En el mundo futurista propuesto por la cinta Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979) y desarrollado en la tetralogía fílmica original —Aliens (James Cameron, 1986), Alien³ (David Fincher, 1992) y Alien: la resurrección (Jean-Pierre Jeunet, 1997)—, hay dos grandes monstruosidades, dos grandes horrores: el xenomorfo proveniente de no se sabe dónde, y la pantagruélica corporación Weyland-Yutani, guiada por razones igual de desconocidas para hacerse con el extraterrestre al coste que sea.
La criatura que asola la también ignota nave espacial de los space jockeys, la nave industrial Nostromo, la colonia terraformadora del asteroide LV-426, la colonia penal Fiorina 161, y la nave militar USM Auriga, es una de las más perfectas encarnaciones de lo desconocido que ha parido el cine —o que ha brotado del pecho de este. Y lo desconocido es la peor cara del miedo. Es su esencia. Yace en lo más recóndito de sus entrañas inescrutables.
La película primigenia del 79 propone básicamente un duelo entre los seres humanos y el horror absoluto, innominable, de condición lovecraftiana; allende cualquier posibilidad de explicación. A millones de años luz del alcance de la lógica y a resguardo de la razón. El xenomorfo es prácticamente una entelequia, un arquetipo hermético, un dios que habita fuera de esta dimensión, y su colisión con el continuo espacio temporal de nuestro universo es devastadora.
A su vez, los tripulantes del Nostromo —también los marines del Sulaco— son meras piezas en un ajedrez corporativo cuyo tablero parece ser la galaxia entera. Los hilos que guían sus destinos se pierden en las tinieblas de unas jerarquías tan insondables como los inaccesibles señores feudales de El castillo de Franz Kafka, guiados por unos motivos tan incomprensibles como sucede en El proceso.
La Weyland-Yutani no es menos entelequia que el xenomorfo. Es un dios o demonio corporativo, de rostro insondable, que ambiciona domeñar a las hordas que han entrado en sus dominios sin pedirle permiso.
Justo en medio de esta titanomaquia librada entre las deidades de este plano de la realidad, y los monstruos venidos más allá de todo lo existente, se hallan los personajes humanos discernibles. Son héroes-víctimas, ignorantes de los trasiegos de los dioses, sacrificados a capricho en medio de su contienda por hacerse con la hegemonía del universo.
Las ondas violentas desprendidas por la colisión, siempre ubicada fuera de campo por los creadores de la referida “tetralogía seminal”, los embisten y abaten sin misericordia. Ripley y sus ocasionales aliados, enemigos y colaboradores renuentes, nunca llegan a conocer a ciencia cierta qué hay más allá de los monstruos que los usan como incubadoras de sus formas adultas, y la desconocida voluntad que se los provee en bandeja de plata.
En el nada despreciable díptico precuela-crossover de Alien vs. Depredador (Paul W.S. Anderson, 2004) y la menos agraciada Aliens vs. Depredador: Requiem (Greg y Colin Strause, 2007), el origen de la criatura también es velado; a pesar de revelar que sus incursiones en la Tierra se remonten eones en el pasado, y los yautja los utilizaran como el máximo reto para sus vocaciones cazadoras. La mitología se expande hacia el pasado, pero el monstruo continúa siendo un misterio inexpugnable.
Una de las principales claves de todo este universo es el horror abisal que yace en el pozo, mientras el péndulo megacorporativo se acerca inexorablemente a los cuellos de los personajes atrapados en el territorio medio.
Unas décadas después, la obsesión occidental y moderna que ha debilitado gran parte del cine de terror producido en este hemisferio, mal aconsejó al propio Ridley Scott, convirtiéndolo en saboteador de su propia obra. Y los resultados fueron las fallidas Prometheus (2012) y Alien: Covenant (2017), que echan sobre los horrores ignotos originales, unas frágiles, confusas y desesperadas luces. Pero sobre todo, innecesarias.
La “biografía” del xenomorfo se revela como un fútil experimento de los space jockeys, ahora rebautizados como “ingenieros”, y luego se convierte en el capricho de un androide trastornado. El monstruo se ve reducido a una mera e inadvertida víctima de científicos locos. Un error incontrolable, un fallo que destruye a sus creadores. De un manotazo, Scott borra los abismos insondables que se presentían tras los relatos de las primeras cuatro películas, y pone a navegar a sus personajes en aguas bajas, vacías, con un fondo arenoso y aburrido.
La nueva entrega de la saga, Alien: Romulus (Fede Álvarez, 2024), primero que todo ayuda a Scott a dar el golpe final a su vulgarización de la mitología, exterminando la última sombra: la Weyland-Yutani y sus propósitos. Y están entre los más trillados en el territorio de la ciencia ficción: el fortalecimiento de la especie humana a través de la hibridación con los genes de los xenomorfos para poder consumar la colonización del espacio.
