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    Portada » 10 películas monstruosas: adelanto del libro de Antonio González Rojas
    Cine y series

    10 películas monstruosas: adelanto del libro de Antonio González Rojas

    El Laberinto Del MinotauroBy El Laberinto Del Minotaurodiciembre 27, 2024No hay comentarios27 Mins Read
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    El último libro del periodista y crítico de arte Antonio Enrique González Rojas, «100 películas a plazo fijo«, es una joya para los amantes del cine. Cada una de las diez listas que componen este libro es un viaje a través del séptimo arte, seleccionado con un criterio agudo y una pasión contagiosa.

    El libro es resultado de la sección “10 películas a plazo fijo”, publicada por Hypermedia Magazine desde mediados de 2020, desde donde compartía listas, gustos y preferencias cinematográficas. Cada grupo de 10 películas reunidas bajo diversos tópicos corresponde a un ejercicio muy personal de la pertinaz cinefilia que padece. El resultado: 100 recomendaciones en provocativas listas que nunca desembocan en lugares comunes, ni obviedades globalizadas.

    Tony no solo nos ofrece una lista de películas, sino una verdadera experiencia crítica. Su escritura, ágil y profunda, nos invita a reflexionar sobre cada una de las elecciones y a descubrir nuevas conexiones entre las películas. Si buscas ampliar tus conocimientos cinematográficos y disfrutar de una lectura amena y enriquecedora, este libro es imprescindible en tu biblioteca.

    Del libro se ha dicho:

    Cada lista de diez pareciera una cifra más generosa por cantidad. Pero entraña un compromiso de expectativas libre, privativo y hasta excluyente. La libertad de elegir empieza por esa componenda personal donde el intelecto se gana adeptos y le salen detractores. El porqué de las elecciones cinematográficas de Antonio Enrique González Rojas, Tony, quedan justificadas en cada uno de estos inventarios de diez hasta llegar a cien películas. Toda selección en sí procura ya un criterio de valor, que es crítica en formación. Argumentar luego con lucidez y placer, comodidad y destreza, confirma el conocimiento en abanico, de sutiles asociaciones, de uno de los mejores críticos cuba nos de cine.

    Gracias a la generosidad de su autor, quien además es un amigo de la casa, compartimos con los lectores del Laberinto del Minotauro una de las diez listas que contiene este libro, uno de tantos caminos, como dice dice el propio Tony, «por los cuales adentrarse en el cine de todas las épocas, desafiando y erosionando maniqueas concepciones de “malo” o “bueno”, de “viejo” o “nuevo”».

    El libro está disponible en Amazon y pueden conseguirlo haciendo clic aquí.


    10 PELÍCULAS MONSTRUOSAS

    Los monstruos, como los mismos dioses, son in­cognoscibles e incontrolables a la vez. Mucho más que meros engendros del sueño de la razón, habitan y reinan en los extensos páramos más allá de la lógi­ca, la filosofía, la ciencia y todo el instrumental que se ha creado el ser humano para definir el universo. También son los fetiches de la fantasía suicida que no abandona al ser humano —sino que parece regir sus acciones, mucho más de lo pretendido y aceptado en voz alta—, de su predilección inagotable por el mie­do, por las tinieblas, por la muerte, por lo ineluctable­mente perecible de su obra cultural.

    El cine ha replicado la colisión de monstruos de toda laya y origen con la civilización: ya una ciudad entera, ya un grupo reducido de individuos, a los que devastarán y devorarán de las maneras más imagina­tiva y sofisticadamente violentas. Todo lo cual ha de­venido un viejo y esperado ritual de seducción.

    Terminamos simpatizando con los monstruos y deseamos la muerte de los humanos y sus estructuras. Terminamos admirando, amando y adorando el infinito potencial destructivo. Reverenciamos desde el más puro sadomasoquismo, su fuerza, su omnipotencia destruc­tora. Queremos que nos castiguen, que nos torturen, que nos humillen, que nos aniquilen en un final orgasmo de sangre y dolor. Por millones o de uno en uno.

    El mundo perdido (Harry Hoyt, 1925)

    La primera adaptación de la novela de ciencia ficción El mundo perdido (1912) de Sir Arthur Conan Doyle es la primera película (o una de las primeras, pero sin duda la más recordable) en ofrecer y consolidar la imperecedera imagen de un monstruo aterrorizando y devastando las calles de una ciudad moderna. En este caso se trata de un brontosaurio capturado vivo por los protagonistas en una meseta de la Amazonia profunda, donde ha sobrevivido la fauna jurásica y de otras edades remotas del planeta.

