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    El paro nacional en Colombia y la violencia de la equidistancia

    Pablo Muñoz RojoBy Pablo Muñoz Rojomayo 19, 2021Updated:junio 12, 20211 comentario8 Mins Read
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    No se puede negar que Colombia vive políticamente un momento histórico. El 28 de abril se retomó un paro nacional que había empezado el 21 de noviembre de 2019 y que tuvo que quedar aletargado, entre otras circunstancias, por la pandemia del Covid-19.

    Un año y varios meses después, las motivaciones del paro nacional no han desaparecido, por el contrario, se han renovado, encarnadas principalmente en la oposición a la reforma tributaria y a la reforma de la salud. Quieren, desde el gobierno, que un sistema de bienestar, inexistente en Colombia, sea sostenido por una clase media que tampoco existe. Una clase media que solo forma parte del relato de la alienación que pretenden dejar fuera el marco la lucha de clases. Lo cierto es que un año después de la pandemia el país es mucho más pobre y, sobre todo, está más cansado. Porque si bien la pandemia puso en estado de hibernación al paro, las masacres se siguieron dando, los asesinatos de líderes sociales continuaban y la justicia seguía funcionando de tal forma que mantenía a Uribe fuera de toda responsabilidad sobre los diferentes casos que se le imputan. Al parecer la pandemia seleccionaba muy bien aquello que dejaba en stand by y aquello que debía continuar. (También puede leer: La periferia siempre ha estado en aislamiento)

    Son muchas las personas que han sido asesinadas en estos días. Las formas de violencia estatal están trabajando de una forma menos sutil de lo habitual, llegando al punto de no importarles ser vistos. El sentido histórico de impunidad con el que han convivido les permite sentirse protegidos en su qué hacer, saben que están siendo grabados, pero eso no les ha frenado, y esto solo se puede comprender desde la lógica de que se sienten respaldados.

    Violencia. Centenares de desaparecidos, decenas de muertos, torturados, mujeres que han sufrido abusos sexuales y violaciones. Violencia. Cajeros rotos, contenedores ardiendo, calles bloqueadas, enfrentamientos entre sociedad civil y fuerza pública. Es curioso que cada vez que hay manifestaciones el centro mediático se sitúa sobre lo que denominan violencia, y se impone la necesidad de tener que llevar a cabo «la condena de toda violencia». Es cierto que hay muchas formas de violencias, unas caben en una foto o un video mientras que otras son imperceptibles al ojo humano. Son invisibles y responden a la configuración de todo el sistema en su conjunto. Lo estructural como la pobreza, el racismo o el machismo se producen desde la institucionalización de las desigualdades en el acceso a los recursos y derechos, y esto también es otro tipo de violencia. Esto, por ejemplo, lleva a que una mujer indígena tenga muchas menos garantías de tener una vida digna que un hombre blanco. Normalmente quienes afirman con rotundidad que condenan todo tipo de violencia “venga de donde venga” suelen hacerlo pensando en la primera forma de violencia y no tanto en la segunda. La equidistancia tiene ese problema, que relativiza todo proceso histórico y toda relación de poder. Por eso se permiten decir que cuando un neonazi se mete con un joven negro y este responde es tan condenable el ataque del primero como la respuesta del segundo.

    Hace unos días nos decían que en Colombia la denominada clase media es aquella que comprende quienes ingresan entre 653 mil y 3,5 millones pesos al mes. Situando el salario mínimo en 908.526, nos dicen que ganando 2/3 del salario mínimo vital se es clase media. Pero a la vez te dicen que ganando 331 mil pesos al mes eres pobre. Así no me extraña que se piense a Colombia como un país de clase media (categoría política en toda regla). Una supuesta clase media que en Cartagena tiene que pagar por un apartamento de cincuenta y pocos metros cuadrados en la periferia en donde varias veces al mes se sufren cortes de luz por lo menos 900 mil pesos de alquiler.

    Bajo este marco, los datos sitúan en un 42% de pobreza la población del país y un 15% de pobreza extrema. Aun así, cualquiera que esté leyendo esto desde Colombia sabe que con el salario mínimo no vives y menos si tienes que mantener a una familia. Resulta violento, ahora sí, semejante consideración y esta es solo posible cuando el umbral de la pobreza se marca desde el desprecio de la vida de quienes lo sufren. Cartagena es una ciudad que ronda el 60% de empleo informal y resulta que tenemos que considerar que los miles de mototaxistas que viven de la informalidad son clase media. Una ciudad donde solo comen tres veces al día el 32% de la población.

