Aunque es uno de los rostros cardinales de la principal galería de contrincantes de Batman en sus 85 años (*) de historia comiquera y audiovisual, Oswald Chesterfield Cobblepot, más famosamente apodado como el Pingüino, no ha disfrutado del mismo realce cinematográfico que otros de sus compañeros de crímenes, como por ejemplo, el infinito Joker.
Solo cuatro actores lo han encarnado en carne y hueso, a partir de que Burgess Meredith empuñara el paraguas y vistiera de frac, monóculo y sombrero de copa en la serie televisiva Batman, con Adam West —el primer Caballero Oscuro recordado y recordable— transmitida por ABC entre 1966 y 1968, y que propinara el gran espaldarazo mediático al Cape Cruzader de Gotham City.
Este primer avatar, amén de su tono farsesco, pues quizás era el que más emulaba en bizarría con el Joker de César Romero, era un poderoso mafioso que contaba con numerosos recursos y gadgets, desde paraguas multiusos hasta todo un submarino tematizado o “pingüinizado”, que deviene uno de los elementos más vistosos y divertidos de la cinta Batman (Leslie H. Martinson) de 1966. Pero sobre todo, asume su apodo con un total desenfado. Algo que no sucede en las subsiguientes representaciones live action, que dotan a Cobblepot de un sino trágico, monstruoso. Aparece como un ente relegado a una otredad marginal, casi infernal, desde la que tiene que ascender, practicándole a la existencia una sangrienta y dolorosa cesárea, siempre con altos costes para sus enemigos y los ocasionales testigos de sus acciones, no importa cuán inocentes sean.
Con la segunda versión del personaje, que aparece en la sin par Batman Returns (Tim Burton, 1992), a cargo de un casi irreconocible Danny DeVito, se inaugura esta etapa ctónica del Pingüino, que continuó con las interpretaciones más realistas de Robin Lord Taylor para la serie Gotham (creada por Bruno Heller para FOX, 2014-2019), y Colin Farrell para la película The Batman (Matt Reeves, 2022) y la miniserie spin-off The Penguin (creada por Lauren LeFrank), recién concluida su transmisión por HBO —primer voto protagónico que recibe.
Como parte de su pesadillezca relectura de Batman, Burton concibe al Pingüino como una genuina monstruosidad teriantrópica. El director expande la conocida efigie de gordinflón narigudo, más cercano a una suerte de versión obesa y mafiosa del hombrecillo del popular juego Monopolio, hasta las dimensiones de una anomalía digna de las antiguas ferias de fenómenos, como los de la clásica cinta Freaks (Tod Browning, 1932). Los microcéfalos, los síndromes de Virchow-Seckel, los enanos acondroplásicos, los mutilados y demás personajes de esta historia, no hubieran dudado en darle cobijo en el círculo protector de su apretada familia.
Como el precedente televisual de los sesenta, el Cobblepot de Danny DeVito cuenta con una miríada de equipos tematizados. El submarino-pingüino es sustituido por un vehículo rodante en forma de patito de goma, y se pone al frente de un verdadero ejército de pingüinos, además de los circenses cómplices humanos. Pero ha construido su reinado en las cloacas, a las que fuera desterrado desde su nacimiento por unos padres que no soportaron criar una deformidad.
Tal como los míticos cocodrilos urbanos que prosperaron en las alcantarillas luego de ser despedidos por los inodoros de las familias que los compraban como mascotas cuando pequeños, el Pingüino se fortalece en estas entrañas malolientes de Gotham, a la espera de ser reivindicado, en primer lugar, como ser humano. Viene equiparándose con los también teriantrópicos Killer Croc o Man-Bat, otras dos de las grandes mutaciones marginadas del universo del hombre murciélago.
Christopher Nolan obvió al personaje en su resurrección fílmica de Batman y su mundo —Batman Begins (2005), The Dark Knight (2008) y The Dark Knight Rises (2012)—, quizás como parte de su intento de distanciarse radicalmente de la tetralogía previa, naufragada bajo las manos de Joel Schumacher, sustituto de Burton. Optó por mafiosos más “corrientes” del bati-universo como Carmine Falcone y Salvatore Maroni, y no se arriesgó a reconfigurar a Cobblepot para adaptarlo a su concepción realista. Lo consideraría demasiado bufonesco para sumarlo a la comunidad del crimen organizado que (re)presenta.
