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Hay en las novelas póstumas un fuerte olor a ausencia. Las alberga el vacío de la muerte. Ya sea porque quedaron inconclusas al momento del fallecimiento de su autor, o ya sea porque el autor decidió dejarlas en la carpeta de los intentos fallidos. En ambos casos, al momento de la muerte, deberán ser terminadas (editarlas inconclusas es una forma de terminarlas), aproximarse a la novela inicialmente deseada, pero inexistente. Es decir, crear una ficción que complete lo ficticio.
En la novela En agosto nos vemos la ausencia es un vacío demasiado profundo para los lectores. Al asomarnos a él sólo se escuchan los ecos de un genio. Muy al fondo se alcanzan a oír algunos destellos de su poética lenguaraz. Esa exageración híper-adjetivada que antes nos envolvía, llevándonos de arriba a abajo, de abajo a arriba, yendo y viniendo arropados por una voz interminable, inacabable, inalcanzable, es en esta novela sólo aletazos inofensivos. Si toda novela póstuma tiene algo de ausente, ¿cómo debe ser la reseña de una ausencia? Toda reseña de una novela póstuma debe ser capaz de visibilizar lo que no está, de no hacerlo, será siempre inconclusa. Esta reseña es una visión sobre la ausencia, sobre el vacío, sobre el agujero inacabado de En agosto nos vemos. Así que lo digo sin más preámbulos: esta novela no es lo que parece ser.
Los elementos que conforman esta reseña me fueron llegando a lo largo de tres semanas y media a través de varios mensajes de WhatsApp y de una video-llamada. Días después de su lanzamiento mundial, mi fuente y yo conversábamos sobre la decepción enorme al haber leído En agosto nos vemos, y, al mismo tiempo, la emoción que aún producía en nosotros el recuerdo de otras lecturas del mismo autor. “¿Pero sabes algo?”, dijo de repente mi amiga (mi fuente es una mujer y prefiere mantenerse anónima), “esa novela no es lo que parece”. “¿A qué te refieres?”, le pregunté yo, intrigado. En agosto nos vemos es, en realidad, el producto de un juego. Un juego que incluía orgías secretas en el Caribe, dictadores longevos, extraños rituales helénicos y, por supuesto, mujeres hermosas. Muchas mujeres hermosas. Como la protagonista. ¿Quién era realmente Ana Magdalena Bach? “Bueno… una señora burguesa que, aburrida de su vida, aprovecha las visitas anuales a la tumba de su madre en una isla del Caribe para buscar amantes”, expliqué yo, aún apegado al argumento. “Frio, frío”, dijo mi amiga, “¡no tienes ni idea!”, exclamó. “Bueno… es el nombre de la segunda esposa de Bach…”, seguí yo. “Ese es un dato fácil”, dijo mi fuente, “sólo para despistar”. Pensé un rato mi respuesta, y al final me aventuré por una opción pseudo-inteligente: “Una reivindicación de la sexualidad femenina.”. Mi amiga respondió con una seguidilla de caritas destempladas de risa. Me lo merecía. “Me rindo”, escribí finalmente. Aquella primera revelación de mi amiga sería la menos escandalosa de todas las que vinieron después: Ana Magdalena Bach era el propio Gabriel García Márquez.
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“Bueno, todos los personajes de una novela tienen algo del propio autor”, argumenté yo. Ella se apresuró a corregir mi ingenuidad. Sí, es cierto, todos los personajes son, de alguna manera, su autor. Pero en este caso, era más que eso: Ana Magdalena Bach era García Márquez. Un García Márquez travestido en su pseudo-novela para contar así su propia experiencia. No entendí. “Lo que Gabo está contando es su propia experiencia de cachondeo, de infidelidad. El que se iba a una isla a putear era él no el personaje de Ana Magdalena”. “¿Pero y eso qué tiene que ver con la novela?”, pregunté yo. “Era un juego, una diablura encubierta. Pero de alto nivel, ¿entiendes?” No, la verdad es que no entendía nada. “Ahora no te puedo contar más, tengo que consultarlo con mi fuente”, me dijo mi amiga. Sí: mi fuente tenía a su vez una fuente que, por supuesto, no me fue revelada.
Las confidencias continuaron dos días después.