    En la novela, la colisión entre la criatura arcaica y la civilización se limita a la exhibición efímera de un pterodáctilo que poéticamente alza vuelo frente a los atónitos ojos de la sociedad científica londinense, remontando las nubes como el hálito leve de zonas vedadas de la realidad. Sin embargo, los cineastas de­cidieron desarrollar esta interacción contrastante de una manera mucho más violenta y traumática, tanto para los seres humanos como para el propio dinosau­rio, que es extirpado sin contemplaciones de su entor­no natural para ser mostrado y estudiado con frialdad. Tal ocurrió en la “vida real” tanto con disímiles espe­cies animales de continentes y naciones no “civiliza­das” al modo colonial de Occidente, como con nume­rosos nativos de África, las Américas y Oceanía que eran exhibidos en jaulas como rarezas; e igualmente estudiados con la misma violencia científica que los otros seres no racionales.

    La secuencia climática de El mundo perdido termi­na siendo, más allá de la espectacularidad conseguida con los recursos técnicos y visuales de entonces, un

    simbólico acto vindicatorio de todas las víctimas de la razón científica, de la despiadada curiosidad occiden­tal, del desprecio humano hacia lo no inscrito en su redil de especie y su pretensión de dominar a plenitud lo trascendente. El brontosaurio animado en stop-mo­tion por Willis O’Brien —quien más tarde se ocupa­ra del primer King Kong de 1933 y su secuela— no es exterminado ni vencido. No es “castigado” por hen­dir el espacio humano, por sacudir los falsos y fálicos ídolos en que ha convertido sus altos edificios. No es dominado finalmente, sino que luego de su paseo des­tructor, se va nadando plácidamente por el Támesis, quizás hacia el lago Ness, donde iniciaría una leyenda.

    Aunque sus autores no se lo hayan planteado conscientemente, la novela y la película todas van en sentido general del incordio y la desestabilización de los cómodos y conservadores modelos del mundo con que el ser humano fomenta su onanista ilusión de prevalencia, de dominio sobre el entorno y todas sus fenoménicas. Van de cómo el mundo descoyunta este frágil y patético constructo, demostrando que todo no es tan sencillo, que la naturaleza no es tan aburri­da como piensan, y que el planeta no es simple pro­beta o vasallo dócil. Ahí están los dinosaurios como monstruos posibles para recordarle la banalidad de su ambición. Ahí están los dinosaurios vivos para humi­llarlos, como las dominatrices rigurosas a millonarios todopoderosos que necesitan una lección.

    Gōjira (Ishiro Honda, 1954)

    Al igual que los dinosaurios de El mundo perdido, el des­comunal Gōjira o Godzilla, como es más conocido para los públicos globales, viene a recordar a la humanidad de la segunda posguerra del siglo xx —momento de triunfal occidentalización del Japón recién derrotado en la Segunda Guerra Mundial, cúspide secular del conservadurismo— su débil empoderamiento sobre el mundo, y hasta sobre sus propias creaciones más omnipotentes, como la bomba atómica. Se plantea como causa de la invasión del monstruo el haber sido despertado por las explosiones de Hiroshima y Na­gazaki tras una prolongada latencia en los profundos estratos jurásicos del planeta, lo que lo convierte en un aturdido viajero del tiempo llegado a una época incomprensible. El diálogo termina siendo imposible para ambas partes.

    Con su aliento atómico, Godzilla viene a “sobre­castigar” a un país que años antes había sido lacerado por fuerzas destructoras exorbitantes que sacudieron al planeta más de lo aconsejable, alterando sus ritmos naturales, desbalanceándolo, violándolo. La ambición también engendra monstruos, y despierta a lo que le corresponde estar dormido.

    En su vigilia anómala, esta exorbitante mezcla de dinosaurio, reptil —aunque su nombre es una hibri­dación de las voces japonesas gorira (gorila) y kujira (ballena)— y reactor de alto poder radiactivo, parece lanzarse a quebrar aún más las armonías planetarias, o a restablecerlas con la misma potente violencia que la descomposición del átomo. Para las víctimas, los mo­tivos de sus incursiones en las poblaciones y ciudades costeras japonesas son difusos e indescifrables como los embates de tifones o terremotos.

