La centenaria película alemana Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, Friedrich Wilhelm Murnau, 1922) es la primera cinta de la historia conocida y conservada del cine en inspirarse en el ya famoso Drácula, pero destaca sobre todo por llevar de sopetón al verdadero (entonces aun en ciernes) subgénero que es el “cine de vampiros”, a un estado de madurez artística que determinó los rumbos de este tipo de personaje en la cinematografía mundial hasta el presente.
Además de permanecer como recordatorio pavoroso de la maldad esencial que representa un vampiro, que alrededor de una década después fuera debidamente edulcorado en los predios hollywoodenses: engominando su pelo, vistiéndolo de frac y haciéndolo comportarse más cercano al dandy y al gentleman aristocrático “apto para todas las edades”, que a una monstruosidad absoluta.
A pesar de todos estos afeites bastante bien defendido por míticos intérpretes como Béla Lugosi y Christopher Lee, la influencia y presencia del Conde Orlok (Max Schreck) de Murnau se extiende subrepticiamente por este campo genérico, y por el terror fílmico todo. Justo como la pesadillezca sombra que en la cinta de marras asciende por las escaleras para devorar a la virginal Ellen Hutter (Greta Shröder), y aferra su corazón con garras de otra dimensión de la existencia.
Pues uno de los tantos méritos de la película es la concepción del nosferatu como un ser ubicado justo en los límites de la realidad física y las otredades intangibles. Siempre a punto de desvanecerse (como literalmente hace varias veces), alcanzando un estado de sutileza más temible que las más comunes habilidades teriantrópicas de los vampiros. El nosferatu no se convierte en murciélago, ni se ceba en unos cuantos seres para su supervivencia, sino que resulta encarnación de las pestes que pocos cientos de años antes sajó la faz europea con su letalidad. Es sombra, ansiedad, amenaza.
Más que un asesino, es una enfermedad perniciosa y voraz que disloca el equilibrio social. Apenas lo perciben el espectador o los propios personajes de la cinta. Lo más palpable son los estragos fisiológicos y psicológicos que provoca por donde pasa. Pues además de matar, desespera y enerva a su vez los impulsos asesinos de los pobladores, que persiguen al enloquecido Knock (versión grotesca del Renfield de Stocker, interpretada por Alexander Granach), en pos de lincharlo como chivo expiatorio y a la vez víctima propiciatoria de la irracionalidad y la furia. Otra resonancia del pasado reciente europeo, cuando las “brujas” y todo lo anómalo respecto al status quo merecía la extirpación mediante ejecución sumaria popular. No muy diferente de ahora.
La ausencia omnipresente de Orlok es más terrible que sus exagerados rasgos faciales de hombre-rata, con sus garras desmedidas. Pero estos, a la vez, son también cardinales para asumir su otredad incomprensible. Para asumirlo como un ente que existe paralelo a las leyes, lógicas y ritmos temporales asumidos por el espíritu moderno como únicos e incontrovertibles. El nosferatu habita la pesadilla y la poesía, y termina ratificándolas como realidades sólidas.
Nosferatu reimaginado
Estas esencias permanecen en el remake que 56 años después se atrevió a dirigir el irredento Werner Herzog bajo el título Nosferatu, fantasma de la noche (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1978). Partiendo de que el título de Murnau era la mejor película alemana de todos los tiempos, el creador de Fitzcarraldo lo legitimó aún más como una de las mejores y más insidiosas versiones de la novela de Bram Stoker, al recuperar para los personajes de 1922 los nombres originales. Estos hubieron de ser cambiados entonces ante la consabida falta de derechos sobre la obra literaria —que además llevó a la película expresionista al borde de la extinción por presiones legales de la viuda de Stoker.
Orlok es Drácula de nuevo, Knock vuelve a ser Renfield, Thomas Hutter recupera su nombre de Jonathan Harker, el discreto profesor Hulwer es Van Helsing y Ellen Hutter es Lucy Harker, fusionándose los personajes literarios de Mina Harker y Lucy Westenra. Aunque los roles de estos apenas cambian, y el argumento es una variación orgánica de la estructura dramática original.