“Esa novela está mutilada”, escribió mi amiga un lunes por la tarde. La sentencia me puso alerta. Dejé de hacer lo que estaba haciendo en la oficina y me concentré en la pantalla del teléfono. La mutilación es también una ausencia, pensé. “¿Qué quieres decir con mutilada?” “Que esa supuesta novela es solo la punta del iceberg, lo publicable de una obra mayor, inconclusa y secreta”, dijo mi amiga en el audio que me envió. “Bueno… el editor dice que originalmente era un libro de cuentos…”, chateé yo. Mi ingenuidad aún me impedía ver el panorama completo. “Eso es solo fachada. La verdad es que la novela jamás fue pensada ni como novela ni como cuento. Lo que los editores publicaron son extractos, retazos de otra cosa que, primero García Márquez, luego sus hijos y su editor, maquillaron para hacerlo publicable”, volvió a asegurar mi fuente desde el lugar del mundo en que se encontraba. “¿Y qué obra mayor esa esa?”, quise saber, genuinamente intrigado. “Una novela erótica, pagana y satírica en el Caribe”, aseguró mi amiga. “Pero ¿cómo puedes estar asegura de eso?” “Te digo lo que me dijo mi fuente”. Su fuente… por alguna razón supe que se trataba de una mujer. “¿Quién es? ¿Qué te dijo?” “Es una bomba”, dijo mi amiga, y soltó la noticia fulminante: “mi fuente era Polimnia, la de los mil himnos, la musa de la poesía”.
La Polimnia de esta reseña del vacío fue contactada por un hombre en Cartagena de Indias en julio de 1988. Tenía 27 años, y desde hacía ocho meses vivía en la ciudad. Venía de Bogotá, invitada por el festival de teatro de la Universidad de Cartagena. Acababa de terminar una licenciatura en arte de la Universidad Nacional, así que aquella sería su última temporada con la tropa en la que estuvo desde su segundo semestre de estudios. Polimnia lo sabía: terminada la licenciatura, por fuera del teatro universitario, sin un horizonte claro en una Bogotá gris, fría y monótona, lo mejor era un cambio. Cartagena era la oportunidad deseada. Además, había conocido a un chico, un bailarín estudiante de la Escuela de Bellas Arte, dos años menor que ella, de quien se enamoró perdidamente. Polimnia se fue quedando, primero por amor, y después —cuando el amor se terminó—, porque ya era demasiado tarde para desenredarse de los talleres que daba, de los grupos teatrales a los que pertenecía y de las clases de pintura y artes que dictaba en escuelas y centros culturales. Vivía en un apartamento en la calle del Sargento Mayor que le ayudaba a pagar su padre con una mesada que aún recibía. Era hija de un diplomático italiano y una cartagenera de buena familia. Aquella noche de julio del 88, Polimnia había salido a bailar con un grupo de amigos a La Escollera, la discoteca de moda, frente a las playas del sector turístico de Bocagrande. Unas semanas antes había terminado con su novio el bailarín. “Hoy esa mujer tiene más de 60 años y sigue siendo hermosa. ¡Ahora imagínatela de joven!”, escribió mi amiga. No hay detalles sobre cómo se produjo el contacto. ¿El hombre la abordó en la barra de la discoteca? ¿La invitó a bailar? ¿Le envió una copa con un mesero? ¿Hubo drogas involucradas en el asunto? La única vez que hablé con Polimnia, ella describió a su contacto como un hombre apuesto, misterioso, alto y elegante, “que dejaba un brillo por donde caminaba, como si viniera de otro mundo”. El caso es que esa noche hicieron un primer contacto, se conocieron, “seguro se volvieron a ver después, quizá salieron a tomar una cerveza o a cenar, y en uno de esos momentos, ¡zaz!, el hombre le hace la propuesta”, escribió mi amiga. “Cuéntame más”, le pedí. “Cuéntame todo lo que Polimnia te dijo”.
Un martes 29 de julio de 1986, Gabriel García Márquez aterrizó en La Habana. Iba solo. Un auto enviado por Castro lo esperaba en el aeropuerto José Martí. Gabo aprovecharía la estancia para adelantar algunas citas concernientes a la inauguración en diciembre de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Oficialmente estaría hasta el viernes en la mañana, pero su intención era quedarse hasta el martes. Los preparativos para la fiesta que comenzaría la noche del viernes 1 de agosto aún no habían concluido. Gabo y su círculo cercano venían preparándola desde el año anterior, aunque la idea había nacido diez años atrás en París, un día de enero de 1977, como una broma durante una cena con Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Milan Kundera. Una conversación sobre Il Cassanova de Fellini, estrenada recientemente, los llevó a hablar de orgías, banquetes opíparos y rituales paganos. Entonces bromearon sobre las implicaciones de diseñar algo así. “Una orgía”, dije yo. “Pero no cualquier orgía”, aclaró mi amiga, “¡esto era un puteadero griego de alto nivel!”. “Y a todas estas, ¿eso que tiene que ver con la novela?”, le pregunté. “La novela vino después, pero tiene todo que ver”, aseguró mi amiga. Y para que no quedaran dudas, volvió a escribir en el chat lo que para ella ya estaba claro: “En agosto nos vemos es un producto de esas orgías”.
