La anulación del rostro de un ser humano por deformación, ocultamiento o destrucción es un acto (y gesto) de alquimia radical, que trasmuta lo conocido y esperado en ignoto ergo pavoroso.
El rostro es el pasaporte social que permite a los individuos manifestar su pertenencia a la especie, más allá de las huellas digitales o las impresiones dentales —recursos últimos de identificación cuando los rasgos faciales desaparecen. La faz humana es el epicentro de las concepciones de belleza o “raza”, y por ende de todos los privilegios que gozan quienes cumplen con estándares, cánones y convenciones de hermosura.
El rostro es imprescindible para pertenecer a la humanidad, que huye despavorida ante las faces no accesibles desde los parámetros inscritos en estas leyes, escritas a veces, no escritas otras tantas —las más.
Vetar una cara humana con vendajes al escrutinio público, es tanto un subrayado como una advertencia, a la vez que un misterio tan terrible como seductor. Para las multitudes, las densas y apretadas gasas se convierten en la última frontera de lo (re)conocido.
Quien yace al otro lado conoce el verdadero sentido de la soledad, el aislamiento y la segregación. Su condición humana se derrumba bajo el infinito peso de algo fabricado con materiales ligeros, pero de una densidad simbólica inconmensurable.
El cine ha abordado y explotado este potencial terrorífico desde sus primeras décadas, coincidiendo en el redil del género de terror muchas de las películas protagonizadas por sujetos con rostros vendados. La siguiente lista recoge diez títulos relevantes que se anclan en rostros cancelados, exiliados del mundo (en algún momento o todo el tiempo) tras unas fronteras de las que no pueden desembarazarse.
1.- El hombre invisible (The Invisible Man, James Whale, 1933) EE.UU.
Basada en la novela homónima de H.G Wells, la película de Whale es uno de los grandes pilares de la catedral terrorífica que Carla Laemmle, Jr. y Universal Pictures erigieron sobre los predios del cine y de la imaginación popular.
A las archiconocidas películas precedentes, El hombre invisible añade un nuevo tipo de monstruosidad: la que emana de lo desconocido absoluto, de lo indetectable que se expande en omnipresencia acechante. Es la definición misma de la paranoia.
La deformidad anómala del científico loco y suicida Griffin (Claude Rains) es total. No hay cicatrices, mutilaciones, atrofias, colmillos ni putrefacciones. No hay nada. Y donde no se ve nada, se divisan todas las posibilidades de lo terrorífico al unísono, en martirizante polifonía. Todos los colores del gran arcoíris del miedo se funden en una gran invisibilidad que resume y demuestra la infinitud del horror.
Griffin soporta en su cuerpo y su mente este peso. Se quiebra. Pone su vida desmesurada en rumbo de colisión contra el mundo. Ya no entiende de límites.
Las vendas que le embozan cuerpo y rostro son, tanto la última frontera entre él y la humanidad a la que ya no pertenece, como el último nexo con los que fueran sus semejantes. Lo singularizan, pero también prueban que sigue siendo una persona discernible.
Estos vendajes parecen momificar el cadáver de su humanidad ya fenecida, y sirven de crisálida para el nuevo ente que resurgirá como un Ave Fénix ponzoñosa, en una nueva e incomprensible dimensión.
2.- El ojo del guardián (Eye of the Beholder, Douglas Heyes, 1960) EE.UU.
El ojo del guardián —o traducido más literalmente: El ojo del que observa— es el episodio 6 de la segunda temporada de la inmensa serie The Twilight Zone, creada por Rod Serling en 1959, y propone una curiosa distopía basada en la homogeneidad absoluta de los rostros humanos; en detrimento de cualquier singularidad que acuse identidad individual.
No suprime los nombres, como en la seminal novela Nosotros de Yevgueni Zemiatin (1924), sino los rostros. La alucinación sociopolítica se consolida en las multitudes similares que aclaman a un líder que luce igual que cada ciudadano. Cuando en verdad parece que cada ciudadano está reconfigurado a imagen y semejanza del líder.
La protagonista Janet Tyler (Maxine Stuart) permanece en un hospital, tras una vida repleta de intentos fallidos por adaptar su cara divergente a la uniformidad tolerada. Once procedimientos quirúrgicos la han convertido en la eterna paciente 307. Su rostro ha estado más tiempo vendado que expuesto al sol. La faz de la mujer es insoportable para sus congéneres, y para ella misma.
Su cabeza cubierta se ha convertido en un placebo temporal. Le permite existir sin ser repelida por el horror que inspira su sola contemplación, tras incontables años —o siglos, milenios, eones— de construcción y consolidación de arquetipos de belleza.
