Compartimos un fragmento de la más reciente obra del escritor Erick Duncan, un compendio de crónicas publicado por CLU Editores. Erick Duncan es periodista y escritor del Caribe colombiano, colaboró en los especiales de El Espectador desde el 2013. Sus crónicas, artículos y entrevistas se han publicado en medios como Cambio, El Malpensante, Contexto, Semana y Global (República Dominicana). Ha trabajado como investigador y guionista en televisión pública y algunos de sus textos participan en antologías periodísticas y literarias como Nosotros no iniciamos el fuego (Mincultura 2017) y La muerte tiene tos (Lugar Común, 2022). Actualmente se desempeña como director y presentador de Señal literaria programa de Señal Colombia.
«Las crónicas de Erick Duncan están escritas con la maestría de un observador agudo, que además domina el arte de saber escuchar. Es un autor que recrea sus relatos con la pericia de un artesano dedicado a la ligrana de lenguaje» Sorayda Peguero, escritora.
Un poeta en el cementerio: la atormentada vida breve de Gabriel Escorcia Gravini
De Gabriel Escorcia Gravini no quedó ni una foto y las pocas imágenes que nos llegaron en el tiempo son retratos hablados inspirados en rumores y en las facciones de los descendientes lejanos de los Escorcia y los Gravini. Probablemente de los sobrinos que no conoció. No deja de ser curioso si se tiene en cuenta que hasta la fecha de nacimiento que por años se le atribuyó, no era la correcta.
Hijo de una familia acomodada, con ascendencia italiana por el lado materno, Gravini nace el 19 de marzo de 1891 según su partida de bautismo, que todavía reposa en la vieja iglesia de Soledad. Este dato desmiente la otra fecha, enmarcada y popularizada como verdadera, que decía que el poeta había nacido en 1892.
Su mala suerte comenzó a arrinconarlo muy temprano, a los catorce años, cuando se le diagnosticó la enfermedad de Hansen (lepra), un mal raro, azaroso y esquivo del que se salvaba la mayoría de la gente, se transmitía por una tos y solo un pequeño porcentaje terminaba padeciendo por alguna predisposición genética, probablemente.
Cuando se supo que el pequeño Gravini sufría de la enfermedad lapidaria, su familia hizo lo posible para esconderlo y protegerlo porque la coyuntura social era inflexible con los afectados: en 1890 había sido expedida una orden que obligaba a todas las autoridades y médicos a reportar a cada contagiado para confinarlos en leprosarios, de donde muy difícilmente volvían a salir.
A Gravini pensaron entonces enviarlo al leprocomio de Caño de Loro, una pequeña ciudadela alojada en el islote de Tierra Bomba que estaba conformada por una iglesia, una casa médica de base cuadrada con pasillos amplios y ventilados y las pequeñas casitas de choza donde cada paciente vivía su martirio ardiente a una velocidad reposada. Para la historia quedaría que el pequeño caserío impenetrable de Caño de Loro sería bombardeado con catorce mil libras de explosivos por aviones de la FAC en dos jornadas soleadas de septiembre de 1950, varios años después de la muerte de Gravini, luego de que los últimos desahuciados de la lepra fueran trasladados por orden sanitaria al lazareto de Agua de Dios y ante el miedo desbordado de que la enfermedad se regara por todo el país.
Las hermanas del poeta, María y Salvadora, asustadas con la posibilidad de perder para siempre a su hermano, prefirieron esconderlo antes que enviarlo al leprosario. La familia decidió entonces hablar con el alcalde de la época (Luis de la Hoz) para buscar otra solución, por lo que el alcalde, conmovido con el drama, le dijo al médico encargado que la otra opción era construirle a Gravini un cuarto aislado en el patio de la casa a condición de que no informara a las autoridades y guardara el secreto. El médico aceptó.
Gravini no pudo volver al colegio y quedó hasta sus últimos días como un estudiante de tercero de primaria, el último curso que pudo terminar. Encerrado en ese cuarto de patio con vocación de celda, se dedicó entonces a leer cuanto podía con la extraña casualidad de que todo lo que caía en sus manos eran los versos de los poetas franceses (los malditos), y lo que escribía Julio Flórez, uno de sus preferidos. En esa soledad, Gabriel escribió una novela que tituló El amante de una sombra y también, sus primeros versos. Es aquí donde empieza a forjarse la leyenda.