Las hicieron sin interrupción una vez al año, siempre el primer fin de semana de agosto, entre 1986 y 1996. Una puesta en escena con musas helénicas y diosas afro-caribes de la sexualidad, la poesía y las artes. El lugar fue siempre el mismo: los tres pisos de la mansión de protocolo número 6 en el exclusivo sector de El Laguito, en el barrio Miramar de La Habana, la misma en la que Gabo se hospedaba cada vez que visitaba la isla. Los invitados eran siempre 6 varones, y variaban entre editores y escritores famosos, productores de cine y televisión, dueños de grandes galerías de arte, artistas de renombre, empresarios y políticos, casi siempre de izquierda. Eran 21 mujeres en total; 7 de ellas eran las deidades que harían parte del performance, conformadas por 3 musas griegas, más las diosas Oshún y Yemayá, Isis y la japonesa del sol y la fertilidad, Amaterasu; las otras 14 eran las chicas con las que los invitados tenían sexo. Todas ellas eran diferentes cada vez. La tarea ardua de elegirlas a lo largo y ancho del mundo, estaba a cargo de un grupo de hombres como aquel que abordó a nuestra Polimnia en Cartagena en el año 88. Mi amiga —y deduzco que por ende Polimnia— no tenía conocimiento sobre la estructura logística de la orgía. “Pero funcionaba bien”, recalcó en su momento. Durante tres días con sus noches, Gabo, sus 6 invitados y sus 21 musas y diosas, se dedicaban a declamar poemas, leer capítulos de libros prohibidos, danzar, practicar rituales de adoración pagana, comer, fornicar y deleitarse en exceso con los placeres más mundanos. Polimnia le aseguró a mi amiga que desde esa primera vez, en el 86, García Márquez empezó a escribir, al ritmo de un capítulo por año, y siempre en agosto, después de los encuentros, la que habría sido su obra más deslumbrante: un proyecto de novela interminable, satírica, erótica, llena de excesos, escrita con el más fino barroquismo pornográfico, teniendo como trasfondo una isla del Caribe, en la que cada agosto, bajo su luminosidad sofocante, un grupo especial de invitados era guiado por la protagonista, Ana Magdalena Bach, es decir, el propio Gabo, por los pasillos y cuartos de una vieja mansión republicana repleta de mujeres hermosas de todos los rincones del mundo. “Una novela sobre esa experiencia”, escribí yo. “Exacto”. “¿Y cómo es posible que eso haya terminado en una noveleta como En agosto nos vemos?”, pregunté. Mi amiga no respondió. Deduje que le faltaba información.
A los tres días volvió a escribir. “Creo que lo mejor es que hables directamente con ella”, me propuso una tarde, de sopetón. “¿Con Polimnia?” “Sí, con ella”. “¡Por supuesto, claro! ¿Cuándo?” Mi fuente volvió a silenciarse cuatro días más. “Estoy cuadrando la cita”, me dijo cuando volvió a aparecer. Y luego añadió algo más de información recopilada en el intervalo. No saben por qué las orgías se acabaron en 1996. No se sabe qué ocurrió ese año. Quizá Mercedes se enteró. Quizá uno de los asistentes habló más de la cuenta. Quizá una de las musas fue con el chisme a algún lugar indebido. “Es difícil mantener algo así en secreto por diez años”, escribió mi amiga. Pero lo más probable, según contó la propia Polimnia, es que alguno de los capítulos anónimos de la novela prohibida (Gabo, por supuesto, no los firmaba) se haya filtrado indebidamente. “Polimnia tuvo acceso a uno de esos capítulos”, confesó mi fuente.
