Visité por primera vez un cementerio en el año 1995. Mi tía Mayito, una mujer que hizo de nuestras infancias un paraíso afectuoso, había muerto de leucemia, dejando un vacío en la familia del que jamás se recuperó. Desde ese momento todos los domingos acompañábamos a nuestra abuela en su dolor y visitábamos el cementerio Jardines de Paz. Mientras las mujeres rezaban el padrenuestro y los avemarías, mis primos y yo corríamos entre las tumbas cazando maría palitos y mariposas, hermosos insectos que era, es y será imposible encontrar en la ciudad. Nunca olvidaré los crepúsculos en ese lugar lleno de magia, santuario donde años después me escondí para olvidar el bullicio y la mascarada urbana que concede la locura a algunos privilegiados.
Es increíble como las acciones o las costumbres más inocentes de la infancia, terminan definiendo el carácter de una existencia. Esas visitas de domingo en la tarde a la necrópolis, mientras miles se bañaban a esa misma hora en la playa, abrió en mi mente la posibilidad de ver en ese jardín de flores artificiales, un reino por explorar, donde cada muerto tenía una historia silenciosa que contar, a través de su nombre y las fechas de nacimiento y muerte. Imaginen lo que pasa en la mente de un niño cuando va a jugar y correr al lugar donde los adultos dicen que se debe guardar respeto por “los que ya no están”. El cementerio se convirtió entonces en un lugar donde podía soñar y tener acceso a la naturaleza, un parque de diversiones donde los verdaderos muertos, los vivos, no llegaban por prejuicios y temor a la muerte.
Con el pasar de los años se agudizó mi individualismo y empecé a visitar a los dormidos cada vez que me atacaba la depresión. Duraba horas sentado sobre las tumbas viejas que ninguno visitaba. Escribía y leía mientras el humo del cigarrillo ascendía con melancólica indiferencia hacia su destino de hacerse uno con la anónima brisa de las 4:30 de la tarde.
Por enredos de la vida dejé de ir al cementerio Jardines de Paz con la misma frecuencia de la infancia y empecé a visitar el cementerio Jardines de Yellow Hell City, ese de la colosal cruz de cemento que siempre imagino caerá un día de lluvia. Todo empezó porque un día decidí llevar flores a la tumba del papá de Naoko Marcapasos, quien vive en Bogotá y no puede visitarlo. Desde entonces por la cercanía a mi casa, llego a este cementerio cada vez que no aguanto la ingratitud del borracho viernes por la noche.
Quienes me han acompañado jamás podrán negar la belleza y la paz que se vive en estos lugares. Es como si los cementerios fueran purga-torios de las vanidades de los vivos, templos donde alcanzar la tan anhelada iluminación.
Al lector que nunca se ha emborrachado sentado sobre una lápida, le digo que jamás podrá ostentar de ser un aventurero, un verdadero borracho en el límite de la vida. Lecturas de poesía a viva voz, conversaciones parlanchinas, juramentos de eternidad, besos y caricias; todos esos actos adquieren un significado más profundo, más trágico frente a los que bajo tierra tejen su olvido y ríen del engaño con el que se coronan los vivos.
Aunque suene descabellado en las necrópolis de Yellow Hell City se esconden cientos de personajes que parecen salidos de un cuento de Maupassant (lean “las sepulcrales” y verán la punta del iceberg). Una fauna de atormentados entre la vida y la muerte: viejas rezanderas, madres inconsolables, jardineros cínicos, sepultureros borrachines, guardias pederastas, pensionados cascarrabias, solteronas rezando el rosario, viudos buscando esposas, chismosas mirando el estado de las tumbas, jóvenes suicidas, maricas acosadores, vendedores de café y aromática más viejos que la muerte, ladrones de flores, brujas buscando huesos, jugadores de la ouija, coleccionista de epitafios, etc. Solo tienen que imaginar que existe una clase de individuo y lo encontraran sentado al lado de una tumba. Es por eso que considero a los cementerios espacios de vida donde unos pocos se atreven a mirar al abismo como si fuera un cachorrito que hace menguar la soledad.
Si callan y prestan atención, escucharan el bullicio del silencio, el pandemónium de los eternamente dormidos gritando sus nombres a los momentáneamente despiertos.
De aquellos días del 2008 conservo unas líneas que escribí en una libreta donde intenté esbozar una novela fragmentada:
Sentado en la tumba, fumando cigarrillos frente al sol. El cementerio es el océano donde todos nos mojaremos por la eternidad. Estoy sobre la tumba de Gregoria Silgado De Crecian, que nació en marzo 19 del año 1909 y murió en mayo 10 de 1978. ¿Quién era? Es una pregunta que no me importa, pero todos mis pensamientos me dicen que estoy más muerto que ella, más podrido y patéticamente atrapado en el cementerio urbano de calles y azoteas. Vengo al cementerio a preguntarle a los muertos cual es el sin-motivo que me tocará cargar en el mañana.