    Violencia es la mano invisible del racismo estructural que aniquila y despoja las geografías afrodescendientes e indígenas. Violencia es el desabastecimiento histórico de la Guajira, los miles de niños muertos sin comida y agua en los últimos años; la imposición del compás de espera al Chocó; las atrocidades de las casas de pique de Buenaventura; que los ríos sean propiedad de empresas; que las minas las trabajen en condiciones de esclavitud; que el glifosato ahogue los campos; que los 6.402 falsos positivos no reciban justicia.

    Violencia es que la operatividad del Estado colombiano signifique muerte por donde vaya. Muerte por el modelo sanitario privado que restringe el derecho a una sanidad pública de calidad a todas las personas a costa de los intereses privados de las empresas a partir de una mercantilización de la salud de quienes residen en su territorio. Muerte por un modelo educativo que diferencia entre quienes tienen capital y quienes viven en la miseria. Una educación pública desfinanciada que hace parte de un sistema que expulsa a las personas fuera de las aulas. Estudia quien puede, no quien quiere, donde millones de jóvenes sin recursos se hipotecan a partir de préstamos públicos de ICETEX para poder estudiar en universidades privadas al no tener opciones de estudiar en la pública. Muerte por un aparato policial militarizado que se protege así mismo cada vez que masacra, porque a los niños pobres los empujan al ejército a dar la vida por quienes le condenaron a la pobreza. Muerte por el despojo de tierras heredero de un sistema colonial de haciendas oligárquicas que están en manos de las mismas familias blanco-criollas del pasado. Por la resistencia a la devolución de tierras a quienes la trabajan. Porque la restitución de tierras es una quimera. Muerte por el patrimonio colonial heredado del poder de unos pocos. Por el sistema patrimonial y clientelar que recorre cada estructura cuyo brazo amigo es el dinero siempre protegido por el paramilitarismo más sutil. Porque la riqueza cada vez está menos distribuida y los patrones capitalistas acumulan todos los medios de producción. La muerte por no generar garantías y protección a quienes se sindicalizan mientras se remunera por detrás a quienes les tiran plomo. La consecuencia es ser el país con el mayor número de sindicalistas asesinados al año del mundo. Muerte por cada mujer negra desaparecida, desplazada, violada o asesinada por el estado. Y muerte por la aceptación de acuerdos comerciales de libre comercio que desgarran al campesinado. (También puede leer: Sí es un problema de racismo)

    Toda la necropolítica (la política y operacionalidad del estado para configurar las formas en las que se debe morir) inserta en cada uno de los aspectos de la vida de un país que reclama la atención internacional, que lamenta no apellidarse Venezuela para sentir su apoyo. Que recuerda que el sistema político económico que les empuja a marchar no es el comunismo, sino el capitalismo más salvaje, el que repercute en las periferias del sistema mundo. El que sitúa Sayak Valencia en el capitalismo gore donde la violencia es resistir.

    El paro nacional no puede parar hasta que no se desmilitaricen las ciudades, hasta que no se sepa dónde están las más de 400 personas desaparecidas, hasta que no se den garantías de vida digna y haya un compromiso real porque se haga justicia por cada una de las violaciones de derechos humanos que se han dado. Hasta que se anuncie una reforma de las fuerzas de seguridad del estado. Se replantee el modelo de estado, las poblaciones tengas acceso a la sanidad y educación públicas de calidad. La vivienda sea un derecho y la seguridad no sea un privilegio.

    Colombia se ahoga, se desangra, se muere, ¿Cómo no va a ser violento?


     

    Foto de portada tomada de: https://noticias.canal1.com.co/nacional/onu-condena-uso-excesivo-fuerza-durante-paro-nacional/

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    Pablo Muñoz Rojo

    Licenciado en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Relaciones Internacionales y Estudios Africanos por la Universidad Autónoma de Madrid. Escribe regularmente en el periódico español El Salto. Sí es un problema de racismo (2018), publicado por la Editorial Diwan Mayrit, es su primera obra. Vive en Cartagena, Colombia.

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