Los ojos de quienes la rodean están entrenados para rechazar los rasgos que diverjan con los inexorables parámetros establecidos. Solo el veto que sobre su faz ejercen las protectoras vendas la aleja de la más absoluta segregación.
3.- Los ojos sin rostro (Les yeux sans visages, George Franju, 1960) Francia
Los ojos sin rostro es un cuento de hadas para niños insomnes. O una fábula para alegrar a las brujas afligidas. Christiane Génessier (Edith Scob) es una doncella deforme que ha sido raptada por su propio padre, el doctor Génessier (Pierre Brasseur). La retiene en lo más profundo del pozo de sus obsesiones, hasta que se la convierte en fantasma de sí misma.
Chistiane es una corriente de aire que serpea entre los cortinajes de las numerosas habitaciones de la mansión, se vuelve cada vez más sutil, hasta ser superar en levedad y silencio a las telas. Su condición de hija se atrofia y es suprimida por la condición utilitaria de contumaz instrumento con que Génessier busca desafiar la fatalidad que marcó el destino de ambos.
Busca sin respiro que su método del “heteroinjerto” funcione, para acallar el alarido sanguinolento en que se ha convertido la faz de su hija, tras un desastroso accidente automovilístico que devoró la belleza principesca de la joven. El rostro permanece protegido tras una fantasmal máscara, cuya nívea inexpresión la sitúa como poderosa precursora de la máscara que porta Michael Myers en la franquicia fílmica iniciada por Halloween (John Carpenter, 1978).
Génessier convirtió a Christiane en una pesadilla viva que resuena entre las paredes de su solitaria casa como un grito amordazado. Los ojos sobrevivientes asoman por las oquedades correspondientes del rostro artificial, irradiando un dolor ensordecedor.
4.- Seconds (John Frankenheimer, 1966) EE.UU.
Las vendas que brevemente cubren la cara del paciente 722, protagonista de la más incordiante y atípica cinta de Frankenheimer, median en apariencia entre el final de la vida tediosa del banquero Arthur Hamilton (John Randolph) y el inicio de la promisoria nueva vida del pintor Antiochus “Tony” Wilson (Rod Hudson).
Mas, terminan resultando el mero preludio de una pantomima de pesadillas que terminará absorbiendo a ambas versiones de la misma persona en un maelström distópico, regido por una corporación tan secreta como poderosa.
El señor Hamilton es en parte seducido y en parte chantajeado para experimentar un “segundo nacimiento” que le depararía una vida de juventud, aventuras, en la que se cumplirían sus deseos más secretos y emocionantes. Solo necesita someterse a una operación de reconstrucción facial y física que le otorgará una nueva identidad, ya orquestada en todos sus aspectos legales por la empresa.
Hacia el final del minucioso proceso de reconfiguración, el paciente 722 alcanza un punto muerto en que no es ni Hamilton ni Wilson: solo un cuerpo vendado, sin rostro ni huellas digitales precisas. El nuevo nombre aun no puede defender la faz futura, ni el viejo puede defender su aspecto pasado. Quizás en ese momento pudiera percatarse de que el ser humano es más que una cara y unas huellas dactilares: es un manojo de experiencias, recuerdos, afectos, gustos, sentimientos.
Pero el paciente no logra esta epifanía. Las heridas sanan, las vendas desaparecen con la oportunidad, y se convierte en un maniquí funcional, y sobre todo prescindible. Pura propiedad corporativa…
5.- La cara de otro (Tanin no kao, Hiroshi Teshigahara, 1966) Japón
Pocos meses antes que Seconds, en Japón se estrena La cara de otro, que aunque propone un conflicto semejante, divergen un tanto las motivaciones del protagonista, el Señor Okuyama (Tatsuya Nakadai). Víctima de una catástrofe no explicada que le desfiguró el rostro hasta lo insoportable, Okuyama se halla al borde de un colapso existencial.
Su dispositivo de identidad se ha descoyuntado, arrastrando de paso toda su vida a una caída en picada que lo reduce a un ermitaño, cuya única ocupación a partir del accidente es auto flagelarse, y contaminar su círculo afectivo inmediato. Las vendas cubren el que ha resultado su dispositivo de alienación social, sin que sean menos extrañas y vergonzantes para quien se cruce en su camino o conviva con él, como su propia esposa (Mashiko Kyō).
Las vendas del hastío y el cinismo recubren con sus densos tejidos la verdadera faz psíquica de Okuyama: la desesperación y el gran pavor que le provoca saberse aislado del mundo por la “simple” pérdida de algo tan frágil como el rostro.