    Aun contando con las continuas advertencias del científico pacifista Dr. Kyōhei Yamane (Takashi Shi­mura) por comprender y estudiar al monstruo antes que destruirlo, por elevarse incluso sobre el básico instinto de supervivencia, y reaccionar como seres complejos ante un fenómeno inexplicable‚ la elemen­talidad de Godzilla es respondida con semejante ins­tinto destructor por parte del gobierno y el ejército de Japón.

    Godzilla y la humanidad terminan siendo dos depredadores enfrentados. Dos especies Alfa en dis­cusión mortífera por el dominio del territorio. Dos kaijus en conflicto irresoluto por otros medios que no sean la eliminación de uno de ellos o ambos. Son dos cazadores negándose a ser víctimas. Dos épocas azoradas eliminándose ante la imposibilidad de con­vivencia pacífica.

    Las bombas son expansiones exotérmicas de los instintos destructivos que yacen en los estratos más atávicos de la especie humana, así como Godzilla repo­saba en las capas más profundas de la dermis terrestre hasta los bombardeos de 1945. La bombas no pueden engendrar real paz, solo pax tensa y nuevas bombas, nuevos dispositivos aniquiladores como el creado por el joven pero dañado —esconde bajo su parcho una cicatriz producto de la WWII— Dr. Daisuke Serizawa (Akihiko Hirata): el Destructor de Oxígeno capaz de eliminar toda la vida existente en su radio de acción.

    Serizawa alegoriza a las generaciones japonesas vulneradas irremisiblemente por la guerra y sus odios, mientras que su contraparte Yamane es vocero de una razón superior, consciente de la necesidad de trascen­der la cadena de muertes que provocan los conflictos armados. Aunque el joven científico termina inmolán­dose en la detonación en un intento por escindir tal cadena, así no se pueda reproducir su creación. Ade­más, su sacrificio puede verse como un tributo de la humanidad al planeta por la eliminación de su cam­peón monstruoso.

    Moby Dick (John Huston, 1956)

    La considerada como mejor versión fílmica de la nove­la Moby Dick (1851), de Herman Melville, la cinta de Huston —además de desarrollar el argumento base de la persecución obsesa del capitán Ahab (Gregory Peck) al monstruoso e invicto cachalote albino— en­fatiza en la caracterización del siniestro marino como un caudillo manipulador, carismático dictador capaz de arrastrar a la tripulación del Pequod —las masas a su disposición— a secundarlo en sus objetivos per­sonales más bizarros, pervirtiéndose el propio oficio, los principios y la cultura de los balleneros (los wha­lermen).

    El Ahab concebido por John Houston y el escritor Ray Bradbury, ambos guionistas de esta película de la posguerra —como Gōjira— y la Guerra Fría, se per­fila como resumen alegórico tanto de los autócratas absolutistas derrotados (Hitler y Mussolini) y aliados (Stalin), como del propio diferendo político contem­poráneo entre las dos superpotencias atómicas vence­doras de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos y la URSS, cuya pugna subordina y arrastra a su paso a todo y a todos. Ambos conflictos, el literario y el po­lítico, pese a sus complejidades subalternas, revelan la elemental brutalidad de una gresca entre machos alfa, entre antagonistas naturales que buscan prevale­cer en la manada, que persiguen gozar de la insaciable entelequia del poder.

    En la Guerra Fría, y en la jurada querella entre Ahab y Moby Dick, hay polaridades bien demarcadas, pero todas de puro valor negativo. No hay buenos ni malos, solo contendientes dispuestos a triunfar e im­ponerse. Fuerzas todas que usan la moral, la ética, el humanismo y la pura razón como combustible para alimentar sus calderas, marchar a toda máquina con­tra el contrincante y vencerlo.

    Ahab termina fusionándose con el cachalote du­rante la secuencia definitoria de la gran embestida mutua, cual nítida metáfora del final igualamiento en­tre el monstruo y el ser humano. Poco cuentan ya las ideologías, las diferencias biológicas y culturales. Solo queda la batalla que iguala a todos. Solo quedan dos fuerzas abrumadoras que necesitan ocupar el lugar de la otra, exigiendo fidelidades igualmente absolutas y elementales.