Mi único encuentro con Polimnia se produjo dos días después. Fue una video llamada compartida entre tres en la que ella prefirió mantener su cámara apagada. Nunca vi su rostro, sólo escuché su voz, hecho que resaltó aún más su ausencia. Era una persona inexistente, después de todo. Polimnia era también una ficción, una actriz caminando entre los pasillos de la mansión número 6. ¿En qué parte del mundo estaba? No se lo pregunté. Escuché de fondo, eso sí, el sonido del viento, y me imaginé que la Polimnia de nuestra reseña, la musa más hermosa de la poesía griega, estaba en Cartagena viviendo en una de esas casonas coloniales del centro histórico, sentada en una terraza amplia sobre el plafón del techo, mirando el atardecer de las seis de la tarde, que fue la hora escogida para la charla. Pero la verdad es que podía estar en cualquier parte del mundo. “Yo nunca tuve sexo con Gabo”, me aclaró de inmediato, incluso antes de mi primera pregunta. “Eso no es lo que me interesa”, le dije. “Eso es lo que les interesa a todos”, dijo ella. “Yo sólo lo vi entrar con varias chicas en las habitaciones”. A mí los pormenores eróticos del nobel no me importaban, lo que me inquietaban eran los agujeros de la historia. “Cómo fue la experiencia de ser Polimnia?”, quise saber, y la voz de aquella mujer sin rostro contó todo lo que pudo.
3
Polimnia ya conocía La Habana. Había estado primero con su familia y después con un novio, por su época de estudiante. Así que aquella tarde de agosto de 1988 fue la tercera vez que aterrizó en la isla. Llegó un miércoles. Un carro con chofer la esperaba en la pista del aeropuerto. Fue conducida de inmediato a la casa número 6. Cuando llegó, el resto de chicas ya estaban instaladas en los dos últimos pisos. “Pagaban tan bien que era mejor no hacer tantas preguntas. Me aseguraron que no tenía que tener sexo con nadie, al menos que lo quisiera. Además, me mataba la curiosidad por ver a García Márquez en todo aquello”. Para el viernes, Polimnia y las otras ya habían memorizado sus líneas y conocían bien sus movimientos. No era difícil. Sólo era cuestión de aprenderse algunos versos, de sonreír y mantener las copas llenas de vino. A las 10 de la noche, Gabo entró en el amplio salón de recepciones del segundo piso vistiendo una túnica de lino blanco. El liqui-liqui de las orgías, pensé. Junto a él iban 6 invitados varones. Todos vestían túnicas y era evidente que estaban desnudos debajo. “¿Reconociste a alguno?”, pregunté. Polimnia sólo mencionó uno de ellos, un reconocido director de cine iraní de quien también se reservó el nombre. Él, y otro hombre negro, que por su acento podía ser de alguna isla de las Antillas, llevaban túnicas ligeramente diferentes: negra y con bordados dorados, la del iraní, y con figuras de colores vivos, la del antillano. Ese primer día, la fiesta duró hasta pasadas las 4 de la mañana. Polimnia se levantó después de las 2 de la tarde, y a las 5 la vino a buscar el hombre que la contactó en Cartagena. Polimnia rehusó a darme su nombre. Me dijo, eso sí, que ese sábado fueron a pasear por el Malecón, que la acompañó desde Cartagena y estuvo con ella hasta el lunes en la noche cuando salieron de la mansión al aeropuerto.
El sábado, la fiesta volvió a comenzar a las 10. Las secuencias se repitieron, aunque los poemas cambiaron ligeramente, los invitados propusieron lecturas nuevas, y el director iraní proyectó algunos apartes de viejas películas pornográficas. Esa noche hubo una danza africana a Oshún, a la que se unió la chica que la personificaba: una negra de ébano brillante de tetas pequeñas y puntiagudas y culo respingado, según recordó Polimnia al otro lado de la pantalla oscura. Después de bailar boleros y danzones, murgas y lamentos persas hasta el amanecer, Polimnia volvió a ver a Gabo y a alguno de los señores, entrar en las habitaciones reservadas con las otras chicas, las que no personificaban ninguna deidad o musa del arte, pero estaban todo el tiempo con ellos. Polimnia vio besos, algunas felaciones y masajes eróticos, pero no recuerda haber visto alguna penetración durante el tiempo que duraba la fiesta en el salón de recepciones. ¿Quiénes eran esas otras chicas? “Eso mismo quería saber yo”, me dijo Polimnia, y así se lo preguntó al hombre que volvió a buscarla ese domingo para llevarla a ver el atardecer en una playa cercana. Nunca se lo dijo, y Polimnia no se los pudo preguntar directamente a ellas porque nunca las vio en los días en que estuvo en la mansión número 6. El domingo, la secuencia se repitió casi idéntica. Jamás faltaron las bebidas, los licores, y las mesas estuvieron siempre repletas de todo tipo de comidas, carnes, pescados, mariscos, arroces, ensaladas, frutas, helados y postres. Ese último día, la celebración terminó a las 6 de la mañana. Polimnia durmió de seguido hasta las 4 y a las 6 de la tarde, su acompañante ya estaba esperándola en un carro con chofer a la entrada de la mansión para llevarla al José Martí. Hicieron juntos el vuelo de regreso hasta Cartagena y aún les dio tiempo para vivir dos semanas de idilio amoroso en el apartamento de la calle del Sargento Mayor.