El seriado Gotham, creado por Bruno Heller para FOX, y trasmitido entre 2014-2019, en pos de emular el éxito de Smallville (2001-2011), rescató al Pingüino y rompió con la “maldición” que Tim Burton pareciera haber lanzado sobre el personaje con su impresionante y atroz versión; inigualable, sin dudas, pero equiparable si se toman las decisiones correctas para evitar excesivas comparaciones.
Desde el espíritu de historia de origen que tiene la serie, no solo de Bruce Wayne (David Mazouz), sino de gran parte de sus futuros contrincantes, desde Catwoman (Camren Bicondova) hasta The Riddler (Corey Michael Smith) y aliados como Jim Gordon (Benjamin Mckenzie), Gotham propone seguir el ascenso del Pingüino a la cúspide de la delincuencia gotamita, desde los estratos bajos y serviles en los que se halla, víctima de la burla y el menosprecio de sus semejantes.
Aunque este delgado y casi espigado Cobblepot no está maldito por una mutación casi sobrenatural que lo aísle del mundo, los showrunners tampoco renunciaron a dotarlo de una naturaleza “monstruosa”, ctónica. Oswald sufre una malformación o limitación físico motora que lo obliga a cojear, colocando sus piernas y pies en posición anómala. Y camina como muy parecido a un pingüino. Lo completan el discreto alargamiento protésico de la nariz del actor, un pelado estrafalario semejante a una cresta y el perenne traje negro. Así como el consabido paraguas se remonta a su empleo inicial, al servicio de la mafiosa Fish Mooney (Jada Pinket Smith).
Asimismo, el mote de Pingüino es parte de las burlas de que es víctima quien se sabe capaz de llegar a la cima, cuando todos lo ven cual pobre y deforme diablejo. Como la encarnación de Danny DeVito, esta de Lord Taylor repta por las entrañas más sucias y despreciables de la ciudad, y se dedica a demostrar su valía a la par de su venganza contra el mundo. Todo a fuerza de traiciones, jugarretas, alianzas estratégicas con villanos, héroes y antihéroes, que serán desechadas a conveniencia.
En este avatar se puede adivinar la inspiración, quizás no confesa pero evidente, del más reciente Pingüino que propuso Matt Reeves en su arriesgada revisitación de Batman —rompiendo a su vez con la “maldición” lanzada por Nolan tras su contundente trilogía. Aunque su propuesta no es tan surreal, siguió los pasos de Burton al volver a sumergir a un actor, en este caso Farrell, en un abrumador disfraz que lo hizo sencillamente irreconocible.
No buscó transformarlo en un ser inhumano, pero sí convirtió a Oswald “Oz” Cobb (como lo renombró) en un sujeto repelente. Es una mole coja, también agobiado por una pierna deforme, con un rostro surcado de cicatrices, y una complexión que muchos asociaron enseguida con el Tony Soprano (James Gandolfini) protagonista de la exitosa serie Los Soprano (1999-2007), también de HBO.
Pero las semejanzas con el Pingüino de Robin Lord Taylor no cesan de salir a relucir, en su pobreza de origen, en su semejante condición de criado de familias mafiosas de abolengo, en este caso chofer de la hija de Carmine Falcone (John Turturro/Mark Strong), Sofía (Cristin Milioti). Y sobre todo su relación retorcida con una madre demente, en ese el caso de Gotham nombrada Gertrude Cobblepot (Carol Kane), en el caso de The Penguin rebautizada Francis Cobb, interpretada por Deirdre O’Connell en su vejez, y por Emily Meade en sus reminiscencias de juventud.