    Peck dota a su personaje de una densidad ator­mentada y una resolución quijotesca que lo enaltece entre sus marineros, arponeros y oficiales, excepto frente al sereno y lúcido oficial Starbuck (Leo Genn), su contraparte sanchesca y cuerda que lo secunda re­nuente y teme las consecuencias de su obsesión. Has­ta que el estable personaje termina quebrándose bajo los continuos embates de la locura generalizada que impregnan todo su universo de madera y océano, y se lanza a cazar al cachalote una vez que todo parece ter­minar con la muerte de Ahab atado a las espaldas del monstruo. La última resistencia cede bajo la cósmica demencia nucleada en la estrella doble de altísima gra­vedad que resultan los dos titanes en pugna.

    The Blob (Irvin S. Yeaworth Jr., 1958)

    El monstruo gelatinoso de implacable eficiencia omní­vora que detona las acciones de The Blob, película de cul­to conocida entre los públicos hispanos como La man­cha voraz o La masa devoradora, es una de las criaturas fílmicas originalmente menos originales —por ende, de un atrevimiento y un descaro olímpicos— que se hayan concebido. Su elementalidad vadea lo ordinario para rayar en la abstracción más temeraria, acercándo­se a la noción lovecraftiana de “innominable”.

    Este depredador ideal, dedicado a su alimenta­ción y consecuente crecimiento, con un origen tan ignoto como el posterior xenomorfo de Alien (Ridley Scott, 1979) —con el cual también comparte la agre­sividad insaciable y la sensación de pesarosa inevitabi­lidad—, suscita las más cerebrales y coloridas teorías sobre sus motivos, su lugar en la Creación, sobre su pertinencia misma en el universo. Siempre será un ejer­cicio más placentero la especulación mitopoética sobre una película que seduce al cinéfilo de una manera tan enigmática como los referidos orígenes diegéticos de su antagonista. Y lo inexplicable es —o debe ser— una invitación a lanzarse a las mayores orgías imaginativas.

    Esta es una de las virtudes más sutiles y a la vez cardinales de The Blob, a contrapelo de la mayoría de las concepciones positivistas de los filmes de terror y ciencia ficción estadounidenses, donde siempre se tiende a estructurar una explicación —si no racional, al menos con cierta lógica deconstructiva— del fenó­meno anómalo al que se enfrentan los protagonistas. Abundan los científicos locos y cuerdos a los que siem­pre se les reserva una escena didáctica.

    En la película de Yeaworth no sucede nada de eso. Ni se les ocurre a los personajes, y creo que tampoco los guionistas tuvieron sólidas intenciones al respec­to. Incluso el médico —como figura de legitimidad intelectual y científica— que analiza el primer caso de agresión del monstruo a un terrícola, se convierte junto a su enfermera en las subsiguientes víctimas. La ciencia es cortada de raíz aquí. Lo que no tiene forma tampoco tiene explicación, y punto.

    Ante la muerte simbólica de la razón, para comba­tir al monstruo “gelatinoide” solo queda un puñado de impecables, sanos, encantadores y estereotipa­dos pueblerinos —encabezados por un debutante Steve McQueen—, a cuya pequeña ciudad le tocó en suerte recibir el meteorito donde viajaba el ente por el espacio en estado de óptima latencia. Ciudadanos americanos blancos enfrentados en estrecha coopera­ción a un inhumano “terror rojo”: se torna entonces sospechosa la ingenuidad de esta otra cinta gestada en plena Guerra Fría, periodo de florecimiento de los monstruos fílmicos.

    Alien (Ridley Scott, 1979)

    Alien es la máxima alegoría de lo inevitable y lo inexpli­cable. El monstruo que los desprevenidos tripulantes del Nostromo recogen en la tormentosa luna LV-426 en una suerte de suicidio inconsciente —de autoin­molación involuntaria en el altar de la muerte rotunda donde reina este dios de la destrucción— es también la mera definición de lo absoluto desconocido, a la vez que suprema y lovecraftiana demostración de que el universo no le pertenece a la especie humana.

    Es otra demostración (más perfecta) de que en las sombras aun puras, no alcanzadas por las luces de la razón y el conocimiento científico, se ocultan fenóme­nos y lógicas que siempre rehuirán a cualquier intento por someterlos a fuerza de taxonomías o coerciones, y luego instrumentarlos para beneficio de los humanos, sumándolos a su repertorio de conquistas.