Aunque el título se mantiene fiel al casi esotérico término Nosferatu, presumiblemente inventado por Murnau, quizás derivado del vocablo griego nosophoros, que significa “portador de enfermedad” y resulta muy coherente con el rol virulento que tiene el personaje como encarnación de la peste bubónica.
El nosferatu ha terminado convirtiéndose en una contraparte más siniestra y maligna del más sofisticado y aristocrático Drácula. Apelando a uno de los rasgos más destacados del clásico de Murnau, puede decirse que es su sombra, su esencia malvada en antinatural estado de puridad. Si el conde popularizado por Bela Lugosi en la Drácula de 1930 tuviera pesadillas, la peor sería verse convertido en nosferatu.
La puesta en escena y el concepto de Herzog sobre el personaje se desplazan un poco del lancinante expresionismo de Murnau a las zonas más caliginosas del gótico, dotando al vampiro —interpretado esta vez por su “enemigo íntimo” Klaus Kinski— de un carácter más melancólico, agotado por la soledad, lamentoso por la falta de amor como confiesa abiertamente en algún momento. Por momentos, la película se aboca más a una tragedia que a un relato de horror.
El Drácula de Kinski trasciende su naturaleza de simple antagonista de Jonathan (Bruno Gans) y Lucy (Isabel Adjani) para remontar el pedestal invertido del antihéroe atormentado, del ente degradado. Marginal habitante de la nada tóxica, abrumado bajo el peso de su no muerte, que le acarrea la condena eterna de una no vida. Es un personaje purgatorial, existente en estado perpetuo de damnación, solo puede compartir con el mundo sus efluvios ponzoñosos.
Así lo hace en la ciudad de Wismar (que sustituye al original Wisborg), donde siembra el caos con una legión de ratas que saturan la ciudad hasta límites totalmente apocalípticos y desesperanzadores. Lucy corre desesperada entre sobrevivientes alienados que bailan y comen entre riadas de roedores, a la espera de la muerte o de la nada. Se replican del filme original las lóbregas procesiones de sarcófagos llevados por funerarios solemnes, como único acto coherente en medio del caos.
Herzog entenebrece más el relato, y le otorga a Jonathan la suerte vampírica de la ausente Lucy Westenra. La inmolación casi martirológica de su esposa se revela apenas como la momentánea victoria de una escaramuza. Se elimina al personaje de Lucy, pero no a la fuerza que representa. Tal como la peste trashuma de hospedero en hospedero, la maldición pasa del anquilosado Drácula al más robusto Jonathan. Y se cierra un uróboro de cuyo círculo se excluye cualquier rastrojo de esperanza.
Nosferatu XXI
Nosferatu (Robert Eggers, 2024) es la tercera incursión fílmica del conde Orlok. O la cuarta, si se considera la nada despreciable La sombra del vampiro (Shadow of the Vampire, E. Elias Merhige, 2000). Y se define por proponer una reconcepción a fondo de las originales dimensiones alegóricas de las que fuera dotado este monstruo en su debut expresionista.
Para Murnau, el vampiro era el “rey de las ratas”, la personalización de la peste bubónica que batió sobre Europa en sucesivas y apocalípticas oleadas. Para Herzog es el personaje trágico definitivo. Pero para Eggers (La bruja, El faro, The Northman), el vampiro transilvano interpretado ahora por el sueco Bill Skarsgård —uno de los más contemporáneos “hombre de las mil caras”— pasa a encarnar los demonios más íntimos de la libido vetada, de la sensualidad deformada y desaforada a golpe de proscripción social en estos siglos puritanos.
