La habitación de Francisca es oscura y no mide más de cuatro metros por cinco. De día sólo la ilumina el sol que logra meterse por los calados que dan hacia el callejón. Dicho callejón está formado por el lateral de su casa y el de la casa vecina, en la que viven unos cristianos que acaban de tener un bebé. A Francisca le incomoda esta cercanía, afirma que todo se oye de allá para acá, y aunque eso no le molesta, sí le inquieta que se alcance a escuchar allá lo que pasa acá. Vive con la incertidumbre de que un día toquen a su puerta y sea uno de los vecinos diciéndole, lleno de vergüenza, que están cansados de aguantar los escándalos que se forman de su lado. “Pensar en eso me pone la piel de gallina”, me dice mientras se estremece con todo el cuerpo de una forma medio payasa, y luego le da serenamente un lengüetazo al helado de coco que acaba de comprar en la esquina del parque, como si en realidad le diera igual el asunto. No bien habíamos cruzado la calle, cuando las gotas blancas del helado ya le corrían por entre los dedos, y ella, presurosa, las lamía con sed alternando la mirada entre el cono y mi rostro parlante. A mí no me gusta el dulce, y mucho menos el coco, así que opté por una cerveza light.
A Francisca la conocí hace tiempo en el lanzamiento del libro de un amigo que tenemos en común. Aquella noche, después del evento, salimos a compartir una copa con un par de allegados del escritor. Nos metimos en Vía Apia, un barcito alternativo de Santo Domingo que, por cierto, siempre ha tenido mis afectos debido a la tenue iluminación y al decorado entre colonial y roquerizo. Durante aquella velada, Francisca y yo hicimos ciertas migas, sobre todo porque nuestro amigo gustaba de ella y me pidió que intercediera por él; no creo que lo haya hecho por su timidez, creo lo hizo por curiosidad, por ver cómo yo hacía que la chica lo mirara. No lo logré, aunque tampoco fue que me esforzara demasiado en ello. Él se quedó mordiendo el polvo y yo conservé a la chica, bueno, por lo menos quedé en contacto con ella. Tras esa vez nos hemos visto en varias ocasiones, por casualidad mayormente; hemos conversado mucho más a través de Internet y nos hemos reído bastante. Francisca es una chica jovial, moderna, aunque no tanto como esas que se toman fotos con el iPhone frente al espejo mientras esfuerzan la boca por lucir sensuales. Ella es algo más recatada. Tiene una sonrisa alegre, que invita, pero, paradójicamente, conserva un aire de reserva que mantiene al público tras un margen invisible.
A Paca ―como le dicen en su casa― los diecinueve la sorprendieron todavía poniéndole la cola al burro en el amplio patio de su casa, jugando a la gallina ciega con sus siete primitos y sus dos hermanos menores, Alicia, de ocho años, y Carlos Andrés, de seis y medio. No son juegos ya muy comunes en estos tiempos, le dije extrañada un día, y menos por estas latitudes. Pero Francisca, quien por todo se ríe, aunque sin escándalo o desacierto, me respondió tranquilamente que su familia es muy unida y numerosa, y que siempre ha tenido la particular costumbre de celebrar de esa forma los cumpleaños de todo el que nazca con sus apellidos. “Eres una niña mimada…”, le digo irónicamente, esta vez prestando especial atención al gesto que hará al contestar. “¡Ojalá lo fuera, mija!”, me responde muy seriamente, metiéndose todo el blanquecino helado en la boca y sacándolo otra vez, mermado de volumen, sin dejar de mirarlo fijamente. Era como si el cono tuviera intenciones de escapársele y ella ninguna de permitírselo. Debo confesar que verla devorándose el dichoso helado de coco me desesperaba a ratos, porque justo cuando pensaba que por fin una gota le caería entre el escote, ella se apresuraba a recogerla con la lengua o con el labio dejándome intactas las envidiosas ganas de que se ensuciara la ropa y dejara de estar tan limpia.
A mí me hacen gracia sus comentarios y sus caras, creo que es una persona creativa con un sentido del humor peculiar, que más sobre frases ingeniosas, se basa en gestos de niña bonita mezclados con una adultez prematura que asoma por esos ojos alevosos de un café-verde claro. Desde el día en que me contó sobre una de sus fijaciones más íntimas, no ha podido dejar de recordarme a Lolita, aunque Paca es mayor y a todas luces resultaría menos seductora que el personaje de Nabokov. Como cosa particular, Francisca le dedica buen tiempo de la rutina a uno de sus pasatiempos preferidos: ver pornografía en su cuarto y a “masturbarse como loca”, según sus propias palabras.
Supongo que muchas mujeres lo harán con alguna frecuencia. Ver pornografía es algo común y corriente, la cuestión es que no todas las jovencitas de más o menos esa edad lo asumen como algo “normal” o, cuando menos, como algo de lo que se pueda conversar mientras se está sentado una tarde en la banca de un parque cualquiera, como lo hacemos nosotras ahora. Bueno, sobra decir que fue esa formación religiosa que muchos recibimos desde niños la que provocó que pensáramos que el sexo era malo. Hay quienes aún lo pensamos. Por su parte, Francisca, quien a estas alturas tiene cierta confianza conmigo para conversar sobre estas cosas, me cuenta que si bien no anda por ahí comentando sobre su apego por el material XXX, tampoco es que se sienta mal por ello. “No es una cuestión de moral, ni porque los demás van a creer que soy una perra, ni que si hago o hablo mucho de esto me voy a ir para el Infierno… Lo cierto es que, estando a solas en casa, no encuentro otra forma de ver la vida más plena que cuando me toco viendo a otros tirar”, y cuando dice esto, a pesar de que casi nunca es explícita en sus comentarios, se le dibuja en la cara una disimulada sonrisa, pícara, de esas de las que lo hacen pensar a uno en cosas bellamente inmorales.