Abro paréntesis… Vale apuntar que esta enfermiza y edípica relación se aboca ya al borde del cliché, pues entre Pingüino y Pingüino tenemos que en la más reciente versión cinematográfica del Joker, interpretada por Joaquin Phoenix en Joker (2019) y Joker: Folie à Deux (2024), dirigidas ambas cintas por Todd Phillips, Arthur Fleck también protagoniza una espinosa relación con una progenitora desvalida, nombrada Penny Fleck (Frances Conroy). Cierro paréntesis…
Ahora, a pesar de todas las similitudes entre los Pingüinos de Gotham y el “bativerso” iniciado por Reeves, que se interconectan con el monstruo genésico en que ha devenido la visión de Tim Burton para las lógicas de representación audiovisual live action del personaje, este de Farrell se despoja de la pátina victimista advertida con fuerza en sus ilustres precedentes. Termina corriéndose hacia una monstruosidad malvada, mucho menos militante en la otredad segregada. Eso se lo dejan a la no menos impresionante Sofía Falcone/Gigante-The Hangman.
La serie The Penguin establece desde sus mismos inicios un juego de engaños con los espectadores, muy semejante a los ardides astutos del personaje de Oz Cobb. Constantemente se amagan simpatías y empatías con un sujeto que, como describe su madre en momentos de lucidez, es el mismo Diablo. Al menos es un verdadero “amo de las mentiras”, inescrupuloso, sociópata, calculador y gélido. Maneja a las personas como simples piezas de un juego que constantemente gira a su favor. Su ajedrez está completamente integrado por peones. Él es el único Rey. Todos son sacrificables, todos son prescindibles. Cuando una de estas piececitas llega a la casilla final contraria, no se ve coronada, sino decapitada y aplastada por el corpachón regio de Cobb. No le toca nada en herencia, lo conquista e inicia su propia dinastía sobre las cenizas de la nobleza gansteril destronada.
LeFrank y Reeves marcan la diferencia, convirtiendo a su Pingüino en un verdadero ensayo sobre el mal, como condición que trasciende las circunstancias de vida de las personas, como una aptitud crónica que no es provocada solo por la agresión del prójimo, ni es mera consecuencia de un mundo protervo. Nada de psicoanálisis. No es el infeliz Arthur Fleck.
El final sacrificio del amable Víctor Aguilar (Rhenzy Feliz), su “hijo” adoptivo, su posibilidad de redención, se revela como la cara negra, el reverso satánico del episodio bíblico de Abraham e Isaac. Solo que aquí Oz sacrifica a su vástago en el altar del poder infernal. No lo cambia por un cordero, no aparece ninguna deidad para detener su mano. Nada ni nadie le dice que ya es suficiente. Ni siquiera Batman.
Aguilar parecía una disonante concesión a los potenciales públicos millennials de la serie, casi innecesario para los propósitos dramáticos. Sin embargo, se revela imprescindible como víctima propiciatoria, como definitiva ofrenda. Otro efectivo engaño de los showrunners y guionistas, otra finta exitosa que condujo a la consagración malvada del personaje.
Tal operación acerca potentemente a estos creadores a lo que urdió Nolan con su Joker anarquista, anónimo y con vocación destructora, que interpretara Heath Ledger a costa de su propia vida. El Pingüino de Farrell quiere algo más concreto, es verdad. Quiere poder, estar en la cima del mundo, y que su madre esté orgullosa de ello, como el Arthur Cody Jarrett que James Cagney interpreta en Al rojo vivo (White Heat, Raoul Walsh, 1949) —otro criminal dependiente de una madre dominante, la Ma Jarret encarnada por Margaret Wycherly. Pero resulta todo tan abstracto como los propósitos ignotos del payaso criminal.
Como Jarret, Oz Cobb termina justo en el punto más alto de la ciudad, y en la cúspide del crimen organizado. Roza el poder político, algo que pudiera indicar una futura candidatura a la alcaldía de Gotham City. Durante la serie no se ha ido despojando de la “humanidad” que nunca tuvo, sino que se somete a un proceso de purificación terrífico hasta alcanzar el mal total, absoluto, “limpio” de todo remanente piadoso, como lo requiere el formidable adversario que será para Bruce Wayne en las venideras entregas de este ya sólido bativerso de Reeves.
Nota:
*La primera aparición de El Pingüino fue en la revista Detective Comics #58 en 1941, a unos dos años de creado el personaje de Batman por Bob Kane y Bill Finger.