    La pureza depredadora de esta entidad, confesa­mente admirada por el androide Ash (Ian Holm), la hace inmune a cualquier intento por entenderla, igual que la “mancha” de The Blob. Aunque, a diferencia de la película B de Irvin S. Yeaworth Jr., sí cuenta con la co­rrespondiente escena dedicada al esclarecimiento ex­perto de su origen, naturaleza, motivos y dinámicas. Corre a cargo de la versión sofisticada del “científico loco” que es este oficial científico y médico sintético, cómplice y facilitador en el terreno de la corporación Weyland Yutani, en sus antiéticos propósitos de cap­turar al monstruo incluso a costa de la muerte de to­dos los humanos a bordo de la nave.

    El sintezoide solo atina a refrendar la indefensión absoluta ante un contrincante tan categórico como este, libre de toda conciencia, remordimiento o mo­ral; epítome de la prevalencia vital darwinista sobre cualquier otra especie inferior. Destilación en incon­cebible estado de pureza —para los estándares del universo conocido— del instinto predador. Es la única explicación posible para entender a un dios cuyas ma­neras de actuar son mortalmente misteriosas.

    El xenomorfo evita toda racionalización y solo se puede llegar a él a través del atajo efectivo que siempre será la fe. Es una fuerza, una energía, un hálito de las deidades rectoras del cosmos. Es el hijo de dioses in­concebibles, que arriba a la humanidad para predicar la palabra de sus padres a través de una fecundación anómala en un cuerpo no precisamente virginal, pero sí biológicamente diseñado para no dar a luz, como es el de un hombre, Kane (John Hurt), para luego solo desecharlo cual mero receptáculo, sin merecer sacra­lizaciones marianas. A la vez que la propia nave, con sus angostos, húmedos y opresivos pasadizos, pudiera resultar mullida matriz simbólica donde el monstruo experimentará su segundo alumbramiento al mundo.

    No requiere de apostolados, discípulos, iglesias, evangelios o feligresías. Su credo es demasiado ele­mental o demasiado incomprensible para el enten­dimiento humano. Solo necesita de sacrificios cons­tantes, como los dioses paganos de antaño con sus templos rebosantes de sangre consagrada, sin ofrecer dádivas a cambio.

    Pulgasari (Shin Sang-ok y Chong Gon-jo, 1985)

    Si bien numerosos monstruos del cine occidental de posguerra y Guerra Fría han alegorizado con más o menos sofisticación el peligro comunista, el cine del mundo “rojo” ha respondido —aunque de maneras más creativamente tímidas, pero no menos especta­culares— con criaturas como la “superproducción” épica norcoreana Pulgasari, donde curiosamente el gi­gantesco émulo cornudo y acorazado de Godzilla no encarna el peligro atómico, o la culpa bélica, o al anta­gónico imperialismo, sino que deviene héroe popular que pone sus fuerzas al servicio del proletariado con­tra los satanizados aristócratas represores de épocas antiguas.

    Otra diferencia notable respecto a la mirada pre­sente o de anticipación futurista del grueso de las pro­ducciones “capitalistas”, es el hecho de que las aventu­ras de Pulgasari transcurren en el pasado medieval de Corea. Quizás en favor de conferirle una legitimación mitopoética al régimen contemporáneo, concebido como paraíso terrenal donde no existen antagonistas más que allende las fronteras. Tal como sucede con las puras falsificaciones que son los supuestos antiguos misiles de bambú exhibidos en los museos del feudo de los Kim, junto a otras reliquias ilegítimas que ayu­dan a manipular el pasado como mero prólogo —inevi­table mientras no hallen una manera de borrarlo de las memorias de todos los ciudadanos de la nación, así piensen que siempre han vivido en una eternidad co­munista— de la revolución excelsa.

    Lo anterior quizás para justificar la extraordinaria concesión que se le hace a lo fantástico en medio de un contexto fílmico concentrado en el ensalzamiento “realista” de las bregas del pueblo de la República Po­pular Democrática de Corea por construir su comunis­mo juche de ensoñación —en su país del fin “oficial” de la historia y el tiempo, inmerso en una época tan mítica como el remoto pasado donde Pulgasari cam­pea por su respeto— o por replicar hasta el hastío las epopeyas bélicas de los años cincuenta, lideradas por el presidente eterno Kim Il-sung.

