La expresión poesía de la vida no tiene aquí un sentido retórico, mucho menos académico, sino indicativo de un hecho que siempre ha existido pero que desde hace décadas ha debilitado su resplandor debido a la degradación de su mayor soporte: la vida misma. Así, debilitada la voluntad que la animaba, ella no podía menos que ocultarse y por ello desteñirse. Porque la poesía de que hablo aquí es sencillamente vida: desde la inerte de la materia orgánica física con todas sus formas subatómicas, pasando por la micro-orgánica (incluidos los virus con o sin corona), recorriendo el infinito repertorio de los insectos y demás especies animales: voladoras, acuáticas, y terrestres, hasta llegar (para quienes creen en la creación) a su mayor maravilla, y para quienes no creemos en ella, al peor de los accidentes ocurridos en los procesos autorregulados de naturaleza bioquímica: la formación de la conciencia humana.

Las novísimas y atípicas formas de existencia individual, así como de convivencia social surgidas a raíz de la pandemia desatada por el coronavirus tienen como causas directas la contracción (valga el terminacho económico), y el repliegue (una palabreja militar) sociales del escenario eco-sistémico. Dichas expresiones, la económica y la militar, convienen con igual fortuna al asunto pues si se mira bien la coyuntura, en ella hay de ambas. En economía “contracción” es sinónimo de encogimiento, de reducción de alcances, mientras “repliegue” equivale a pérdida de cobertura debido a la disminución del dominio sobre algo que se controlaba con total poderío.

Pues bien, desde finales de 2019 hasta el momento de escribir esta opinión, la actividad del hombre se ha ‘contraído’ disminuyendo su proyección planetaria, y se ha ‘replegado’ liberando enormes espacios y territorios sobre los que antes imponía un dominio implacable. La consecuencia inmediata de ambos eventos ha sido el desencadenamiento (en el sentido literal de quitar las cadenas) y la subsiguiente irrupción aluvial de la poesía de la vida cuya dinámica se había bloqueado obstaculizando su hermoso y espontáneo flujo. Menos mal que la poesía de la vida no tiene nada que ver con la otra poesía, aquella que hacen la mayoría de los poetas; incluso, los muy buenos. Si así fuera perdería su vigor natural, su espontánea ciega floración. Algunos poetas han logrado traducir, cada uno a través de su singular habla personal esa poesía de la vida, pero son pocos. Entre los que recuerdo, sin que sean los únicos, sobresalen Walt Whitman, Rainer María Rilke, Juan Cristobal Federico Hölderlin; perdón si olvido a uno o dos de los poquísimos que faltan. Tal vez el precursor remoto de todos ellos fue Lucrecio, y en una época más reciente, Ángeles Silesius. En Colombia no ha habido jamás un solo poeta que merezca ser considerado parte de esa élite de la sensibilidad, y si alguien me dice que Gregorio Gutiérrez González, Diego Fallón, o cualquier otro, lo mando de cara al ajo. Tampoco aceptaré como válido el “argumento” de que toda poesía o todo arte son de la vida. Eso no es argumento ni es nada sino una vulgar perogrullada.

La rosa es sin por qué;

florece porque florece,

 no tiene preocupación de sí,

no desea ser vista.

(Traducción de Yan Marchand)

 

Ángeles Silesius escribió el anterior breve enormísimo poema. Pero si el texto de Silesius no fuera suficiente para lo que diré enseguida, recurro a un verso de Rilke, que dice: no es mi voz la que canta: todo resuena. Obviamente él se refiere a las resonancias de la vida, de las cuales su poesía ni siquiera llega a ser ‘canto’. Ambos son buenos ejemplos (si no los mejores) de lo que designé como traductores de ‘poesía de la vida’. De modo que retomo lo que mencionaba sobre la ‘contracción’ y el ‘repliegue’ humano gracias a la muy poética aparición del coronavirus, bicho que, guardando las proporciones, “actúa” como la rosa de Silesius. Y no estoy ironizando. Lean el poema cambiando ‘rosa’ por COVID-19 y se darán cuenta.

Gracias a dichas ‘contracciones’ y ‘repliegues’, hoy por hoy la poesía de la vida acontece a diario, no pasa desapercibida, aunque como es de ocurrencia en nuestros tiempos, pocos se fijen en ella, como pasa con todo lo importante. Recuérdese lo que dijo John Lennon: la vida es todo lo que sucede mientras estamos pendientes de otras cosas. Sin embargo, a pesar de sus estrechos límites y mezquinos intereses, en ocasiones los noticieros se animan a dar cuenta de ella. Algunos ejemplos de ese acontecer son: delfines acompañando festivos a embarcaciones de poco calado a escasos metros de las bahías de Cartagena y Santa Marta; debe suponerse que lo mismo está sucediendo en todos los mares del mundo. Qué decir de la gratificante recuperación de la capacidad de los sofisticados sistemas de comunicación de las grandes especies marinas (ballenas, cachalotes, tiburones) gracias a la merma del flujo de trasatlánticos, cruceros, y grandes barcos, cuyas tecnologías comunicativas las deterioran y desarreglan. Ah… Y vean a ese oso de anteojos rascándose el lomo contra un árbol a poca distancia del límite que marca el paso entre la reserva natural donde habita, y la ciudad o vereda poblada por animales humanos; y muy cerca, unos pasos detrás de él, mamá osa sonríe mientras acaricia a sus crías. Aves, reptiles, (¡incluso enormes cocodrilos!), insectos que habían desparecido de los absurdos espacios construidos por el hombre (la ciudad es una equivocación, dicen los indios Tarahumara)… Todos y muchos más recorren curiosos y extrañados aquellos lugares desolados por la cuarentena eufemísticamente llamada “aislamiento preventivo obligatorio”, del más agresivo de todos los seres vivos: el hombre. Es tentador pensar que (como lo dijera mi amigo David Lara Ramos en una de sus columnas en Las2orillas) los ‘animales creen que los humanos se han extinguido’. ¡Lástima que estén equivocados! Impresiona la limpieza de las playas y la azul transparencia del agua cercana a ellas.  Igual ocurre con  el espectáculo de los canales de Venecia, ahora cristalinos, repletos de aves multicolores flotando adormecidas en su superficie, y de pececillos que nadan apenas a unos centímetros de profundidad. ¿Cómo no mencionar la feracidad de la tierra de la que brota el alucinante verdor de la vida vegetal hacía apenas unos meses aplastada por la ignorante y despreciable plaga del llamado turismo de olla?

