Retomamos nuestro ciclo de conversaciones en El laberinto del Minotauro. Esta vez tuvimos la oportunidad de dialogar con el reconocido escritor colombiano Mario Mendoza, prolífico autor circundante entre el cuento, la novela y, recientemente, la literatura para jóvenes. Entre sus libros destacamos Una escalera al cielo (2004), Scorpio City (1998), Relato de un asesino (2001), y Satanás (2002), adaptado al cine en 2007 por el director, también colombiano, Andi Baiz.
Mario Mendoza es poseedor de una extraordinaria forma de narrar los acontecimientos a través de lo que algunos llaman “Realismo degradado”, teniendo como centro de su universo literario la ciudad de Bogotá. Mendoza se ha encargado de recrear, de una forma cruda y directa, una Capital que pocos se han atrevido a esbozar. Sin duda, uno de los escritores más destacados de su generación, de esos cuya lectura es imprescindible.
Ramón Medina: A lo largo de toda su obra, o en gran parte de ella, usted ha reescrito el concepto de héroe. Vemos cómo en el centro de sus narraciones los protagonistas son indigentes, prostitutas, ladrones, viciosos; en suma, gente que está al borde de sí misma. ¿Qué ha significado para usted reivindicar esas personas a través de sus libros?
Mario Mendoza: La gente suele creer que a mí me interesa el tema de lo marginal a nivel económico, la zona de tolerancia, los barrios marginales, etc., y es un error de apreciación: a mí lo que me interesa es la marginalidad en general. Uno puede tener mucho dinero y encontrarse excluido por completo de la tribu; uno puede ser una persona muy adinerada y pasarse noches enteras en los casinos jugando, ser alcohólico o deambular por las calles sin un proyecto de vida; uno puede estar encerrado en una casa miserable pero puede estar también en un palacio en una depresión terrible al borde del suicidio. Esos límites, esos abismos de la conciencia son los que a mí me interesan particularmente, eso es lo que yo quisiera narrar. Entonces, ¿cómo hace el escritor para descender como un ángel caído y, en esa profundidad o en ese descenso a los infiernos, tomarle la temperatura a una determinada sociedad donde la enorme mayoría está en esos extramuros? Esa es la pregunta que cruza toda mi obra.
R.M.- Podemos decir que el hecho de retratar constantemente esas vivencias violentas de la ciudad o de la sociedad, es quizá una terapia, es decir, limar la herida hasta que desaparezca…
M. M.- Bueno, también habría que subrayar que a mí no me interesa tanto como narrador ―como intelectual sí, pero como narrador no― la violencia política del país. En mis libros prácticamente no hay guerrilleros, paramilitares o sicarios. A mí lo que me interesa no es tanto la violencia oficial o la violencia política sino la violencia transpolítica. La violencia transpolítica es la microviolencia, es decir, lo que va por los intersticios de lo social, una violencia invisible, lo que sucede entre nosotros. La violencia de género, la violencia contra los niños, el bullying o matoneo, el terrorismo bancario, el terrorismo de la moda, la publicidad que vende una determinada imagen de belleza y condena a una cantidad de gente a la anorexia o a la bulimia; esas microviolencias del stablishment, del mismo circuito en el que se genera, se da y se consume el capital, son las que a mí me interesan como narrador. No es fácil porque hay que tener una determinada intuición y una percepción muy afilada para poder estar atentos a esos estallidos, a esos chisporroteos que van generando esa violencia que los titulares de prensa no abarcan.
R. M.- De hecho, analizando lo que puede llegar a ser el futuro de nuestro país si se logra firmar un acuerdo de paz entre el Gobierno y las Guerillas, esas microviolencias de las que usted habla serán mucho más palpables…
M. M.- Firmamos la paz en La Habana, cosa que es muy importante. Es un momento único, privilegiado. Debemos estar muy atentos, darnos cuenta de la importancia de ese instante maravilloso que se nos está viniendo encima cada vez con mayor contundencia y severidad. Pero, ¿de qué nos sirve firmar la paz en La Habana si aquí estamos en guerra con nosotros mismos todos los días? ¿De qué nos sirve firmar la paz si terminamos arrojando a nuestros muchachos por los huecos de los ascensores, sencillamente porque no pertenecen a la misma secta o a la misma tribu en la que nos movemos? Dejamos a Colmenares arrojado en un parque de Bogotá, y al día de hoy sus compañeros han cerrado filas; sus mismos compañeros de universidad no quieren colaborar y no quieren hablar, no quieren llegar a quién fue el asesino. Hemos golpeado a las mujeres, maltratado a los niños. ¿Dónde aprendemos la violencia? Casi siempre en casa, o a nivel físico o a nivel sicológico. El desdén, el desprecio, el arribismo son vectores de violencia que atraviesan una sociedad y la pueden destruir, la pueden aniquilar, la pueden hacer pedazos. Ahora el problema es que nos va tocar revisarnos a nosotros mismos. El posconflicto es un instante para hacer un reajuste de cuentas, un balance al cual nos hemos negado por décadas enteras.