Esta última explicación termina convirtiéndose en una simple herramienta para que Scott consumara a través de Álvarez la pretenciosa y estéril validación de las historias desarrolladas en Prometheus y Alien: Covenant, a partir, precisamente de su hibridación con la mitología original. Se emprende aquí una operación de manipulación genética cinematográfica, que haría reír al propio Gregorio Mendel por lo burdo del procedimiento.
La historia de …Romulus transcurre entre los acontecimientos de Alien, el octavo pasajero y Aliens. O sea, en el núcleo más “duro” de la saga. Y justo en ese segmento tan potente, los científicos locos Álvarez y Scott injertan las tristes invenciones ideadas a posteriori: los ingenieros alopécicos, los recipientes que aparecen en Prometheus como suerte de precursores metálicos de los huevos en que luego empollarán los facehuggers, y al terrible (pero ya no tanto) androide Ash que interpretara Ian Holm en la cinta de 1979. Incluso se han descubierto referencias a Blade Runner (1982), que ubicarían a este otro clásico de Scott en el mismo mundo.
Alien Romulus se ve reducido a una accesoria condición de ligadura. Y no consigue la contundencia dramática de una cinta como Rogue One. Una historia de Star Wars (Gareth Edwards, 2016), que a partir de un diminuto (aunque definitorio) detalle, considerado por muchos una ingenuidad dramática, consiguió desplegar una gran historia en una galaxia muy muy lejana.
La película del uruguayo no se acerca ni por asomo a la efectividad de esta ramificación del universo Star Wars, sino que expone todo el tiempo los propósitos vindicadores de unas películas que debieron ser extirpadas del canon, y ahora se enseñorean de este; dando al traste con el sombrío constructo original que consolidó la mitología.
Diestro en el cine slasher —siendo sus más afortunadas obras el interesante díptico Don’t Breathe (2016 y 2021)— Fede Álvarez aplica sus esquemas a la franquicia de Alien. Convierte a la nave Romulus en una cabaña en el bosque en la que un grupo de muchachitos imberbes, medio malcriados, vaciados de sustancia y psicología, luchan contra la panda de bichos a que han sido reducidos los xenomorfos.
Ya se había intentado “clonar” a la Ellen Ripley de Sigourney Weaver en los caracteres de Alexa “Lex” Woods (Sanaa Lathan) para Alien vs. Depredador, Elizabeth Shaw (Noomi Rapace) para Prometheus y Danny Daniels (Katherine Waterston) para …Covenant. La apuesta de Anderson fue la más orgánica, pues más bien trató de crear a otro personaje femenino temerario que mereciera el aprecio de los yautja. Pero los otros dos intentos, a manos de Scott, no pasan de copias Xerox. Corren la suerte de los fallidos siete clones de Ripley y la reina xenomorfa que yacen en el vientre secreto del Auriga.
Para infortunio de la interesante actriz en que se está convirtiendo Cailee Spaeny, su personaje de Rain tampoco trasciende su naturaleza de “réplica” adolescente de la heroína prístina, y es depositaria de referencias vacías a secuencias significativas de las cintas iniciales. El resto de los personajes son carne de cañón que se olvida apenas son asesinados. Con excepción del androide o sintético Andy (David Jonsson), pues ofrece otra arista de la atormentada raza artificial a la que pertenecen los infames Ash, David (un imponente Michael Fassbender aherrojado a cintas débiles como Prometheus y …Covenant) y el inefable Bishop (Lars Henriksen) de Aliens.
Más que a los replicantes de Blade Runner, Andy, inmerso en tímida búsqueda de su identidad y albedrío, remite a los atormentados robots Madre (Amanda Collin) y Padre (Abubakar Salim), protagonistas de la inquietante serie Raise By Wolves (2020-2022), producida por Ridley Scott. Y descolla por su autenticidad, entre tanto clon nuevo de mitos viejos. Andy experimenta un grave dilema ético ante los mandatos del recuperado Ash, que detona su final “humanización”; en tanto la consciencia de la libre volición sería la clave para determinar la naturaleza inteligente y sintiente. De ser “algo”, el personaje deviene “alguien”. La Weyland-Yutani ya no lo posee. Pero esto no pasa de ser uno de los méritos menores que exhibe la cinta.
Alien Romulus busca resucitar a un dios glorioso por su finitud y la miríada de interrogantes que deja tras el visionado de los cuatro títulos iniciales e iniciáticos. Pero solo consigue abofetearlo y convertirlo en un triste gigante sonámbulo.