Como el hombre invisible, Okuyama se dedica a atormentar a sus semejantes con su incordiante presencia, más que insoportablemente visible para una sociedad que repele lo diferente, lo extraño, segregándolo de inmediato al redil de los monstruos.
Su siquiatra personal (Mikijirō Hira) propone a Okuyama librarlo de su crisis de identidad, a partir de la creación de una nueva por completo, que terminará convirtiéndolo en un hombre completamente nuevo. Lo provee de una máscara que le permitirá invisibilizarse de nuevo entre las multitudes que demandan rostros simétricos para pasar de largo.
6.- El hombre elefante (The Elephant Man, David Lynch, 1980) Reino Unido-EE.UU.
El segundo largometraje de David Lynch es una historia sobre la ética y la piedad como actitudes o virtudes raras de los individuos, casi contradictorias con la misma condición humana, proclive a la curiosidad sádica y el desprecio absoluto por lo diferente.
Es un pasaje de la interminable historia de la estupidez humana, protagonizado por un ser cuyo cuerpo rompió en el siglo XIX inglés con todos los límites posibles de la tolerancia de sus congéneres: John Merrick (John Hurt), más conocido como “el Hombre Elefante” —el nombre del personaje real era Joseph— aquejado por el Síndrome de Proteo.
Reducido a un rincón de la existencia, su única posibilidad de sobrevivir era como un fenómeno sin más derechos que el de exhibirse para el placentero asco y la curiosidad malsana de las multitudes concurrentes a los freak shows de entonces. Fuera de estos territorios feriantes, se veía obligado a cubrir su anatomía desproporcionada con un embozo que no disimulaba las proporciones anómalas de su cráneo, ni la postura dolorosa en que su cuerpo apenas se mantenía erguido.
En las fotos existentes y en la reproducción prostética que se concibió para la película, los excesivos crecimientos de sus huesos y piel lo revelan como una suerte de antípoda del hombre invisible. La creación de Wells implica un horror abstracto a la nada indistinguible, a la ausencia de realidad. Mientras que Merrick padeció de un exceso de realidad no menos aterrador para las percepciones mayoritarias. Griffin es la nada total, Merrick es el todo profuso, el caos explosivo de las formas aceptadas como bellas y equilibradas.
7.- Darkman (Sam Raimi, 1990) EE.UU.
En esta suerte de particular versión de Batman y La sombra que dirigió Sam Raimi, aun con el espíritu bizarro de primeras películas como The Evil Dead (1981) casi intacto, confluyen añejos linajes fílmicos que se remontan hasta las primeras versiones mudas del Fantasma de la Ópera o del affaire del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, incluso de Edmundo Dantés/Conde de Montecristo.
Peyton Westlake (Liam Neeson) es un científico bienintencionado que se ve compulsado a remontar el sendero de la venganza para resarcir el daño irreparable que le hacen a su rostro, su cuerpo, su vida y su futuro. Se convierte en el anti heroico y trágico Darkman, de fuerte esencia gótica. Proclive a la locura, incapaz de sentir dolor físico, repleto de penas.
Las manos y la cara, los dos principales dispositivos de identidad física del ser humano, le son deformados por violentos delincuentes hasta la monstruosidad total, en una secuencia que no deja de recordar el sádico asesinato de Alex J. Murphy (Peter Weller) en la cercana Robocop (Paul Verhoeven, 1987). Ambas cintas además, son precedidas por la menos conocida The Vindicator (Jean-Claude Lord, 1986), que propone un relato semejanza de deformación y venganza.
Westlake se convierte en un hombre sin identidad, que puede adoptar todas las identidades que desee gracia a la piel artificial en que ha trabajado, y que le permite reproducir cualquier rostro durante 99 minutos. Es un lapso de tiempo en que puede ser el mundo entero, mientras su real y cataclísmica cara permanece semi oculta tras sangrientos y ajados vendajes. Su rostro es una marisma de sangre, harapos, queloides y ojos desorbitados.
8.- Los Cronocrímenes (Nacho Vigalondo, 2007) España
Héctor (Karra Elejalde) es un hombre común al que se le brinda la no deseada oportunidad de volverse tan extraordinario como puede serlo un viajero del tiempo. Aunque su periplo no trascienda el margen de unas dos horas, o menos, dentro de los límites de la vecindad a la que recién se ha mudado.
En sus predios se haya una institución secreta que experimenta con los viajes temporales, y el protagonista se convierte en el primer sujeto vertebrado en experimentar dicha tecnología, por puro accidente e imprudencia de uno de los científicos —interpretado por el propio Vigalondo.