Hace dos años me desperté a las 6 de la mañana, me cepillé, me puse unos jeans, una camiseta, mis zapatos viejos, tomé un libro de la biblioteca y me fui al cementerio Jardines de Paz. Es evidente que me encontraba con una aridez en el alma. Entré en el cementerio y caminando entre los senderos de piedra volví a visitar la tumba de mi tía Mayito. Descubrí que en mí solo había un fantasma, una marioneta macabra del universo. Ya no era el niño que corría en la loma, donde aún no habían tumbas, la loma donde una vez encontramos docenas de sapos muertos y amarrados alrededor de una columna de piedra, sapos hinchados de un ritual satánico que aun en esta tarde de lluvia en que escribo, no me dejan de impactar. Luego visité la tumba de mi abuelo Libardo, con el que solía tener sueños monstruosos desde su muerte, y me senté en una destartalada banca de madera a mirar la nada. El libro que llevaba conmigo era “Las flores del mal” de Charles Baudelaire. Me sumergí en los poemas tratando de escapar de la melancolía, cuando de repente, me encontré rodeado de muchas mariposas naranjas y amarillas volando a mí alrededor y posándose en el libro, en mi camiseta y en mi cabello. Recuerdo que una de las mariposas se posó en el poema que en ese momento leía “Los faros”. Y ahí, una paz invadió mi ser, una paz que tenía que ver con el todo, con la fragilidad de la belleza en el mundo. Solo pude dejar que mis ojos se aguaran para luego sonreír y soltar una carcajada a esa hora, las 9 de la mañana, siendo el único desarrapado, solitario y feliz a esa hora en que llegaban las primeras viejas rezanderas.
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Al cementerio Santa Cruz de Manga he ido dos veces. La primera acompañado entre risas. La segunda solo, huyendo de ladrones invisibles del Club de pesca. Este lugar es ideal para los que aman la literatura gótica y romántica. Considero que es el propio cementerio de película de terror con sus sepulcros, bóvedas, estatuas y cruces retorcidas. Este espacio debería ser visitado por todos, especialmente por los poetas, dibujantes y borrachos. Es el cementerio más hermoso y más abandonado de Yellow Hell City.
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Los cementerios de barrios son museos de la miseria de los pobres. No es sorprendente encontrar una calavera en medio del camino. Las tumbas son esculturas grotescas que te pueden devorar. Esta clase de cementerio es una curiosidad que el 90% de los habitantes de Yellow Hell City desconocen. Cementerio de Olaya y cementerio de Ternera, necrópolis olvidadas que despiertan el horror de los cobardes. Estos dos cementerios me producen pavor, especialmente en los días de entierros y no me pregunten por qué, averigüen ustedes mismos.
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Soy como un coleccionista de epitafios. Camino entre las tumbas y descubro que cada hombre, posee un alfabeto exclusivo para escribir la frase que abarca lo que fue su vida. Más allá del ABC, cada existencia posee una forma particular de grabar su epitafio en el mármol del olvido. Soy un vagabundo en la metrópolis de los muertos, soy el coleccionista de epitafios, que fuma mientras escribe en el cuaderno mental las frases de despedida de todos los que duermen bajo tierra. Descanso en la necrópolis antes de morir, soy el vivo que disfruta caminar sobre la cama de tierra de “los que ya no están”.
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Los cementerios de Yellow Hell City son como novelas ilustradas donde todo puede ocurrir. Los cementerios del mundo son bibliotecas donde cada tumba con su muerto es un libro para el que no hay lector.
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Mientras escribo, en mi cabeza suenan canciones donde la muerte y el final son los protagonistas. Una banda sonora para la calavera ñata que sonríe mientras se emborracha con una botella llena con veneno para ratas:
“La muerte a caballo” Enrique Díaz https://www.youtube.com/watch?v=sU3RLlBs7Yo
“Todo tiene su final” Hector Lavoe https://www.youtube.com/watch?v=PpmwQcc1h2g
“The End” The Doors https://www.youtube.com/watch?v=JSUIQgEVDM4
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SOBRE MI EPITAFIO
Si me preguntaran cual quisiera que fuera mi epitafio, solo podría responder que en este instante siento que debe ser: “Aquí yacen los restos de la literatura y la megalomanía: haz una reverencia, suelta una carcajada y apártate con temor: Jajajajajajajajajajajajajajajaj”.
04 SEPTIEMBRE 2014
EL SEÑOR UNDERGROUND
Fotografías: El Señor Underground.