Compartimos el primer capítulo de una de las piezas de las FÁBULAS DE SANGRE de Luis Suescún, su nueva trilogía. La orden de la Capa Roja es una novela épica de hombres lobos en la Francia de Luis XVI, donde la distopía histórica se encuentra con el gore más brutal.
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La Orden de la Capa Roja
Un viejo relato que creías conocer (capítulo 1)
Corría el año de 1788 y Francia se había convertido en un hervidero de enfermedades. La miseria, la podredumbre y, sobre todo, el hambre, diezmaban las grandes ciudades como la afilada hoja de una guillotina. Sin embargo, en los solitarios bosques de Orleans estaba a punto de brotar una plaga mucho peor y capaz de desangrar al reino en cuestión de meses con sus colmillos.
Cerca de la región izquierda del bosque de Orleans, un asentamiento llamado Charente albergaba a los más pobres campesinos, quienes habían levantado allí sus casuchas y un mercadillo popular. La vorágine era tal que los rayos del sol apenas se filtraban entre las ramas de robles, hayas, abedules y pinos, creando extraños juegos de luces al atardecer.
A poco más de cinco kilómetros, se encontraba el Cruce de la Resistencia, donde el sotobosque se extendía como un reino salvaje de ciervos, osos, corzos y jabalíes. En su centro, el arroyo de Santa Lucía discurría lento, estancándose en agosto por las hojas secas y desprendiendo un hedor fétido. Allí, donde los árboles ya no eran tan altos, una columna de humo cortaba la noche en dos. Algún viajero perdido podría pensar con alivio: «Hay una cabaña con chimenea, allí podrían darme albergue». Pero lo más sensato sería continuar de largo.
Porque en aquella cabaña solo habitaba la maldad.
Al menos, lo fue así en aquel sangriento otoño de 1788.
Era la cabaña de la familia Dupont, que a juzgar por sus ventanas rotas como cuencas mohosas, sus paredes dobladas por el musgo y la hiedra trepando por el techo de madera carcomido por la lluvia, se asemejaba a una calavera. Solo la chimenea encendida mostraba un débil signo de vida.
En esa casa apenas quedaban las últimas mujeres Dupont: la anciana Marie y su nieta Alice. El resto de la familia había sucumbido a la hambruna o había sido ejecutada años atrás.
Por desgracia, Marie temblaba de fiebre en su cama, acobijada hasta el cuello. Aquel día, regresando del mercado de Charente, un animal la había mordido en la mano. A pesar del fuego encendido, la palidez dominaba su rostro, el sudor resbalaba pegajoso por su frente y su respiración se convertía en un débil gemido. Miraba a su alrededor con ojos vidriosos, buscando a su nieta como si no pudiera verla, aunque Alice llevaba horas sentada frente a ella.
—Alcánzame agua —suplicó, extendiendo una mano tan temblorosa que parecía un chamizo blanco.
—Sí, abuela —musitó la niña.
Se cerró al cuello su capa roja, herencia de su madre y su más preciada pertenencia. Se levantó, sirvió agua en una copa de madera y se la entregó.
Marie bebió hasta la última gota, sin importar que se derramara sobre su pijama.
Alice se estremeció al ver la herida: un mordisco en carne viva y supurante de una materia oscura.
—¿Qué te mordió, abuela?
—No lo sé… —susurró Marie—. Pasaba cerca del arroyo con mi cesta cuando oí un quejido tras los arbustos… —tosió con fuerza una saliva ensangrentada sobre la cobija.
—¿Y qué viste? —insistió Alice.
—A un hombre desnudo, acuclillado, bebiendo agua de un charco. Levantaba la nariz y olisqueaba el aire como un perro de caza.
Marie había sido una mujer fuerte, de temperamento firme, enfermera en las guerras de sucesión austriaca.
Aquella fiebre la doblegaba, pero continuó con su relato.
—Sentí lástima y me acerqué. Quise darle una fruta o un pan. Cuando estuve cerca, alzó la mirada. Esos ojos… no eran humanos. Traté de retroceder, pero soltó un aullido que hizo temblar al bosque entero.
—¡Dios! ¿Qué hiciste? —preguntó Alice, pálida.
—Desenfundé mi cuchillo —susurró Marie, mirando la mesa donde descansaba su cinto. La hoja del cuchillo estaba negra de sangre—. Aunque él fue más rápido. Saltó sobre mí y me mordió la mano… —tosió y soltó una risa ronca—, pero yo de un tajo le corté la suya. Huyó gimiendo en el bosque.
Alice llevó la mano a la boca para ahogar un grito. No imaginaba todo lo que su abuela había soportado ese día.
—¿Voy al pueblo por un doctor?
—No, es de noche. El bosque no es seguro.
La niña se asomó por la ventana. Era luna llena.