    No hay lugar en el arte y la producción intelectual de Corea del Norte para la imaginación fabuladora, sino para la tautológica glorificación del régimen y sus líderes, sobre todo de los hasta ahora tres emperado­res de la dinastía Kim, quienes malamente han embo­zado y embozan su linaje de sangre con la legitimidad política. Por lo que un ser tan poderoso como Pulgasa­ri solo puede ser patrimonio del pasado pre-Kim, don­de apenas alcanzaría el rol de profeta furibundo de los mesías por venir en el siglo xx.

    Así, ambas zonas del pasado, la histórica y la mi­tológica, terminan bien sincronizadas con el discurso oficial, y el monstruo imposible ungido como militan­te campesino, evita ser calificado de sacrilegio contra el canon realista-propagandístico del cine norcoreano.

    The Host (Bong Joon-ho, 2006)

    La primacía en el Asia Oriental del Kaiju-eiga o “cine de monstruos” japonés es discutida desde la parte sur de la península coreana por The Host (Gwoemul) y su monstruosidad más pequeña, pero que compensa tal disminución de las dimensiones con el intenso abiga­rramiento híbrido conferido a su anatomía. Se trata de una criatura erizada de apéndices y miembros atrofia­dos que semejan un amasijo de batracios, salamandras y peces; apertrechada su cabeza con unas laberínticas, repulsivas y sofisticadas fauces que recuerdan desde el vaginoide facehugger de Alien hasta los gigantescos graboides de Temblores (Ron Underwood, 1990).

    Con este concepto visual se enfatiza en la naturale­za insólita, estrambótica, aberrada, fruto singular de la azarosa influencia de altos contaminantes vertidos en el río Han —médula acuosa de Seúl— por las despóti­cas órdenes de un médico forense foráneo ‚ integrante del personal militar estadounidense en Corea del Sur desde la guerra que hace décadas dividió la península.

    El título se traduce literalmente en español como El hospedero—aunque en América Latina se conoce erróneamente como El huésped, lo que pervierte el significado original—, el cual claramente no refiere al monstruo: este sería más bien el huésped, lo hospeda­do por el río, por la ciudad, por el pueblo, por la nación surcoreana.

    Desde tal perspectiva, la criatura alcanza dimen­siones alegóricas tan amplias y abarcadoras como ha guardado la icónica Godzilla para el Japón, resultando encarnación perversa o materialización hipertrofiada de las disímiles deudas que este país dividido guar­da consigo mismo. Por eso el ente nunca nombrado, o taxonomizado siquiera, es tan repulsivo: como un tumor o bubón purulento. Se resume la tragedia na­cional insoluble aún, disimulado bajo el rostro más amable de la bonanza económica.

    La película se revela como una sátira política de balanceado corte tragicómico. Corea sigue siendo un país cercenado, sajado. Suicida en tanto se ha enfren­tado consigo mismo en cruenta guerra civil que derivó en una división política arbitraria que semeja a todas luces una mutilación. Este dolor solapado e irresoluto parece dar a luz a este ser que no es de posguerra, sino de guerra sorda y latente pero activa, como una bom­ba con el detonador defectuoso‚ o una mina olvidada.198

    La aparición repentina del monstruo y los estra­gos que hace a diestra y siniestra entre la población inadvertida detonan un caos militar —es palpable el intervencionismo de los estadounidenses: tratan a las fuerzas locales como simples e inferiores subordina­dos— cientifico y político. Con este tormentoso telón de fondo, la familia protagonista que se lanza al resca­te de su miembro más pequeño: la niña Hyun-seo (Go Ah Sung), capturada viva por la criatura y llevada a su reserva de alimentos en las cloacas citadinas.

    Big Man Japan (Hitoshi Matsumoto, 2007)

    En esta ópera prima de Hitoshi Matsumoto hay mu­chos monstruos gigantescos. Su protagonista Masaru Daisatou (interpretado por el propio Matsumoto) es uno de ellos. Se adscribe en la categoría fílmica japo­nesa de kaijin o monstruo humanoide, y pelea del lado de la humanidad, como empleado del Ministerio de Prevención de Monstruos, contra toda una cohorte de bizarras criaturas que parecen extraídas de un cuadro desconocido de El Bosco.

    En franco desafío a la más común línea de kaijus zoomorfos del Kaiju-eiga: Godzilla con su aspecto de dinosaurio; Rodan es semejante a un pterodáctilo; Mothra‚ una polilla hipertrofiada; Gamera está direc­tamente inspirada en una tortuga; Ghidorah es un cruce entre hidra y dragón.

