Correspondencia No. 1

Han pasado muchos meses desde que dijiste que yo era tu cómplice. En esa declaración sentí una intención poética y fui feliz en ella. Antes de saber que te desvives por poetizar las cosas vi en ti una arrogancia dulce, una fuerza y una altivez esquiva. Hubo días en los que caminaba los pasillos del claustro buscando verte. Era como si no le tuvieras miedo a nada, como si pudieras pasar impávida mientras el mundo se desbarataba, y allí estaba yo más sola que nunca. Eran los días en que te adornabas con plumas y en el cabello te guardabas una trenza a la que llamabas espada. Apelé a tu sensibilidad: te compartí mis preguntas y mis tristezas. Quise que supieras que en mí había un dolor inmenso e infranqueable, un dolor del que no quería testigos más allá de los poetas que leía. Se empezó a tejer un puente entre nosotros y eventualmente me dejabas cruzar al otro lado. Entonces te supe frágil, peligrosamente desdichada. Te supe amante de los colores, de las margaritas y de los boleros; del vino y de las risas que se comparten con los amigos.

He asistido contigo a un teatro de precariedades, de carencias materiales que sirven para complementar las cosas que sí son valiosas, pero cuando aquellas no están nos obligan a preguntar si hemos tomado las decisiones correctas. He visto como te defiendes de la realidad usando las palabras como armas bien pensadas; salir al paso ante los malos azares dando golpes de ingenio. Sé que te sabes refugiar en una frase bien lograda y que sabes acompañar el insomnio trazando las líneas de un dibujo.

Heme aquí escudriñando recuerdos y queriendo dártelos embellecidos, adornados del patetismo de mi vida reciente. Habré de rememorar esta época como aquella en la que mi espíritu se proyectó más árido que nunca antes, más altanero y embebido en futilidades cotidianas. Esta soy yo: una mujer que olvida las fechas importantes y que disfruta saberte enamorada de tus gatos. Esta soy yo: quien te sabe divina en tus matices y vigila tus rodillas cuando bailas. Esto afirmo: yo soy tu cómplice y quiero seguir siéndolo.

Clara Mulés.


Correspondencia No. 2

En un arranque inicial de orgullo había decidido no contestar tu pragmático mensaje de anoche, sin embargo me fui a la cama con la certeza de que terminaría por escribir unas frases movidas por la importancia que para mí tienen nuestras circunstancias. Desperté antes de que llegara el alba y había tantos pájaros cantando que no pude retomar el sueño. Era la primera vez que los escuchaba con esa intensidad y tuve la sensación de que estaban muy cerca aunque no los veía. Los sentía saltando en la azotea, comunicando sus resonancias dentro de estas mismas paredes en las que antes dormía. Para mi hubo un hálito de misticismo; aún ahora que te escribo intento mantenerlo.

En estos días he pensado con insistencia en uno de esos bellos y cursis poemas de Benedetti, y es cierto: (…) la culpa es de uno cuando no enamora/ y no de los pretextos/ ni del tiempo. A pesar de los que para ti son los hechos yo te reitero la fuerza definidora que tuvo en mí tu cercanía. Vi desde el principio una mujer sanadora, envuelta en la inercia de lo cotidiano apenas en la superficie. Contigo me sentí plena y suficiente, como si ya a punto de quedarme sin aire la naturaleza hubiera impulsado en mis pulmones —siendo tú la sacerdotisa—, un nuevo ciclo. Mi tranquilidad reside ahora en haber cuidado contigo cada uno de mis gestos por encima de la torpeza de mis instintos; en haber tratado de mantenerte conmigo volcando en ti mis emociones más francas.

Cuando nos volvamos a ver busca en mi presencia esta profunda gratitud y esta necesidad de ti que iré aplacando con el tiempo.

Clara Mulés.

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