I

García Márquez es sin lugar a dudas el mayor y mejor representante del llamado realismo mágico y del barroco americano. Como tal es sencillamente incomparable. Quizás no sea menos cierto que la pulcritud y el vigor de su prosa hacen de él el más grande escritor en lengua castellana después de Cervantes; yo mismo he afirmado en más de una ocasión que Cien años de soledad es la única novela comparable con El quijote. En el momento de escribir estas líneas sigo pensando lo mismo. ¿A cuál otra podría otorgarse ese privilegio? Se me vienen varias a la mente pero las descarto enseguida; no estoy diciendo que sean inferiores, o lo que sería peor, que no son buenas; ni más faltaba, pero ¿cuál de ellas posee la apostura que la haga merecedora de ocupar el platillo de una balanza en cuyo opuesto se encuentra la gran novela de Cervantes? Me encantaría que alguien me diera un título que no se me ha ocurrido, que me enrostrara un grave e imperdonable olvido.

II

No escribo esto para llover sobre lo mojado en cuanto a la grandeza indiscutible de García Márquez como escritor. Sobre eso ya se ha dicho todo. Tampoco para hacer elogiosos y repetitivos comentarios acerca del vigor de su decir literario, de la impecabilidad de su estilo, o de su inigualable capacidad para crear personajes arquetípicos cuyo interés humano solo puede equipararse con los de Homero, Shakespeare, o Cervantes. Sobre eso también se ha dicho todo. Tampoco pretendo, como lo han intentado algunos, disminuir su dimensión universal con argumentos más emotivos, quisquillosos y mezquinos que fundados en un ejercicio crítico agudo y serio. Sería como proponer que las pirámides (egipcias, mayas o aztecas), el Partenón, y el Coliseo Romano poseen una falsa grandeza sobredimensionada por el entusiasmo sentimental, o la admiración ciega. Además de necio, el ejercicio sería lo más parecido al esfuerzo realizado por una hormiga que pretendiera hacer caer a un elefante cortándole los tendones a mordiscos.

III

Mi propósito es muy llano y escueto y no implica ni elogios ni ataques. Solo aspira a una constatación carente de juicios estéticos o valoraciones críticas; digamos que no trasciende el nivel constativo de un acto del habla. Me refiero a la presencia de lo que llamo ordinariez en el conjunto de la obra escrita por García Márquez, desde La hojarasca, hasta esa inexplicable, innecesaria, y mala imitación de Kawabata: Historia de mis putas tristes. Salvo una sola excepción a la que me referiré en la conclusión, escasamente hay en toda la saga literaria (muchos de sus cuentos y todas sus novelas) de nuestro nobel el más mínimo espacio para la delicadeza, las buenas maneras, o el refinamiento; incluso en una obra como El amor en tiempos del cólera, las interacciones entre Fermina Daza y Florentino Ariza no se distinguen precisamente por la cortesía o la mesura; ellas tampoco enmarcan el perfil del segundo incluida su forma de liberar deseos reprimidos por los convencionalismos sociales y el tiempo de espera de la captura de su presa. Porque así aparece el del ‘florido’ nombre en algunos momentos de la historia: como un depredador. ¿Inversión semiótica del nombre? ¿Apelativo parlante? No voy a convertir mi comentario en una seguidilla interminable de ejemplos y citas extraídas de sus narraciones, relatos e historias; doy a estas tres últimas palabras el valor académico que poseen, no la sinonimia con que las empleamos casi siempre. Todo lo que cabe dentro de esos tres términos en la obra de García Márquez: espacios, personajes, situaciones, acontecimientos, emociones, pasiones, sentimientos, caracteres, registros literarios… Y pare de enumerar, aparece proyectado, gracias a una especie de refracción, como imágenes deformadas en grado superior, de un universo marcado por la rusticidad, la rudeza, la ordinariez, e incluso la incultura más zafia imaginables. Como toda, como cualquiera, esta también es una muy respetable visión de mundo. Y no estoy ironizando. Insisto: no hay nada malo en ella desde el punto de vista estético o literario. He leído varias veces algunas de sus novelas (en tres ocasiones Cien años de soledad) y, debo reconocerlo, me he regodeado en su estética tosca. ¿Cómo no hacerlo si está bien lograda? Lo mismo me ha ocurrido con novelas igual de intensas con el mismo registro. Ejemplos: El almuerzo desnudo, de W. Burroughs, Filosofía del tocador de Sade, entre otras. Lo que anoto sobre mi percepción de García Márquez no tiene nada que ver con la buena o mala escritura; de hecho es excelente. ¿A qué imbécil se le ocurriría decir que no? Yo estoy pensando en otras cosas.