Pasan los años y ahora es un hombre que, como todos, necesita de afectos. En las noches Gravini sale a recorrer las calles solitarias en compañía de su amigo (que terminaría siendo su mecenas pues era dueño de una litografía) el poeta Miguel Orozco. Recorren los senderos del pueblo y terminan, usualmente, en las bancas adyacentes al viejo cementerio, donde Gravini empuña su guitarra y les pone melodía a los versos de Julio Flórez y los suyos propios.
Se dice que, en las noches cuando Soledad dormía, Gravini se internaba en el cementerio, vestido de blanco. Ese fue el contexto donde escribió su poema más conocido, La gran miseria humana, un texto que terminaría convertido en éxito vallenato por Lisandro Meza quien, en una madrugada de los setenta, escuchó a un músico callejero cantando los versos del poeta de Soledad y decidió buscarlo y ofrecerle una botella de ron para grabar la interpretación completa.
En el poema escrito en rigurosa décima, Gravini cuenta la historia de un poeta que se interna por las noches en el cementerio y en una de esas, se encuentra con un cráneo vacío debajo del techo de un ciprés sombrío. En principio el cráneo lo asusta y después el hombre lo interpela. El intercambio se sostiene, el poeta indaga sin respuesta por la belleza y la altivez que en vida tuvo la calavera abandonada sin saber aún a quién pertenecía hasta que logra, mediante un juego incesante de preguntas, que el cráneo le responda. La disertación de la calavera empieza con la conclusión de la naturaleza democrática de la muerte, la extinción de las vanidades y la igualdad de todos en ese espacio más bien enigmático de las criptas.
En este mundo idealista,
de egoísmo y de censura,
tan sólo la sepultura
es la que no es egoísta.
Ella recibe humanista
el santo y al condenado,
al pobre y al acusado,
al perverso, al bueno, al caco,
al honrado, al gordo, al flaco,
al bruto y al ilustrado.
Al final del intercambio, el poeta consigue que la calavera le revele su verdadera identidad: la mujer que una vez pretendió y lo rechazó.
Yo soy el cráneo de aquella
a quien le cantaste un día
poemas que no merecía
porque no era así tan bella
Y la huida estrepitosa del poeta ante una revelación con cara de amenaza:
como la primera estrella
del oriente, el tulipán
a quien las auras le dan
aquí el que de mi se ríe
de él mañana se reirán…
Yo escuchaba aquella cosa
y lleno de horrible espanto,
salí de aquel camposanto
como veloz mariposa…
la luna pura y radiosa
vertió su lumbre fugaz
y la calavera audaz
dijo al mirarme correr
nada tienes que temer,
tú, calavera serás.
Algunos académicos locales tienen la teoría de que Gravini, con La gran miseria humana, se jugó su desquite final de las mujeres que lo rechazaron, las que corrieron cuando lo veían venir a lo lejos y las que quemaron sus versos pensando que se iban a contagiar. Pero hay otras versiones de estudiosos que insisten en que el juego del rechazo y reclamo entre el poeta y la calavera no es otra cosa que la metáfora de la triple marginalidad que sentía Gravini al ser un habitante del Caribe (una región atrasada y marginada en la época), al no ser reconocido entre los poetas nacionales (una cofradía excluyente andino-céntrica, posicionada en Bogotá) y al quedar olvidado totalmente en la periferia y doblemente aislado por su condición de leproso en un país conservador y centralista que no miraba hacia sus orillas. Lisandro Meza en cambio dejó entrever que la historia del poema nace de la decepción amorosa de Gravini, y por eso en él menciona a una mujer llamada Diana.
Lo cierto es que Gravini no vivió mucho más para ver lo que pasaba con su obra. Murió el 28 de diciembre de 1920, a los 28 años, vapuleado por una enfermedad que no le dio tregua. Se dice que después de su muerte, sus pertenencias fueron quemadas por sus hermanas. Sus poemas y canciones quedaron reducidas a polvo y ceniza. Que el poema viajó tanto, que era posible hallar en el mercado y el cementerio quien lo declamara por dos pesos. Que se vendía por todo el Caribe en papel de estraza.
El caserón donde vivió todos sus días sigue en la esquina de la calle 19 con carrera 21, en Soledad y no guarda mayores vestigios de su paso porque ha sido utilizado para negocios de todo tipo. En el Cementerio Central de Soledad, su lápida lleva, a manera de epitafio, los versos:
En el jardín de la melancolía,
donde es mi corazón un lirio yerto,
yo cultivé la flor de la poesía
para poder vivir después de muerto.