Por Hernán Grey Zapateiro
Valentina es mi alumna. Cursa décimo de secundaria. Soy profesor de filosofía en una institución del distrito. Si me presionan, puedo decir que nunca me agradó la docencia. He sido (o me consideran) un escritor: ¡narrador de oficio y estómago en mano! Esto era cuando no tenía trabajo. Ahora lo de la escritura se lo dejo a otros. A otros más osados y con menos sueños que perder.
Debí conocerla al cuarto o quinto día de clases. Era el cierre de septiembre y los alumnos estaban más inquietos que un buscador de tesoros. Creo suponer que ni siquiera indiqué su existencia hasta que la observé con un libro en la mano. El año había iniciado o iba terminando rapidísimo. Debía actuar como un jalador de gatillos. Tomar notas, predicar exámenes, dejar en jaque a los vagos, asentir a los estudiosos. El problema es que siempre creí que dar clases era cosa sencilla, pero estaba equivocado –si me apoyo en la opinión de mis colegas–, que a la primera semana reclutaba libros de poesía de la biblioteca, y dejaba talleres sobre interpretación de versos e ingeniándomela cómo fuera posible para relacionarlos con un período de la filosofía, por lo menos con un autor determinado. Desde cualquier punto de vista, un desastre, enredado y confuso, pero los alumnos relacionaban brillantemente los poemas con visiones poderosas, llenas también de calidad poética, las cuales me dejaban en un estado de sopor inminente. Mis clases de filosofía eran sobre Pessoa, Blake, Jatin, Rimbaud, algunos ditirambos de Dioniso, y hasta los pensamientos pesados y extrañamente poéticos de Heidegger llevaron del bulto. Me mantuvo con vida, y como ya no escribía, era cierta recompensa, un guiño a la fatalidad.
Dije que la había visto con un libro en la mano. Era una de estas ediciones para adolescentes, colmado de relaciones tormentosas (si llevar la contra a sus padres, y ser el incomprendido del colegio, puede ser llamado igual), amores ridículos y supuestamente fatales, un libro para jovencitas, todavía inspiradas por los sueños, o por la gloria otorgada a la muerte. Hasta el título era una especie de hechizo bienhechor, que pronunciaban a voz alta como si fueran a mover montañas.
Tomé el libro –la manía de lector desbocado no se había marchado–, quería participar de lo que leía, y recité las primeras líneas. Las palabras resbalaron proferidas con pésimo sabor, agrias y densas, un bloque de consejos, fríos y estériles. Sabía que no podía leer esa clase de literatura. Sabía también que debía aconsejar otro tipo de lectura, pero me callé asintiendo con la cabeza, arqueando las cejas, mostrándome en lo posible admirado, y espontáneamente sorprendido. Sentía disgusto conmigo mismo, aunque aceptándolo, Valentina empezó a verme diferente.
– Pensé que no le gustaría –comentó–; pensé que lee otro tipo de cosas.
No era estúpida. Cualquiera se habría dado cuenta de mi reacción. Le regresé el libro, lo guardó y sacó del morral, un turrón supercoco. Miré la envoltura verde esmeralda, brillante sobre su mano tersa y delicada. Lo acepté, extrañado. No me atrevía a comérmelo; todo el salón nos veía con ganas de esperar joderme, o por lo menos de aplaudir por haberme reducido a uno de ellos. En ese instante lo creí así tal cual.
– Usted también escribe, ¿cierto?
Había publicado un puñado de cuentos en una revista universitaria. Revista a cargo del programa de Lingüística y Literatura, y la cual reunía a cierto tipo de estudiantes que confesaban escribir, unos bien, otros mal, pero que abiertamente habían entregado a la Literatura (todavía le hablo como si fuera una atractiva mujer, como si nunca me hubiera hecho más daño que hacerme delirar, malgastar en la iluminación hacia la destrucción), el sacrificio más grande que cualquier hombre puede dejar de prescindir: las ansias de vivir. Comprendí que la revista nunca había llegado a sus manos, los tirajes eran exactos y minuciosos, distribuidos a “súper amigos lectores” por el resto del país, y que las personas guardaban con fervor para tal vez más adelante, entre un almuerzo o la fiesta de graduación de su hipotética descendencia, decir que una vez estuvieron cerca de ser escritores. Y ahora Valentina me hablaba sobre si escribía; afirmaba que escribo.
– Nunca estuve tan cerca –le dije.
Y me alejé, caminando el salón, viendo como el resto de los estudiantes seguían trabajando en un taller sobre mitología griega y su influencia en la filosofía y la literatura contemporánea. Sentía la mirada de Valentina clavada en la nuca. No me atrevía a verla, si acaso guardé el dulce en el bolsillo del pantalón. Después sonó el timbre de salida al descanso. Eran las 9.15 de la mañana, calurosa, el cielo se abría lleno de posibilidades, como un pañuelo mágico, todo azulado, sin nubes. Me había quedado a contemplarlo parado en la puerta del salón, cuando advertí que Valentina era la única estudiante que no había salido. Hay cosas que uno se guarda, parecidas al miedo o a la vergüenza, pero ahí me pareció una escena memorable, una cualidad que la vida tiene para decir que te puede destrozar y ni siquiera te darías cuenta de tu propio despojo.
