, quien desea al poeta como si estuviera dotada con un sexo único y definitivo. Así esa señora que persigue a Oliverio en El lado oscuro del corazón y que él espanta con palabras hechas de ensalmos.
El universo se ofrece como dos bestias gigantes que se atraviesan una en el camino de la otra y se inyectan en la sangre el veneno de las serpientes que habitan las arenas del tiempo. El poeta se percata del teatro mortal de la vida y necesita del grito pavoroso o del silencio impávido, y en ocasiones su canto es como el último graznido de un cisne. Ahí el histrionismo sagrado de las mil vidas, el habitar en todos los rostros y emular todos los gestos que se marcan en el semblante de Dios, creerse uno, además, y luego avergonzarse de ello.
El tenor mexicano Rolando Villazón sufrió una enfermedad que amenazó para siempre su voz y al no poder cantar agarrado de sus esplendores, escribió una novela sobre un payaso que es un demiurgo. Un payaso que representa su propia comedia, que se hace daño a sí mismo y a su creación, y que también ama sobre todas las cosas y cree en las risas y en la gloria de los aplausos.
El 3 de julio del año que corre Draco Cornelius cantó en Bogotá una canción que bailó como un saltimbanqui: Vivir. El poeta que se burla de la ridícula pretensión de ser adorado y se sabe infeliz y fingiendo.
El valor de Vagabundo, entre otras cosas suyas, reside en haber cantado al olvido y a la memoria con esa franqueza de carne, a la muerte, a la vida cruda, a los dioses del tiempo y a sus danzas, que siempre bailan y alcanzan todo, al sagrado erotismo que se autogermina y se pare.