R. M.- El devenir en otro, la coexistencia de un ángel-demonio, y las vicisitudes y consecuencias de esos conflictos internos, son elementos muy marcados en sus personajes, son parámetros que atraviesan su obra. ¿Cómo explica su interés por ello?
M. M.- A mí me interesa no solo la dualidad, a mí me interesa la multiplicidad. Tenemos una falsa idea de la identidad, creemos que porque tenemos un número de cédula y que porque tenemos un rostro frente al espejo eso nos da una posición indivisible, única, una identidad monolítica. En realidad no es así. Lo que sucede al interior del cerebro es que somos muchos, somos varios, y esa multiplicidad es la que nos asusta, saber que somos una serie de fuerzas que están por salir a flote. De la misma manera mis personajes son enfrentados a fuerzas por las cuales, de un momento a otro, rompen la identidad, resquebrajan la identidad y aparece una jauría, aparece casi que una manada, un estallido de la conciencia por la que ese personaje se ve enfrentado repentinamente a otro, por una razón o por otra. A mí me interesan como narrador esas fuerzas que resquebrajan la identidad porque la identidad es una ficción, no es más que una manera de control.
El tema del yo es eminentemente jurídico, necesito que exista un yo para poder condenar, es decir, no me puedo morir y llegar al juicio de Dios y decir: “Yo soy siete”, “Yo soy nueve”, porque entonces, ¿cómo hacen? ¿Cuántos para el Cielo? ¿Cuántos para el Infierno? ¿Cómo me juzgan? Asimismo, yo no puedo llegar a un juicio y decir: “Yo soy cinco”, “Yo soy seis”, porque el Estado pierde jurisdicción sobre el sujeto. El Estado necesita que el sujeto sea uno para poderlo condenar. Si en un juicio tú demuestras doble personalidad, trastornos de personalidad múltiple, esquizofrenia, bipolaridad, cualquier enfermedad o trastorno mental, inmediatamente el Estado pierde jurisdicción sobre ti: no te mandan a una cárcel, te envían a una clínica psiquiátrica. Entonces el problema del yo es un tema eminentemente jurídico, esa es la discusión de fondo, pero ese yo no existe, ese yo realmente es una ficción.
R. M.- Hay un momento de su vida en el que decide, de forma tajante, dejar de ser profesor y pasar a dedicarse por completo al oficio de ser escritor. ¿A qué se debió esa determinación?
M. M.- Yo no creo en la academia pero, infortunadamente, vengo de ella. La respeto mucho, pero la academia era la vanguardia del pensamiento en los años sesenta y setenta, hoy en día es su retaguardia. La academia es paquidérmica, lenta, perezosa y, desde que entra el Fondo Monetario Internacional e impone algunas reglas o algunas normas para que la universidad sea una empresa rentable como cualquier compañía, inmediatamente empieza la decadencia. Yo me guie por algo mientras fui profesor: solo dicté lo que yo amaba. Solo transmitía a mis alumnos, a mis discípulos, conceptos, textos, autores que amaba con locura. Nunca entré a un salón de clases a hablar de lo que no amaba y creo que hoy en día eso es imposible; hoy en día hay unos pensumy unas determinadas reglas y normas en los cuales el afecto, el amor por el conocimiento y las pasiones que uno debería transmitir son lo que menos importa. Lo que importa es la rentabilidad y un rendimiento empresarial.
R. M.- Por último, Mario, teniendo en cuenta que sus libros anteriores se caracterizan por una narrativa y una estética muy fuertes, alejadas, si se quiere, de lo que concebimos como literatura juvenil, ¿cómo ha sido el paso hacia escribir literatura para jóvenes?
M. M.- La verdad, creo que llegó el momento de crear lectores. Me hago una pregunta: ¿Cuándo llega un libro que a uno le cambia la vida? ¿Cuál es el momento ideal para que uno le llegue la biblioteca? Creo profundamente que es la infancia o la adolescencia, pero entre más temprano mejor. Creo que si uno aprende eso, inmediatamente la vida se transforma y de ahí en adelante uno nunca vuelve a ser el mismo. El amor por los libros es el amor por lo maravilloso, por la sorpresa; es el amor porque uno sabe que la vida es más que la cotidianidad, que la inmediatez. Creo que esa lección hay que aprenderla pronto.