– ¡Vamos, salgamos! –recuerdo que le sugerí–. Hace un buen día.
– No pienso hacerlo. Prefiero leer.
– Es una buena opción, siempre lo es.
– Pero a usted no le parece gustar lo que leo.
– Hay mejor literatura, ¿sabes? Nunca sabes con lo que puedas tropezar.
– Ya me lo han dicho, pero no me desanima la idea de leer esto.
Sacó de su morral una de las revistas universitarias. Pude sentir los golpes en el corazón, de abajo arriba, como si estuvieran ablandando carne tiesa de lagarto.
– ¿Dónde la sacaste?
– Un amigo de mi hermana me la obsequió… Le hablé de usted. Creo que lo conoce.
– No lo dudo; conozco mucha gente.
– Así parece –abrió la revista más allá de la mitad–; estuve leyéndolo.
– Fue hace mucho tiempo; era estudiante.
– ¿Sigue escribiendo?
– No.
– ¿Por qué?
– Porque no.
– ¿Así de simple?
– Todo es así de simple.
– No me parece.
– Pues es mejor que vayas sabiéndolo.
– Este cuento me pareció muy bueno.
– No sé si lo es.
– Sí, lo es. ¿Le incomoda que se lo diga?
– Hace mucho dejó de importarme…
– ¿Después de él ha escrito algo más?
– Pocas cosas…
– ¿Ya no escribe?
– No. Y ya te lo dije.
– Es muy curioso.
– Sí, demasiado. Ahora salgamos a descanso.
– Yo me quedo. Váyase usted.
– Como quieras…
Tomé el maletín donde guardaba los implementos de clases, me tiré la correa sobre el hombro, inclinando el cuerpo para tomar el libro de filosofía, y me paré en la puerta viendo a Valentina leer atentamente la revista universitaria.
– Nadie de los que están allí publicados sigue escribiendo.
– No me lo puedo imaginar –contestó levantando la vista–. Tal vez se equivoca.
– A lo mejor sí, me equivoco, y siguen escribiendo –pensé decirle algo más, pero agregué–: Gracias por el dulce.
– Gracias a usted –y cerró la revista, sonreía, me pareció que lo hacía–. Gracias a usted por escribir esta historia –agregó.
En otros casos, la narración podría finalizar con esta frase. Decir que tal vez crucé el salón, apartando torpemente las sillas a mi paso, la tomé por la cintura, sentí su cuerpo, la siempre accesible falda de colegiala, y la besé; tal vez no un beso cariñoso, pero sí vehemente y acalorado. Un final sin rencores, abastecido de gratitud, y abnegada simpatía por la humanidad. No fue así, aunque igual que ustedes –si es que hay entre los lectores alguien que haya trabajado conmigo–, también lo deseé con la plegaria en el pescuezo.
Lo que sucedió en verdad fue que me obligué a confiar en lo que Valentina había dicho, y me fui a la oficina de los docentes. Antes de empujar la puerta, me quedé mirando el interior de la oficina por las persianas. Estaban en sus escritorios, puestos al diálogo, desayunando. Debían doblarme la edad, y si me pongo a pensar en el contorno de sus ojos, tal vez ya hacían parte de otra vida. Retrocedí, volteé y me alejé. No quería hablar con nadie.
En el patio del colegio, los estudiantes iban y corrían y jugaban a un ritmo que me pareció mucho más complejo que una clase de cálculo referencial, o a la oración para hacer surgir una bestia de Howard Phillips Lovecraft. ¿Qué podía decirle a Valentina? No escribía y ya. No había rodeos. Y ahora debía estar en la institución, dando clases, retrocediendo a un punto donde ni podía recordar la historia de la revista. ¡La que escribí yo! ¿Cómo se llamaba? Saqué el turrón supercoco y me lo comí; se pegaba a las encías como un calamar. Masticaba lento, esperando que el sabor del dulce demorara tanto como era posible hacerlo durar. Después observé a Valentina descender las escaleras del segundo piso, pasó por delante con una sonrisa de creo saber lo que te pasa. Más allá de los quioscos, los estudiantes lanzaban piedras a los arboles de mango, y las palomas acurrucadas en las ramas, volaban el patio, asustadas. Sombras de alas estremecidas en el suelo de tierra y piedra. ¿Qué había sucedido? Me sentí de pronto abrumado y derrotado. Sabía que iba a estar por bastante tiempo de esta forma. Y quise escupir, ahí mismo, la saliva que el dulce había producido en mi boca. Escupir lo que me ahogaba: los restos de dulces en los molares, la filosofía de Platón, el café de la mañana, la admiración de Valentina, y lo que había en mí que ya no me pertenecía.
Hernán Grey Zapateiro
Cartagena de Indias.
foto de portada tomada de: http://laopinionmdp.com.ar/salon-clases-vacio/