La poesía de la vida (a diferencia de cualquier otra) no necesita lectores para existir. Como la rosa de Silesius, ‘es sin por qué’. Como los delfines, ballenas y tiburones que danzan libres en los mares; como los osos, venados, jaguares, ardillas que se acercan a los espacios de donde fueron expulsados; como las aves y reptiles, como los insectos… Todos sin peligro de ser cazados o muertos simplemente por ser animales o insectos, y como la verde hierba que renace… Ninguno de ellos sabe que su sola presencia es y hace poesía de la vida. ¿De qué les serviría saberlo? ¿Acaso un hombre bueno necesita que se lo digan para saber de su bondad, o uno malvado para reconocer su perversidad? Sería interminable seguir inventariando.

Con todo el derecho del mundo alguien podría decirme esto: si solo lo sensible es poético, aunque sea invisible, ¿cómo explicar una poesía sin los lectores que la reconocieran como tal? Se puede formular otra pregunta que fortalece el anterior interrogante: ¿de qué serviría tener la más hermosa pintura jamás creada por un artista, escondida en una caja fuerte sin un intérprete que la reconozca como soberbia? Las premisas anteriores se apoyan en lo que la academia ha denominado el hecho estético, que Borges, como es habitual en él, define brillantemente diciendo: ‘el hecho artístico requiere la conjunción del lector y del texto y solo entonces existe. Es absurdo pensar que un volumen sea más que un volumen. Empieza a existir cuando un lector lo abre’. La fórmula de ese maestro de maestros aplica muy bien para la música, la pintura, etc. Aquí es donde meto baza y aventuro una hipótesis que no es elegante, pero hace mucho dejé de serlo y la verdad sea dicha, no me importa.

Borges habla de creaciones humanas generadas por el accidente bioquímico llamado conciencia. Todas ellas en realidad apenas si traducen la ‘poesía de la vida’; su monumental obra poética y narrativa no es excepción, se inscribe en ese nivel. Pero decir poesía de la vida es hablar de algo que como la vida misma, no es creatura de nadie. Tal vez ni siquiera sea creación. Se trata de algo increado pero real, que como la rosa de Silesius simplemente ‘es’. De modo que un planeta en el que no hubiera seres conscientes (y el único así es el humano), sería un hermoso lugar pletórico de poesía de la vida que no necesitaría ser reconocida, sino simplemente ser, existir. Una Tierra así sería un enorme poema de vida cargado de un sentido incognoscible, viajando hermosamente a la deriva en un universo que también sería un hecho poético sin “un lector” que lo abriera. ¿O sí? ¿Por qué no un dios, para quienes creen en ellos? Sin embargo, tal ser, sin la muy humana interrogación ‘por qué’, igual sería poesía de la vida, por carecer de ‘por qué’. Pero el problema se complica porque, visto así el asunto, ¿existiría ese dios sin alguien que reconociera su existencia? Y lo peor: si esa existencia depende de que los hombres den cuenta de ella, ¿valdría la pena ser el Dios cuyo Ser lo otorga la consciencia humana? En cambio la poesía de la vida vale la pena aunque nadie la reconozca porque, insisto, como la rosa de Silesius, sólo ‘es’.

De cualquier manera, suponiendo que no hubiera otra forma de hacer realidad lo que acabo de decir, sería interesante que la pandemia provocada por el COVID-19 no fuera controlada y una vez desaparezca para siempre la especie humana del planeta, la poesía de la vida rebose todo con la majestad de su presencia. Creo que sería la mejor manera de realizar eternamente el verso de Hölderlin que convoca a ‘habitar poéticamente la tierra’… Sin ‘nadie’, salvo la poesía… De la vida. ¡Solitaria, claro! Sin por qué. No cuesta ni se pierde nada soñar con un planeta poema que siempre sea poesía aunque nadie lo lea.


Cartagena, mayo 4-6 de 2020. Sobreviviendo al coronavirus.

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Natural de Ciénaga de Oro (Córdoba). Fue profesor del Programa de Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena durante veinte años. Autor de la trilogía novelística Todos los demonios conformada por Días así, Metástasis (ambas publicadas), y Proyecto burbuja (inédita). El resto de su obra se encuentra inédita, y está formada por otra novela, varios libros de cuento y de ensayo, un poemario, y otros escritos.

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