IV

Hace todos los milenios del mundo Aristóteles dijo, palabras más palabras menos, ‘el arte es imitación de la vida’. Esa teoría marcó como  hierro al rojo vivo la historia de la cultura desde entonces hasta el siglo XIX, cuando los románticos dieron los primeros pasos para su desmonte, pero sin conseguirlo. Habría que esperar hasta principios de la vigésima centuria para que por fin ocurriera la fractura. Oscar Wilde dijo: la  vida imita al arte. ‘Colorín colorado’: adiós a Aristóteles. ¿Cómo no se le ocurrió eso a nadie antes? ¡Tantas personas inteligentes que hubo! ¡Carajo! Bastaba con invertir las palabras. Así es como se producen las grandes revoluciones. Hitler dijo: sin duda los judíos son una raza, pero no humana. Nadie ignora lo que pasó después. Si la obra de García Márquez es una corroboración artística del principio fundamental de la estética aristotélica, entonces los costeños somos y toda nuestra cultura es, como él las pinta. ¿Será así? Creo que para nada. No estoy negando que nuestra idiosincrasia esté marcada en mucho por los ingredientes de ‘rusticidad’, ‘rudeza’, ‘ordinariez’, e incluso ‘incultura’ con los que nuestro nobel aherrojó el universo de Macondo. Este, más que nada, y por encima de todo, por mucho que se reconozca como universal (de hecho es así), es el caribe colombiano. Los rasgos mencionados atrás también pueden predicarse de cualquier lugar del mundo; incluso de la exquisita Grecia clásica, de la refinada Alemania anterior a la segunda guerra, de las aristocráticas Noruega o Inglaterra, etc. etc. etc. El problema en este caso es que en la ‘visión de mundo’ mágico-realista de nuestro Melquíades ‘cataqueño’, ocurre una generalización que ha terminado por profundizar el estigma que antes de él, ya cargábamos los costeños como una cruz de calvario (para algunos es motivo de orgullo). Así funcionan las cosas hasta aquí, miradas a través de la lente de Aristóteles. Pero ¿qué sucederá si tomamos el cristal de Oscar Wilde?

V

Es incuestionable el impacto producido por la obra de García Márquez a nivel mundial. En todo el mundo enriqueció la percepción de lo que es el oficio de escribir: sus innovaciones en ese sentido son inobjetables. En Colombia se siguen escribiendo e imprimiendo (por parte de nuevos “críticos” en especial después de su muerte) toneladas de papel sobre su vida y obra. Pero también se ha profundizado (más para mal que para bien) una percepción deformada de la costa y los costeños. De ella como un mundo primitivo, de nosotros como unos salvajes cercanos a la prehistoria. Que eso ocurra gracias a la literatura no tiene nada de extraño. Matices más, matices menos, en este punto seguimos en el terreno de la tesis del estagirita. El asunto se complica cuando se pretende ser y hacer parecer la realidad del caribe colombiano, no como en verdad es, sino encajándola a la fuerza en los moldes construidos por García Márquez: sobran quienes se aúpan por lograrlo. En otras palabras, tenemos que ser como se dice que somos, no como en verdad somos. ¡Terrible! Con el apotegma de Píndaro, ‘sé el que eres’, se construye un curioso paragrama que más o menos podría formularse así: seamos tal como ‘Gabo’ dijo que somos. Estamos ante una reducción anamorfósica de la lente de Óscar Wilde. Setenta y un año después de finalizada la guerra los neonazis y fascistas de todo el mundo siguen pensando que es una verdad de a puño la cita de Hitler que traje a cuento hace un momento; no se equivocaba su ministro de propaganda Goebbles cuando afirmó que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad. ¿En qué terminarán convertidos la costa y los costeños dentro de medio siglo de seguir queriendo parecerse a los personajes garcíamarquianos? ¿De continuar la vida imitando al arte? Ya se ha vuelto un tópico escuchar decir: eso es ‘realismo mágico’ ante la ocurrencia de situaciones intolerables de una vulgaridad ramplona que cada día se identifican con más fuerza con rasgos identitarios del ser caribe, cuando en realidad se trata de excepciones inadmisibles en cualquier contexto cultural. Incluso, se ha llegado a decir que acontecimientos tan dolorosos como algunas masacres perpetradas por actores armados (sin importar que color tenían) hacen parte de nuestro ‘realismo mágico’. ¿Qué tal?