    Filmada en clave de falso documental, la película sigue la vida cotidiana de este personaje que se hace llamar el “Rey del dolor”, y es el más joven heredero de un añejo linaje de “hombres grandes japoneses”: per­sonas de apariencia común que, a voluntad y bajo cier­tos estímulos, se vuelven gigantes (más al estilo del clásico Devilman del mangaka y realizador Gō Nagai).

    Desde los primeros planos, Daisatou se revela como un ser poco menos que pusilánime, anodino hasta la más insulsa vulgaridad; cuando no está combatiendo en su versión pantagruélica, vive una vida borrosa de divorciado y de apestado en su propio barrio.

    Matsumoto hace contrastar insolentemente el tono realista y periodístico de estas secuencias de se­guimiento cotidiano y entrevistas con las escenas epi­sódicas, gestadas a puro —y un tanto limitado— CGI, de breves y anticlimáticas contiendas con los mons­truos de turno‚ que cada cierto tiempo se aparecen en la ciudad. El absurdo, la ironía amarga y la ambivalen­cia retadora conducen el verdadero ritmo de la cinta, que parece esconder una fábula sarcástica o lamento sardónico por el declive de las grandes y milenarias tradiciones nacionales bajo el influjo de la contempo­raneidad occidentalizada y urgente.

    Daisatou se considera se coloca en el más bajo nivel de degradación alcanzado por su estirpe, cuya —no muy precisada— “cuarta generación” lo entre­nó al parecer con disciplina y honor al estilo samurái —aunque semejan más a luchadores de Sumo, que no por casualidad es el deporte nacional de Japón— en su oficio y deber sagrado de cazador de monstruos. En el presente, con su manager oportunista, los anuncios patrocinados que pega en su gran cuerpo de kaijin y las dictatoriales fluctuaciones del rating de su programa televisivo, el Rey del dolor se asemeja más a un depor­tista profesional que a los guerreros sagrados que lo an­tecedieron. Compite en las preferencias con múltiples atractivos, y recupera algo de atención cuando recibe palizas por parte de un sorpresivamente agresivo y poderoso contrincante, aparecido de sopetón en me­dio de una batalla con otro kaiju.

    El estrafalario y extrañado clímax de la película implica la sesión definitiva de su primacía tradicional a una mitología mucho más reciente de carnavalescos héroes con máscaras de plástico y coloridos trajes de satín, muy evidentemente al estilo de las populares y baratas series (en Japón) de Ultraman (de las cuales los Power Rangers son la versión occidentalizada), que se desenvuelven en medio de no disimuladas ma­quetas de ciudades.

    La región salvaje (Amat Escalante, 2017)

    En La región salvaje, el director mexicano lanza a sus per­sonajes a una definitiva sima de absoluta elementalidad sensorial, donde todo atisbo de razón, (auto)conciencia, o lógica son desterrados por completo. El espacio hú­medo, estrecho y oscuro donde yace el monstruo extra­terrestre de grasiento y cefalópodo aspecto —listo con sus tentáculos a alcanzar los centros de placer más re­cónditos y poderosos de sus víctimas autoplegadas a su voluntad—, deviene materialización de la trastien­da mental, donde los seres humanos remontan hacia una esencia animal primigenia que ha sido silenciada durante millones de años con estratos culturales y to­dos sus sistemas de andamiajes morales.

    En una suerte de proceso eugenésico, este ser, que concomita con los entes fantásticos pululantes en el subgénero hentai más conocido como “violación por tentáculos”, decanta mediante su eliminación inmi­sericorde a quienes no están listos para abrazar sus verdades, dejando un buen rastro de cadáveres de acó­litos desesperados y deseosos de alcanzar el nirvana lúbrico, pero incompatibles con su legado.

    Despojado de cualquier infantiloide revestimiento kitsch, el “retorno a la inocencia” prístina que sucede aquí no es más que la libre entrega a los instintos de supervivencia y prevalencia que han determinado la consolidación de la especie a lo largo de la historia. Así termina aconteciendo con el personaje de Alejandra (Ruth Ramos), quien decide asumir un rol proactivo en la espiral de violencia en que vive, en una operación de verdadera adaptación orgánica al medio.

    La criatura alienígena no es más que un canal hacia la “iluminación” de Alejandra, mujer finalmente esco­gida para el apostolado de este nuevo advenimiento, que predica la fe en la mayor de las libertades. Es un catalizador óptimo hacia la clarificación de cuán senci­llas son las cosas cuando se asumen desde el estado de inocencia amoral y desprejuicio no importunado por valores, escrúpulos y recatos.