Como sucede en La mujer pantera (Cat People, Jaques Tourneur, 1942), el sueño del deseo produce monstruos. En este clásico del terror psicológico, la “exótica» inmigrante serbia Irena Dubrovna (Simone Simon) se transforma en un gran felino para quebrar el exoesqueleto moral en que la sociedad occidental contuvo sus impulsos lúbricos. En la cinta de Eggers, el conde Orlok es el demonio de la guarda que nunca ha abandonado a la joven Ellen Hutter (Lily-Rose Depp), recordándole todo el tiempo que es un ser de deseos telúricos.
“Yo soy solo un apetito”, le dice en algún momento el vampiro a la recién casada, que fuera de un breve período de felicidad marital con Thomas (Nicholas Hoult), siempre ha sido víctima de incontrolables arrebatos, llamaos entonces “histeria”, sacudida por las dolorosas muecas de la libido extrema e insatisfecha.
Incomprendida por su familia en su extraña infancia, autorreprimida durante su primera adultez bajo los paradigmas de la “virtud” femenina hogareña, su sed o apetito alcanza la masa crítica, y el monstruo se materializa al fin. Sucede el advenimiento. El vampiro se desencadena, emerge del abismo en que dormía intranquilo, listo a ajustarle cuentas a quien lo invocó.
Aunque Eggers mantiene la relación de Orlok con la peste y la consabida horda de ratas que invade y devasta la tranquila ciudad alemana de Wisburg donde residen los protagonistas, la cinta se concentra (y desarrolla) mucho más la relación erógena entre el vampiro y la damisela. Profundiza en el escarceo entre la bestia incapaz de transformarse en un príncipe hermoso y la bella que ha visto aherrojada su bestialidad cósmica.
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Este nuevo Orlok busca ser una variante más destilada de la vileza. Quizás se acerque más que sus precedentes, a convertirse en inmisericorde fuerza natural que yace allende los constructos morales del bien y el mal, de los vivos y los muertos. Incluso más allá de Dios y el Diablo. Es un poder errabundo, olvidado por la vida y la muerte, relegado a existir en un estado anómalo, imposible, absurdo. Es un ser de antimateria, hecho de lo que reflejan los espejos cuando nadie los mira. Detentada una condición dual de verdugo y condenado, de torturador y mártir.
Siempre cerebral en sus rigurosos abordajes (a veces excesivos) de los tiempos pretéritos, Eggers buscó también concebir un vampiro “históricamente preciso”, que lo deslinda de las archiconocidas construcciones más neutras y contemporáneas.
Los recios gabanes vestidos por las variantes de Murnau, Herzog y Merhige —así como las apropiaciones en las diferentes versiones fílmicas de la novela Salem’s Lot de Stephen King, en el falso documental Los que hacemos en las sombras (Taika Waititi, 2014) y hasta en Star Trek: Nemesis (Stuart Baird, 2002)— han sido sustituidos por una indumentaria consistente con la de un noble de los Cárpatos de los siglos XV y XVI. Está dotado además del abundante bigote, devenido polémico, y del breve corte de cabello. También habla una suerte de variante de la lengua muerta de los antiguos dacios.
Pero los más relevantes y definitorios rasgos que singularizan la mirada de Eggers quedaron a cargo del departamento de sonido. La respiración y las pisadas de Orlok subrayan con mayor rotundez su naturaleza terrible, de una manera de veras incordiante. El conde no solo es un apetito, sino un estertor que parece provenir del último círculo infernal. Este bufido lo antecede y presenta, con mucha más fuerza que la clásica (y ya predecible) sombra autónoma.
Sus pisadas resuenan con la pesadez sorda de un descomunal volumen, contrastante con la cadavérica delgadez de momia que esconde bajo sus densos ropajes. Con él caminan todas las legiones del Averno, en perfecta y honda sincronía. Estos ecos de innominable horror lovecraftiano son los que en verdad revelan cuán inconcebible resulta este ser para la percepción humana, y cuán inauditas son las proporciones puede alcanzar el deseo constreñido, la naturaleza envilecida, pervertida, negada.