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Es sábado por la mañana. La familia subió a Turbaco, según su costumbre de fin de semana, pero Francisca se queda en casa, hoy no tiene ánimos de perseguir balones ni niños inquietos en la casa-finca de su tía Ana Enith. El día está nublado, “…amaneció de buen humor el cielo”, canturrea ella en voz alta mientras se prepara dos sándwich de jamón, lechuga y tomate. Francisca se dirige a su cuarto con el plato en la mano y un vaso de jugo de tomate de árbol, cierra la puerta con seguro, acomoda los parlantes y la pantalla LCD de veintidós pulgadas mirando hacia la cama, y se pone a ver videos de música en Youtube mientras termina la merienda. No es que sea una persona sistemática, afirma, pero eso es lo que hace siempre cuando se queda sola: se prepara algo rápido para comer, se encierra en su cuarto a solas y después “lo que venga”. A ella le gusta AC-DC, hoy ha escuchado ya tres veces la misma canción: “She was a fast machine, she kept her motor clean. She was the best damn woman that I ever seen (…) And you shook me all night long, yeah, you shook me all night long…”. Al cabo de un rato, saciado el apetito estomacal, Francisca pone el plato en el suelo junto a su cama y digita en la barra buscadora www.redtube.com.
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“¿Este es el Cielo o es sólo una parte la que cupo aquí?”. Es la pregunta que Paca se ha hecho desde niña cada vez que entra en una iglesia. Es domingo por la tarde y ella permanece sentada en una larga banca de madera junto a su mamá y a su hermano pequeño durante lo que le parecen horas interminables en la blanca ermita del barrio El Cabrero. Siente que viene desde adentro, buscando paso por su entraña, abriéndose camino por su garganta hasta llegar a su boca… un suave bostezo que no llega ni a la mitad porque doña Vianca, su mamá, lo reprime por ella con un pellizco justiciero que no ve venir. A misa Paca sólo va porque su mamá se lo pide, esas peticiones de las madres que son como impuestas con la autoridad del yo te parí y nada puedes hacer contra eso. No es atea ni mucho menos, Francisca cree en su propio Dios, un dios menos amargado, más amable y alegre que el Cristo crucificado y harapiento por quien el cura y todos los demás se santiguan metódicamente. Ella supone que terminó de dejar de creer en la Iglesia cuando vio por primera vez El Confesionario, una película porno italiana de 1998 en la que el carácter sagrado de la fe cristiana cae sin garbo ante los pies del Hombre, “un hombre lúbrico y feliz, como debe ser”, remata ella, burlona.
Todo lo que ha querido hacer en cuanto a sexo, Francisca lo ha hecho, en su habitación oscura, junto al callejón indiscreto. Asegura que tiene una “imaginación de holograma”, y que todo lo que ha visto, lo ha reproducido cien veces mejor para sí en su propia cama. A ella no le gusta el porno amateur, dice que la mayoría de parejas que figuran ahí son feas, gordas, vacas muertas y aburridas. Le gusta ver “cosas raras”, dice, porque sabe que nunca podrá hacerlas ella.
Hace un buen rato que me he limitado a escucharla hablar. Imagino sus tardes de sábado, no como si fuera ella, sino como si yo misma fuese la que gastara esos ratos traduciendo fantasías mojadas, necesitando poco o nada del resto del mundo.
Lo que más me conmueve de Francisca es que asegura ser virgen. Nunca se ha acostado con nadie. Lo más cercano a un polvo, refiere ella con cierto desgano, fue en un paseo que organizó el colegio hacia Matute, una hacienda ubicada en la subida a Turbaco. Había en ese entonces un chico que le gustaba mucho y habían acordado encontrarse en una zona apartada del lugar donde nadie los fuera a molestar. Estando allá, empezaron a besarse y a tocarse desesperadamente, pero cuando la cosa se estaba poniendo realmente intensa y babosa, el chico dio una mala pisada a una piedra que rodó y, torpemente, cayó de bruces frente a ella abriéndose una herida en la barbilla. Allí quedó todo. La caída se la atribuyeron a unas rodillas débiles o a falta de sujeción al suelo, “Me llevabas en las estrellas…”, se excusó el chico días después, aunque no volvieron a besarse nunca, tal vez por pena de adolescentes.
Francisca finalmente recibe una llamada que esperaba de doña Vianca y me avisa que debe acompañarla a hacer unas diligencias. Nos habíamos encontrado por azar cerca de la Plaza de San Diego alrededor de una hora antes y nos habíamos sentado a charlar un rato para esperar a que se hicieran las seis. Le había comentado, como cosa sin importancia, sobre mi intención de encontrar tema para una crónica, pero ni yo misma sospeché que ella me daría ocasión de dedicarle un texto. Al levantarse de la banca, reparo en su estatura, en su forma de caminar y en el mocho de jean que usa esta tarde. Viéndola bien, Paca es una chica definitivamente atractiva, encantadora, pero sobre todo, resuelta: el cono de helado, por mucho que amenazó derritiéndose obstinadamente, no logró escaparse de su boca.
Olivia Barceló