    Muere, monstruo, muere (Alejandro Fadel, 2018)

    El monstruo que asola los plúmbeos y opresivos pá­ramos de la provincia argentina de Mendoza, aneja a la infinita cordillera de los Andes, no disimula un hi­pertrofiado y aberrante hermafroditismo morfológico. Cuenta con desproporcionadas fauces verticales —que recuerdan el aspecto de los Gugs lovecraftianos, fru­tos quizás de las numerosas represiones y miedos sexuales de este autor— muy semejantes a la vagina dentata, con una disposición concéntrica de los dien­tes como en la lamprea; además de una extensa y flexi­ble cola rematada con un inconfundible glande.

    El ente acomete una serie de estrangulamientos seguidos de decapitaciones feminicidas, cuyas natu­ralezas pueden revelar lo como la mera grafía de la violencia. Pues además del cercenamiento de la vida, implicarían actos de eliminación de la identidad, la individualidad y la capacidad racional que hacen te­mibles a las mujeres para una sociedad patriarcal que mixtura en indistintas, pero siempre desquiciadas proporciones, la misoginia (odio patológico a las mu­jeres) y la ginofobia (miedo patológico a las mujeres).

    Fadel provee a los escenarios de la angustiosa pe­sadez existencial del gótico psicológico, al estilo de cineastas contemporáneos como Roger Egger (La bru­ja, El faro) y Jaime Osorio (El páramo, Siete cabezas), donde los espacios desesperanzadamente dilatados y agobiantes que no solo deshabitan, sino que deshu­manizan hasta embrutecer‚ llegan a sustituir las an­gosturas de los castillos y mansiones achacosas donde habitaban Carmilla o los últimos de los Usher.

    Los eriales donde se debaten los personajes, la mayoría policías dedicados a dilucidar la razón de los crímenes, más que paisajes y escenarios parecen ema­naciones de las tormentas mentales que los aquejan a todos, libres de cualquier atisbo de cordura, cual ley implícita para los habitantes masculinos del lugar. El miedo a sí mismos, la desesperación, la autorrepre­sión, el pánico y el miedo al miedo (fobofobia, mencio­nada por uno de los personajes) los lleva a tomar todo tipo de analgésicos para sobrellevar las circunstancias de naufragio y claustrofobia en que viven, para negar la autoconciencia de sus debilidades. En determinada secuencia, Sara (Sofía Palomino), la única oficial femenina, rechaza el consumo de una píldora, sumándose a un polo femenino que rezuma empoderamiento. Otra mujer (Romina Iniesta) es una serena psiquiatra. La segunda víctima, Francisca (Tania Casciani), asume con ecuanimidad su relación bígama con el trastornado David (Esteban Bigliardi) y el oficial Cruz (Víctor López). Otras de las asesinadas son prefiguradas como mujeres dedicadas a labores no domésticas. La monstruosidad aparece para casti­garlas con severidad en sus atrevimientos, cual pro­yección conjunta de todo el ramillete de inconscientes masculinos‚ reunidos en esta historia de fobias espan­tosas e implosivas que vuelven monstruos a quienes las padecen.


    Antonio Enrique González Rojas (Cienfuegos, Cuba, 1981). Periodista y crítico de arte. Textos especializados suyos aparecen en publicaciones como Rialta Magazine, La Gaceta de Cuba, Cine cubano: La pupila insomne, El Caimán Barbudo, Hypermedia Magazine, Altercine (IPS Cuba), Cine Cubano, Esquife, Noticias de Arte Cubano, Bisiesto (Muestra Joven ICAIC), Enfoco (EICTV), la revista del Festival de Cine de La Habana, y otras. Ha sido guionista de varios programas televisivos especializados en audiovisual como Lente Joven, Banda Sonora e íconos del celuloide. Ha integrado jurados de la prensa en eventos como el Festival de Cine de La Habana. Ha publicado libros de ficción y crítica de cine, entre los que se encuentran: Voces en la niebla. Un lustro de cine joven cubano (2010-2015) (Claustrofobias, 2016), Tras el telón de celuloide. Acercamientos al cine cubano (Primigenios, 2019). “Críticas, mentiras y cintas de video” (Oriente, 2023) y «100 películas a plazo fijo» (Casa Vacía, 2023)

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