“Un día me desperté y ya no estaba”, me dijo. “¿Se volvieron a ver después de que se fuera de Cartagena?”, quise saber. Polimnia me dijo que sí, pero que nunca más volvieron a intimar. Lo volvió a encontrar por casualidad 5 años después y aún se dedicaba a lo mismo. Se encontraron en julio, en el cuarto viaje de Polimnia a La Habana, esta vez casada, cuando visitó la isla en el marco de un congreso de arte donde presentaba alguna de sus obras. Lo vio en una fiesta de la organización, cazando jovencitas para la orgía de agosto. Esa vez, intercambiaron teléfonos y se propusieron mantener el contacto. “¿Y lo mantuvieron?”, quise saber. Se volvieron a encontrar en un par de ocasiones más. En el 97 en Cartagena, y en el 2000 en La Habana. Entre esos dos encuentros, la cercanía se hizo mayor: se escribían cartas, después correos electrónicos y hasta se llamaban de vez en cuando para ponerse al día. En el encuentro del 2000, el hombre vivía en un edificio viejo de Centro Habana, y, en una azotea desde la que se veían las ruinas de la ciudad, recordó Polimnia, le leyó apartes de uno de los capítulos extraviados de la novela prohibida. ¿Cómo había llegado a sus manos? Polimnia no lo sabe, pero de la lectura “recuerdo el nombre de Ana Magdalena Bach”, me reveló. Tres años después se enteró, por una carta de un vecino del edificio, que su contacto en la Habana había muerto de cirrosis. A diferencia de la protagonista de la novela, la Polimnia de nuestra reseña jamás fue a visitar su tumba a la isla.
4
Para la escritura de esta reseña acudí a artículos sobre el papel de la mujer en la obra de García Márquez, visité la colección de libros en español de la biblioteca de la Universidad de Montreal donde volví a hojear biografías y textos académicos, revisité sus memorias, el libro de Gerald Martin, rebusqué entre las páginas de sus otras novelas, revisé Historia de un deicidio y, por último, releí la nouvelle póstuma en busca de pistas, señuelos del juego dejados por el autor. No encontré nada extraño. En agosto nos vemos me pareció tan mala como en su primera lectura, pero, inevitablemente, algo había cambiado: la historia del travestismo literario de Gabriel García Márquez para hablar de su propia experiencia me pareció de repente, más que posible, probable. Aunque esa probabilidad no estaba en artículos académicos ni en biografías eruditas, sino en otra parte. En el rostro de Polimnia, quizá.
“Muéstreme su cara”, le pedí. “¿Para qué? ¿Me creería más si me ve?” “Los rostros también tienen el poder de hablar”, le dije. “Créame, el mío no le diría mucho más de lo que le estoy contando, en cambio me expondría innecesariamente”. “Entiende que muy pocos creerán todo esto”, le advertí, “mucho menos si no ven su rostro ni conocen su nombre”. “Mejor así”, dijo Polimnia, y su voz no sonó resignada, sino risueña y tranquila. A quién nunca volvió a ver fue a sus otras compañeras, las musas de aquella noche, ni a la griega que hizo de Talía, ni a la egipcia que interpretó a Isis, ni a la libanesa que personificó a Terpsícore. El viento sonó fuerte de fondo, y yo concluí que aquel viento sonaba como sonaba el viento de Cartagena, y que Polimnia debía estar en esa terraza alta viendo el mar más allá de las murallas, recordando aquella aventura de su vida con una sonrisa y un gin-tonic. La vi portando con altivez la belleza de su madurez, la vi fuerte, decidida, capaz de darle una patada en el trasero a cualquiera, como si encarnara en ella todo lo que Ana Magdalena Bach deseaba ser y hacer, y no se atrevía. “Mejor acabemos la conversación aquí, periodista”, me dijo la musa, y yo le hice caso.