In memoriam Roberto Bolaño.
El edificio deshabitado. Las escaleras pronunciadas y estrechas. Ambos suben hacia el piso superior, lentos, sin hablar. Franquean la puerta de un zapatazo. Está vacía y con un rastro a mueble desvencijado. Una ventana ovalada, de cristales coloridos en el fondo. Se dividen, recorriendo las paredes cuarteadas. Se encuentran en la ventana. Abajo la carretera desierta y el carro aparcado. Caminan al centro de la habitación. Encienden un par de cigarrillos. El techo bajo y de travesaños empolvados.
– Todo se resume a esto.
– Nada ha cambiado.
– Los años en vano.
– ¿Qué más da?
– Lo sabíamos.
– Las pistas concordaban.
– Precisas.
– Bueno. No tenemos nada…
– Desde el principio… Otra vez.
– Siempre igual.
– Creíamos que era así.
– Sí; pero por lo menos hallar un rostro.
– ¿Consuelo?
– No. Para seguir la búsqueda.
– También lo pensé.
– ¡Qué remedio!
– Un recorrido perdido.
– Y sin esperanzas.
– Sin quejas.
– La nada, amigo; solo la nada en esta investigación.
– Un desenlace atroz.
La habitación se desdibuja por el humo del tabaco. El piso cruje; una lámina de metal se desprende hasta caer en la primera planta.
– No más.
– ¡¿No más?!
– El edificio se caerá. Y tú y yo con él si no salimos.
– ¿Se caerá?
– ¡Sí, se caerá!
– ¿Y si nos mintió?
– En esas condiciones nadie lo hace.
– ¡Siempre los hay temerarios!
– Dejemos las cosas así. Estoy cansado para volver a…
– Fueron demasiados testigos como para dejar las cosas así.
– ¿No era la última pista?
Miran la habitación. Del bolsillo del gabán saca una agenda y un bolígrafo. Verifica una lista de ciudades, direcciones, nombres y fechas de décadas remotas, todas tachadas con una X.
– Sí, era la última pista.
– ¡Estamos vencidos!
– No más aventuras.
– La nada.
– Siempre fue de ese modo.
– La nada. La que siempre nos esperó.
– Grosera aparición.
– Por todos lados pisándonos los talones.
– Investigando para esto.
– Es el riesgo del oficio.
– Turbio y desleal…
– Vueltas y rodeos…
– Caras y despedidas forzadas.
– El espacio abriéndose ante…
– Ante la nada.
El calor es asfixiante, a pesar que la ciudad es tenue, casi inexistente. Exhalan profundo y aplastan las colillas.
– ¡Vámonos!
– Sí…
– A casa.
– ¿Tan pronto?
– Se ha acabado la búsqueda.
– Podemos seguir…
– No hay más pistas.
– ¡Diablos!
– Estamos perdidos.
– Innecesarios.
– Todos estos años… ¿Para esto?
– Absolutamente.
– Hemos seguido el rastro de la nada.
– ¿Parecía tan inevitable?
– Es el riesgo, amigo.
– Una vida perdida en investigaciones y recorridos.
– Ahora sin obstáculos.
– Inservible.
– Vacía.
– Ya está. Vámonos.
– Sigue tú, que espero un poco más.
– ¿La despedida?
– No. Espérame en el carro.
– ¿Me voy?
– Nos vamos juntos.
– ¿Qué harás?
– …
– Vamos, amigo; el trabajo ha terminado. Ha sido una pérdida de tiempo.
– ¡Baja! Ahorita te sigo.
Se acuclilla, tomando nota en su agenda. Inspecciona la habitación con la vista y sigue escribiendo, desbordado.
– ¡Cómo quieras! Te espero en el carro.
– Listo. No tardo.
Desciende con temor a resistir una vida común y corriente. Se detiene en la acera. Vidrios rotos tamborilean el capó. Alza la cabeza y lo estremece el golpe. Sobre el techo del carro, el cuerpo reventado del otro detective. Entiende que el suicidio es renunciar a todo. Sin embargo, en la agenda que empuña el cadáver, están escritos, con detalle, los rasgos del asesino. Del asesino de su amigo. Una línea abajo, se exige una búsqueda en venganza. La sorpresa es que arriba no hay nadie más. Pero es aceptar la nueva pista, la que le acaban de otorgar, o regresar a la ventana quebrada. Darse cuenta si desde esa altura la nada tiene un sentido diferente, tal vez, segundos antes, descifrada por su amigo.
* Ilustración por Yayo (Hilario Ávila)