Nuevamente, me he despertado. Son las 3:00 am; el confinamiento ha empezado a hacer mella en mí, ya son tres días consecutivos sin poder descansar bien. Me gustaría reposar tranquila, de un solo tranco hasta las 6 a.m. como él, que descansa plácidamente sin ninguna interrupción. Dormir como ella, que no se despierta sino la beso en la mejilla y la abrazo para susurrarle que tiene clase hoy: “hay que bañarse para parecer que estás en la escuela”.
Esta vez no deja de dar vuelta en mi cabeza ese post, rayando en la pedofilia, que publicara el día de ayer un estudiante de artes, escondiendo tras el lenguaje de la literatura el mandato violento del patriarcado. Esa publicación compartida en un chat por otras mujeres alarmadas está punzando mi mente, tengo que levantarme. Salgo en sigilo de la habitación, cierro lentamente la puerta para no golpearla, me lavo la cara mientras sigo pensando en las horribles imágenes de un hombre acechando a mi hija mientras juega en un parque.
Esta temible escena me transportó a las narraciones de García Márquez, en especial a aquella que fue mi historia favorita hasta el día de ayer, cuando terminé de releerla porque sólo entonces concentré mi atención en la triste vida de la abusada América Vicuña; la niña a la que Florentino Ariza violó frente a los ojos de todos quienes hemos leído y aplaudido la magistral obra del nobel. No fue este el único acto de violencia sexual que le perdonamos a Gabo, solo por recordar otro nefasto episodio, en “Memoria de mis putas tristes”, Delgadina es víctima sistemática y permanente de violencia sexual. Al igual que el estudiante del Facebook, Gabriel García justificó la violencia sexual y la misoginia en el amor y el lenguaje precioso de la literatura ¿Hasta cuándo se reproducirá con eufemismos y versos el violento mandato de masculinidad?
Para gran parte de la sociedad, atreverse a protestar contra el escritor colombiano es ya una herejía; pero quiero cometer el pecado de enfrentar también el machismo de uno de los grandes de la literatura europea, Vladimir Nabokov. Es que Lolita no es una historia de amor, como pareciere presentarse, es una historia de secuestro y violación a una menor de 12 años, que además como la Delgadina de Gabriel García, nunca vive, porque su vida es contada a través de la voz de un hombre. Delgadina y Lolita, las víctimas de la violencia sexual, jamás hablan.
El mandato de masculinidad está tan enquistado en la sociedad, que incluso aquellos que rechazan la violación, el abuso sexual, que piden cadena perpetúa para violadores de menores, sueñan con una niña con falda escolar metida en su cama, romantizan la violación y tildan de exageradas las reacciones de “las feministas esas” que airadas arengan contra el patriarcado.
Mientras pensaba esto, pongo la cafetera para hacer más fácil volver a conciliar el sueño, en seis minutos me sirvo el café y avanzo al balcón que por error quedó abierto anoche, me siento en la silla mirando a la nada, tomo un sorbo, la bebida está aún muy caliente así que la pongo en la mesa, en la que yace el libro “Los divinos”, anoche también lo olvidé. ¿Por qué uno de los divinos violó, torturó y asesinó a una niña? Porque pudo hacerlo, sabía que podía hacerlo, eso le bastó. Sin embargo, ese divino había espiado niñas, como la del vestido corto de la publicación de Facebook, como América Vicuña, como mi hija, saberlo me estremece. El mensaje del ‘post’ de ese estudiante ha sido como una amenaza de violación, siento ganas de ir corriendo a abrazar a mi hija, no lo conozco ni me conoce, pero estoy aterrorizada.
Agacho la cabeza, toco el cabello que se desordena por la brisa, levanto la frente y vuelvo a mirar al horizonte, poco a poco paneo los techos de mis vecinos de las calles cercanas, las ventanas oscuras y cerradas, la calle está sola, en un silencio que sólo es interrumpido por el silbido de un vigilante. Observar en la oscuridad produce un cierto placer, una sensación de infinito y una extraña tranquilidad; ¡un momento! hay una ventana abierta, alguien olvidó cerrarla…unos segundos veo que una sombra la cierra y otra la abre. La sombra de un hombre que la cierra y una mujer que la abre como tratando de gritar por ella. Se cierra de nuevo, la sombra masculina se refleja agresivamente sobre la femenina, parece un gigante sobre una niña, la golpea en dos ocasiones. Sacudo la cabeza como para ahuyentar todos los pensamientos anteriores y garantizar que lo que veo no es sueño, ni imaginación, quiero asegurarme de que es cierto. Trato de enfocar mi vista y observo nuevamente, la sombra masculina ahora parece halar el pelo de la mujer.
Me levanto. Busco el celular y a las 3:41 am llamo a la línea de emergencias, me piden una información que no tengo, me preguntan quienes son y la dirección exacta. Repito, no se nada sólo veo la sombra agresiva del patriarcado que golpea ese cuerpo de mujer. Insisto, estoy desde mi balcón, señor agente, es imposible saber quienes son, seguramente no los conozco, están cerca, si quiere venga a mi casa y le muestro desde aquí. Finalmente doy las señas, prometen enviar la patrulla. Han pasado quince minutos y no pasa nada, permanecí esperando en el balcón. Llamo nuevamente, me comentan que no enviaron la patrulla porque en el sector no se reportaron gritos o ruidos que confirmaran mi llamado.
Sigo aquí, ya no se ven las sombras y la ventana está cerrada. No pude volver a dormir, la angustia de saber a una mujer golpeada, frente a mis ojos y la impotencia por no haber ayudado ahora se apoderan de mi. La certidumbre de saber que, en este momento, tan cerca de mi, a una hermana de la vida la están golpeando o matando me agobia, saber que las campañas, las leyes, los discursos resultan tan ineficaces frente a la abrumadora cotidianidad de la violencia de género me hace sentir sin esperanzas. Como a Delgadina y a Lolita a esa mujer la ha silenciado la noche, la sociedad indiferente, la cuarentena, la institucionalidad. Su historia será contada otro día, por el macho agresor que alardeará con sus amigos y se regodeará en los placeres de la violencia, será reproducida por el sistema, como amenaza perenne a la vida e integridad de todas, así funciona el temible mandato de masculinidad.
Hoy puedo salir. No necesito comprar nada, pero quiero comprobar si las sombras fueron reales. Salgo del edificio, camino a la droguería que está cerca de la casa de las sombras, finjo preguntar por vitamina c, trato de echar una mirada…pero nadie sale de esa casa. Cuando me voy a retirar, la voz de una mujer que pregunta por diclofenaco o cualquier gel desinflamatorio me hace voltear, jamás la he visto, pero su pómulo parece hinchado y sus ojos transmiten, por encima del tapaboca, la tristeza y el miedo que acompaña el alma de las mujeres victimizadas. Es ella.
No puedo evitar mirarla, ella nota que la veo, se sube un poco más el tapaboca tratando de tapar su pómulo, quiero abrazarla decirle que estoy aquí, que puedo ayudarla, que hay líneas de atención, que el Estado está obligado a protegerla. Pero no se me ocurre sino decirle al joven que atiende la droguería: “¿me dejarías poner un aviso aquí con un número de teléfono para mujeres víctimas de violencia de género?, antes que él pudiera responderme, ella contesta: «Mi hermana denunció al marido, la policía se lo llevó, estuvo una semana donde mis padres, volvió ayer a su casa y anoche le dio más duro que siempre”. Tomó las monedas que estaban sobre el mostrador y se fue tan rápido que no alcancé a decir nada. Mientras caminaba, la sombra del patriarcado violento parecía perseguirla.