Héctor se sumerge en un bucle trágico que parece imposible de romper, dada la naturaleza urobórica delatada desde los inicios del relato. El breve período lineal de tiempo en que se enfrentan tres versiones de sí mismo se dilata infinitamente, sin principio ni final discernibles.
Su versión más aturdidaviolenta y desesperada, conocida como Héctor 2, se ve sumida en un vórtice de perplejidad. Y su rostro aparece cubierto por vendajes ensangrentados. Como un asesino en serie aterroriza a las otras dos iteraciones.
Más allá de sostener el suspenso durante parte de la historia, que Héctor 2 carezca de una faz precisa, enfatiza la crisis que experimenta al saberse atrapado en la red temporal, y simboliza el máximo descenso que el personaje sufre desde el inicio de unas peripecias que parecen no haber tenido nunca un principio, mucho menos un final. Las leyes de la película ya no son las convencionalmente aceptadas como “realidad”.
9.- Dulces sueños, mamá (Ich seh, Ich seh, Veronika Franz & Severin Fiala, 2014) Austria
Dulces sueños, mamá es un claustrofóbico relato repleto de tan provocadoras e inquietantes ambigüedades, que la desazón parece coronarse como el principal sentimiento generado en las percepciones de los espectadores.
Los gemelos Elias (Elias Schwarz) y Lukas (Lukas Schwarz) y su madre Marie-Christine (Susanne Wuest), conviven en una burbuja imprecisa. En la opresiva atmósfera del hogar el oxígeno es remplazado por el dolor, la pérdida y la enajenación. Sin descontar nunca el elemento sobrenatural que se mixtura con la alucinación maniática en un confuso azoramiento.
Los niños ven reaparecer a su madre, tras un tiempo indeterminado en el hospital, del cual retorna con el rostro vendado. Entre las gasas se aprecia un ramillete de tumefacciones que anulan la identidad reconocida por los niños. Quien regresa es una extraña que se sospecha impostora. Su comportamiento demudado, paranoico y áspero, subrayan la aterradora posibilidad.
La madre está más cerca de lo espectral que de lo concreto, y gran parte del relato transcurre entre un juego de tensiones y sospechas muy al estilo de Alfred Hitchcock, sobre todo en La ventana indiscreta (Rear Window, 1954). Mientras la relación de poder e influencia entre los niños se precipita a otro abismo de incertidumbre, que redundará al final en una quebradura de expectativas, colisión de suposiciones y más confusión.
La madre vendada y distanciada adquiere una dimensión monstruosa, casi de dopplegänger, que provoca el colapso de la armonía hogareña y la sanidad mental. Su rostro vedado aguza la crisis de afectos y confianza. Deja de ser persona para convertirse en un ente de pesadilla, que acosa y sitia a los hijos, cuya reacción será terrible e insospechada.
10.- Enferma de mí (Syk pike, Kristoffer Borgli, 2022) Noruega
La joven Signe (Kristine Kujath Thorp) es tan “normal” que se vuelve invisible para el mundo. Sin talentos ni rasgos que la distingan de la masa, decide sacrificar tal nulidad saludable a una posible fama enferma. Convierte su cuerpo en dispositivo de relevancia. Busca construirse con su carne y su sangre una personalidad notable.
Consume medicamentos altamente dañinos para catalizar la transmutación de su organismo y su vida. Sobre la piel y el rostro graba un desesperado grito de atención, obsesionada con satisfacer un narcisismo desbordado que le quema la garganta como la peor sed.
Signe comienza a descollar de entre sus congéneres cuando la droga erosiona sus rasgos, convirtiéndola en un freak, en un monstruo cuya singularidad será notada. El proceso inicia con su rostro vendado por los doctores que desconocen el origen de la dolencia desfiguradora. La medicina occidental busca recomponer la “normalidad” de Signe, a costa de su retorno al anonimato que desprecia.
En esta historia, los vendajes no son el mínimo escudo protector que permite sobrevivir a los protagonistas de varias de las películas listas aquí. Todo lo contrario. Es un nuevo obstáculo que se le atraviesa a Signe en su carrera por la fama instantánea. Las vendas dificultan su exhibicionismo, que buscará cebarse en la curiosidad malsana de una humanidad maravillada a la vez que asqueada con los fenómenos de feria.
Signe desecha todo lo que persiguen Griffin, Janet Tyler, Hamilton, Okuyama, John Merrick, Peyton Westlake. Codicia lo que para ellos son estigmas insoportables. La visibilidad ansiada pasa por la dislocación de la normalidad y el tranquilo anonimato que esta implica.