—¿Qué hacemos? —susurró, temerosa de perderla.
—Esperemos al amanecer… Aunque ya veo mejor…
Sus pupilas se dilataron como las de un animal nocturno.
—¿Por qué me miras así? —dijo Alice, estremecida.
Marie no supo responder. Nunca había visto a su nieta de esa forma. Si agudizaba la vista, podía ver más allá de su piel. Sin darse cuenta, se relamió al descubrir el torrente rojo corriendo por la carótida de Alice, latiendo con miedo. Se frotó los ojos, tratando de comprender. Entonces, bajó la mirada al vientre de la niña, donde las arterias inflamadas pulsaban, alistándose para una carrera de vértigo.
Su nieta tenía miedo.
Y ella tenía hambre.
—Para verte mejor —respondió su abuela.
Alice tembló al ver aquellos ojos de su abuela, grises por las cataratas hasta aquella mañana, ahora lucían negros, fijos y rodeados por una constelación de vasos sanguíneos.
La niña miró de nuevo hacia la mesa de la cocina, en donde yacía el cuchillo montero. Cuando quiso levantarse, la anciana la retuvo con su mano herida; Alice no se imaginó que fuera tan fuerte, ni tan peluda como la de un hombre.
La abuela la abrazó y acercó su cabeza, presionando con fuerza su oído contra su pecho, hacia el lado del corazón.
—¿Qué haces, abuela? —gritó la niña.
—Escucharte mejor —dijo la vieja, atenta a sus latidos.
—¡Suéltame! ¡estás delirando! —la empujó.
Marie cayó de lado contra el respaldo de la cama y quiso gritarle a su nieta, pero solo pudo soltar un gruñido profundo que sorprendió a ambas.
Algo estaba cambiando en su tráquea y en cada uno de sus órganos: desde el corazón hasta sus tripas. Cuando la vieja Marie se quitó las cobijas, notó que sus brazos eran tan largos como sus piernas y el peso de su gibosa espalda la hizo caer de frente, a cuatro patas. Así pudo ver cómo se abombaban sus dedos, enseñando unas afiladas garras y de su flácido pecho desnudo por el pijama abierto de par en par, escurrían dos pares de henchidas y negras ubres, capaces de alimentar a una camada entera de bestias hambrientas.
—Dios santo… —dijo Alice y corrió hacia la mesa.
Cuando desenfundó el cuchillo montero, la sorprendió el rostro demoniaco de su abuela.
Estaba sentada medio desnuda, acuclillada en el espaldar de la cama, como si fuera a saltar. Todo su rostro era una monstruosa inflamación: las cejas, la frente y, sobre todo, su boca y su nariz se habían ensanchado, formando un poderoso hocico cubierto por una oscura vellosidad. De su cabeza caían mechones de pelo, sustituidos por un pelaje áspero que cubría su alargado cráneo, coronado por un par de orejas negras y tan puntiagudas como las de un demonio.
Marie abrió sus fauces y una espesa babaza sanguinolenta escurrió sobre su cuello, sus ubres y sus muslos, dejando una enorme mancha roja que teñía las sábanas blancas. Aquella vieja acababa de escupir todos sus dientes humanos y de sus encías asomaban unos afilados y curvados colmillos.
Nada peor que la maldad asomando tras un rostro familiar.
—¡Abuela! ¿qué tienes en tus dientes? ¿por qué son tan largos? —gritó Alice y empuñó el cuchillo, dispuesta a vender caro su pellejo.
El engendro quiso responderle «¡para comerte mejor!», seguido de un aullido, pero esa abuela que la había amado más que a una hija y que todavía no se había desintegrado del todo en aquella monstruosidad, pudo avisarle desde adentro.
—¡CoRrE, cOrrRe, niÑÑñaA! —gritó con una lengua enrevesada entre lo humano y lo bestial, como si su extraño organismo, impulsado por los caprichos de la luna y los vaivenes de la sangre, se debatiera entre salvarla o devorarla.
Alice corrió directo a la puerta de la cabaña y la abrió.
Junto con el frío de la noche, la recibió un infernal coro de aullidos tan agudos y salvajes que reverberaban entre los árboles. Bajo la luna llena había una docena de imponentes lobos de todos los pelajes, apostados en el paraje del bosque, mostrando sus colmillos y con las colas enhiestas de furia.
El más viejo y gris, tenía la pata mutilada.
Alguien se la había cortado y se relamía el muñón.
Alice sintió cómo le temblaban las piernas y dejó caer el cuchillo que, de hecho, jamás habría sabido cómo usar. Giró sorprendida, al escuchar unos pasos detrás suyo y así, observó a su abuela Marie, con su pijama abierta de par en par, poniéndose a cuatro patas, justo antes de saltar sobre ella.
Alice gritó.
Pero su alarido se perdió entre los aullidos de los lobos.

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