CONCLUSIÓN

Voy a finalizar trayendo a cuento la que, según mi opinión, constituye la única excepción notoria (posiblemente haya otras) en la obra de García Márquez que introduce un registro alternativo a lo que he llamado genéricamente la ordinariez definitoria de su universo literario. Entre otras cosas, se relaciona con un personaje que no tiene nada que ver con el caribe, ni por su origen, ni por su ser. Me estoy refiriendo al italiano Pietro Crespi. No voy a detenerme en recordarlo con detalles. Cualquiera que haya leído Cien años de soledad sabe cuál es su rol como personaje. A lo que quiero aludir es a su fatum. La mejor manera de considerarlo es decir que prácticamente, y en sentido estricto, fue masacrado hasta morir: literalmente un suicidio inducido. Pietro Crespi encarnaba los buenos modales, la decencia, la inteligencia, la cultura y la serenidad, en un local dominado por sus antípodas: la indelicadeza, la vulgaridad, lo instintivo, la incultura y la violencia; es decir, las marcas distintivas del ethos de la “estirpe” de los Buendía; tanto de las mujeres como de los hombres. Sin excepciones. Todos ellos, Macondo y sus habitantes se confabularon para extirparlo como un tumor maligno. Un sujeto como Crespi  no tenía cabida en la densa atmósfera sicalíptica de Aurelianos y José Arcadios; Úrsulas, Amarantas, Úrsulas Amarantas, Amarantas Úrsulas; Petras Cotes, Rebecas, Pilares Terneras y demás especímenes que a la manera de un salón de espejos duplicaba y reduplicaba la degradación y la decadencia de su genealogía. Desde su llegada nunca tuvo una sola oportunidad. Como no la tendría Sócrates si lo tele-transportaran a una tribu caníbal. ¿Podría decirse algo parecido de Fernanda del Carpio? Dejo ese ejercicio a otro que quiera intentarlo. A un crítico del “páramo”. De allá llegó Fernanda. Una “cachaca” mojigata que cayó como mosca en leche en el mundo demencial de Macondo. En cuando a mí, solo me resta abrir mi paraguas o, colocarme un casco de soldado de batallón de alta montaña, o cubrirme con el caparazón de una tortuga megalítica… ¡A esperar la lluvia de truenos, rayos, centellas, morteros, disparos, maldiciones, madrazos, que me lloverán por haber escrito esto! De no ser así, recojo mi prevención y me alegraré de que estemos aprendiendo a escuchar opiniones alternativas al canon, con la misma cara de palo con que García Márquez capoteó la lluvia de tonterías que en muchos momentos dijeron de él y su obra. Solo me resta agradecerle haber mostrado tan bien como lo hizo, cuán bello puede ser lo feo. A fin de cuentas así se hace, y es la buena literatura. Lo cual no implica que, en este caso, sea nuestro reflejo especular (Aristóteles); mucho menos que debamos parecérnosle (Wilde).

COLETILLA

De nuestro nobel podría decirse lo mismo que dijo Schlegel de Shakespeare hace doscientos veinte años: Igual que en la naturaleza, crea lo bello y lo feo sin separarlos y con la misma exuberante riqueza; ninguno de sus dramas es nunca enteramente bello, y la belleza nunca es el criterio que determina la estructura del conjunto. Igual que en la naturaleza, muy pocas veces una cosa bella está libre de escorias impuras. (…) Shakespeare descarna sus objetos y penetra con el bisturí del cirujano en la desagradable putrefacción de los cadáveres mortales”. (Sobre un estudio de la poesía griega. 1797) 

Octubre 2 de 2016.


Puedes leer: 

https://ellaberintodelminotauro.com.co/2017/05/04/miguel-quijano-y-alonso-cervantes-saavedra/

 

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Natural de Ciénaga de Oro (Córdoba). Fue profesor del Programa de Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena durante veinte años. Autor de la trilogía novelística Todos los demonios conformada por Días así, Metástasis (ambas publicadas), y Proyecto burbuja (inédita). El resto de su obra se encuentra inédita, y está formada por otra novela, varios libros de cuento y de ensayo, un poemario, y otros escritos.

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